STANFORD – El regreso de la inflación marca un punto de inflexión. La demanda ha chocado contra el muro de la oferta. Nuestras economías ya producen todo lo que pueden. Además, es evidente que esta inflación es resultado de políticas fiscales demasiado expansivas. Un shock de oferta puede subir el precio de un producto en relación con otros, pero no todos los precios y salarios a la vez.
Es hora de descartar un montón de pensamiento ilusorio, comenzando por la idea de que los gobiernos pueden pedir prestado o imprimir tanto dinero como necesiten para echárselo a cada problema. A partir de ahora el gasto público tendrá que salir de la recaudación tributaria presente o de una recaudación futura creíble que haga posible un endeudamiento no inflacionario.
Gastar por el estímulo en sí es cosa del pasado. Los gobiernos tienen que empezar a gastar con prudencia. Gastar para «crear empleo» no tiene sentido cuando en todas partes hay escasez de mano de obra.
Por desgracia, la respuesta que muchos gobiernos están dando a la inflación es aumentar el endeudamiento o la emisión para subsidiar costos como el de la energía, la vivienda y el cuidado infantil, entre otros, o para distribuir más dinero a modo de protección contra los efectos de las subas de precios (por ejemplo, con la cancelación de deudas estudiantiles). Estas políticas sólo provocarán más inflación.
Cualquier ampliación de transferencias y programas sociales deberá financiarse con una recaudación tributaria a largo plazo estable, surgida de gravámenes que no impongan costos indebidos a la economía. A partir de ahora para las autoridades será mucho más difícil seguir ignorando los presupuestos y los desincentivos implícitos en muchos programas sociales.
Se acabó la fiesta de rescates. La respuesta a la crisis financiera de 2008 fue imprimir o pedir prestado un torrente de dinero para estimular la economía y rescatar a los bancos y a sus acreedores. La respuesta a la recesión de la COVID‑19 fue una marejada. Una vez más, el dinero público se destinó a rescatar a los acreedores, apuntalar los precios de los activos y proveer más estímulo.
Con estos precedentes, el sistema financiero está convencido de que en respuesta a cualquier crisis futura, el gobierno pedirá prestado o imprimirá dinero. Pero una vez agotado el margen de maniobra fiscal y asentada la inflación, puede que al Estado no le queden herramientas para detener la próxima crisis. Cuando la gente ya no confíe en que el dinero prestado se devolverá o que el dinero emitido se reabsorberá, dejará de prestar. La (por el momento) pequeña inflación que estamos viendo es un atisbo de este cambio fundamental.
El debate sobre el «estancamiento secular» está resuelto. El crecimiento a largo plazo se redujo a la mitad desde 2000; es una de las grandes tragedias económicas no reconocidas del siglo XXI. Tras mantener un ritmo promedio del 3,6% anual entre 1947 y 2000, el crecimiento real (deflactado) promedio del PIB de los Estados Unidos después de 2000 ha sido sólo un 1,8% anual.
¿Era esta parálisis un ejemplo de «estancamiento secular» por el lado de la demanda, al que dada la persistencia de bajos tipos de interés había que responder con montañas de «estímulo fiscal»? ¿O era consecuencia de una reducción de la oferta debida al efecto corrosivo de industrias protegidas y demasiado reguladas, o de problemas más profundos como la erosión del desempeño educativo o la falta de innovación?
Ahora sabemos que la causa fue la oferta, y que sumar más estímulo sólo provocará más inflación. Si queremos crecimiento (para reducir la pobreza, para financiar la salud, la protección del medioambiente y transferencias, o por el crecimiento en sí) sólo podrá salir de destrabar la oferta. Los aranceles, las industrias protegidas, las distorsiones del mercado laboral, las restricciones al ingreso de inmigrantes cualificados y otras políticas restrictivas de la oferta tienen costos directos que no se pueden compensar imprimiendo más dinero.
El regreso de la inflación y la guerra de Rusia en Ucrania señalan el fin de políticas energéticas y climáticas muy contraproducentes. Los gobiernos vienen siguiendo una estrategia peligrosamente miope de cortar el desarrollo de los combustibles fósiles en Estados Unidos y en Europa antes de tener alternativas de una escala suficiente, estrangular la energía nuclear y subsidiar proyectos de enorme ineficiencia (y a menudo muy contaminantes) como el tren de alta velocidad a ninguna parte en California.
La insensatez implícita en esta estrategia ya está a la vista de todos. Tras bloquear el gasoducto Keystone XL y limitar la exploración gaspetrolera, el gobierno del presidente Joe Biden en los Estados Unidos tuvo que salir a rogar que Venezuela e Irán compensen una escasez de oferta de energía. Y más allá de un debate incipiente, los alemanes todavía no se deciden a permitir el uso de la energía nuclear o la extracción de gas natural mediante fracking. No ceden los intentos de asfixiar a las empresas locales de hidrocarburos mediante la regulación financiera. Por ejemplo, el 21 de marzo, mientras el ataque ruso a Ucrania provocaba un marcado encarecimiento del gas, la Comisión de Valores de los Estados Unidos decidió anunciar una ampliación de normas de publicación de información relacionadas con el clima tendientes a desalentar la inversión en combustibles fósiles.
Los encargados de la regulación climática llevan años repitiendo la cantinela de que como resultado de esas regulaciones las empresas de hidrocarburos pronto iban a estar en la bancarrota (cargadas de «activos inmovilizados») y que eso justificaba tomar medidas para obligar a que los bancos dejaran de financiarlas. Pero ahora la realidad obra como recordatorio de una lección de Introducción a la Economía: cuando se restringe la oferta, los precios (y las ganancias) aumentan, no se reducen. Los que insistían con que el cambio climático es el mayor riesgo para la civilización o para los mercados financieros, ahora tendrán que reconocer que hay otras amenazas más probables en el corto plazo: enfermedades, agresiones militares y ahora incluso la posibilidad de una guerra nuclear.
Pero se insiste con el mismo discurso. Todavía escuchamos decir que la inflación es resultado de cadenas de suministro vulnerables, de precios abusivos, de la especulación, del monopolio y de la codicia. El último intento de la administración Biden de atribuir las subas de precios a Putin es a la vez gracioso (por lo torpe) y claramente falso. La inflación es generalizada y está en aumento hace un año, y el presidente ruso Vladímir Putin lo único que quiere es vendernos un montón de petróleo para financiar su ejército. Ese discurso banaliza una guerra donde lo que está en juego es el alma de Europa y la seguridad del mundo, no los problemas de los estadounidenses a la hora de cargar gasolina.
La era del pensamiento ilusorio se acabó, y los que ahora acepten la realidad ya no parecerán tan tontos en el futuro.
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