LONDRES –En la lista Forbes de las Personas más poderosas del mundo de 2012, Ben Bernanke, entonces presidente de la Reserva Federal estadounidense, ocupó el sexto lugar, y Mario Draghi, su par en el Banco Central Europeo, el octavo lugar. Ambos estaban por encima de Presidente chino Xi Jinping. A medida que la economía global luchaba por salir de la crisis financiera mundial que comenzara en 2008 y su versión europea, la crisis de la eurozona, los bancos centrales estaban en el asiento del conductor, ejerciendo su estrategia de facilitación cuantitativa como si no hubiera un mañana. Se solía decir que eran “la única alternativa” pero, incluso en esos tiempos, había en elemento de megalomanía en esa afirmación.
Esta vez es diferente. Si bien los bancos centrales siguen comprando bonos sin limitarse, la política fiscal ha sido la respuesta clave a la pandemia de COVID-19. En los Estados Unidos, el Presidente Joe Biden y el Congreso la han liderado, mientras que en la Unión Europea el Centro de Recuperación y Resiliencia de la Comisión Europea es el motor del plan Next Generation EU de 750 mil millones de euros ($884 mil millones). En el Reino Unido, el Canciller Rishi Sunak es quien firma los cheques.
Entonces, ¿están los bancos centrales en un segundo plano con respecto a los ministros de finanzas, una posición a la que pocos aspirarían?
Parece ser que sí, a juzgar por los últimos 18 meses, en que ha habido una notable ampliación de los ámbitos de actividad de los bancos centrales, impulsada en gran medida por sus propias ambiciones. Así, han entrado al mundo del cambio climático, con el argumento de que la estabilidad financiera podría quedar en peligro por el aumento de las temperaturas y que los bancos centrales, como compradores de bonos y supervisores de la banca, pueden y deben ser proactivos en elevar el coste del crédito para corporaciones que no cuenten con un plan de transición creíble. Se trata de una línea de negocios promisoria que probablemente seguirá desarrollándose.
Los bancos centrales también están tratando de incursionar en la ingeniería social, en específico en torno a la respuesta de políticas al aumento de la desigualdad de los ingresos y la riqueza, otro tema caliente con una alta prominencia política. En parte, este nuevo interés en la desigualdad es una movida defensiva, pues se les ha criticado el que su mezcla de políticas de tasas de interés bajas y hasta negativas ha dado a los más ricos la oportunidad de hacer enormes ganancias no pactadas simplemente por aumentar los precios de los activos.
Estos afortunados que cuentan con fondos para invertir en acciones, propiedades de alto nivel y costosas obras de arte han visto crecer rápidamente su riqueza a medida que el dinero fluía hacia activos que se iban poniendo en valor. Así las cosas, los bancos centrales se han visto obligados a defender sus medidas y a intentar demostrar que, vista como un todo, la mezcla escogida de políticas también benefició a las familias más pobres, al permitirles sostener sus empleos. Algunos se han convencido; otros no tanto.
Estas reacciones mixtas han generado una respuesta adicional en las autoridades monetarias. Un elemento ha sido retórico. En 2009, menos del 0,5 % de todos los discursos de autoridades de bancos centrales registrados en la base de datos del Banco de Pagos Internacionales (BPI) mencionó la desigualdad, o las consecuencias distributivas de sus políticas. En 2021, la cifra es un 9 %, casi 20 veces más.
Pero hablar sale barato. ¿Hay alguna evidencia de que la inquietud por la desigualdad se haya expresado en medidas? De hecho, ¿hay alguna evidencia de que la política monetaria se pueda usar para moderar o revertir la desigualdad creciente?
El Economista en Jefe del BPI, Claudio Borio, cree que sí. A fines del mes pasado planteó que “hay muchísimo que las políticas monetarias pueden hacer para fomentar una distribución más equitativa a lo largo de los ciclos de negocios”. Parte del argumento es tradicional, sacado de los manuales básicos del funcionamiento de un banco central. Menciona “el caos que una alta inflación puede provocar en los segmentos más pobres de la sociedad” y muestra que la desigualdad del ingreso tiende a declinar cuando el promedio de inflación es menor al 5 %. Hasta ahora, muy convencional.
Pero también acepta que puede plantearse un problema si las tasas de interés se mantienen bajas por un periodo prolongado para combatir la recesión. En tales circunstancias, “puede haber un contrapeso en términos de desigualdad de la riqueza”. Considera que eso es particularmente cierto en el caso de las recesiones financieras, que pueden ser más duraderas, y en que las tasas de interés se deben mantener bajas por largo tiempo para permitir que los excesos crediticios vayan aminorando. Entonces, ¿cuál es la respuesta? Señala que “un marco de estabilidad macrofinanciera más holístico”. Ay, Dios.
Debo decir que no tengo nada contra lo holístico, pero puede ser una guía más bien vaga para formular políticas. En este caso, lo que principalmente se quiere decir es que los gobiernos deberían contrapesar los efectos de sus políticas monetarias permisivas sobre la desigualdad del ingreso y la riqueza con el uso de una política fiscal que asegure que se modere la desigualdad después de impuestos. Además, deberían modificar las normas laborales para reequilibrar el poder de negociación en favor de los empleados. E invertir más en educación. Por supuesto, todas esas son Buenas Cosas, pero nos alejan de lo que deben hacer los bancos centrales.
¿Pueden en realidad los bancos centrales no hacer más que pasar la patata caliente a los Ministerios de Finanzas y Economía? Por cierto que no: si cumplen su función de ser reguladores financieros, pueden ayudar a promover la inclusión y el alfabetismo en las finanzas, pero eso toma décadas en tener algún impacto. También puede ser que se utilice políticas macroprudenciales para suavizar los altibajos crediticios, lo que puede reducir la escala del problema a cuya solución apuntan las tasas de interés bajas. Es demasiado temprano después de su introducción tras la crisis financiera para saber si ese es o no el caso.
La conclusión, ligeramente deprimente, es que es probable que la configuración de las políticas monetarias en las economías avanzadas del planeta profundice la desigualdad de la riqueza, y que en el corto plazo no hay mucho que las autoridades monetarias y financieras puedan hacer al respecto, excepto mencionarla en sus discursos. Para solucionar el problema, tendremos que ver ministros de finanzas con un sólido mandato político que apunte a implementar políticas de redistribución, en vez de presidentes de bancos centrales con lugares destacados en las listas de poderosos de esta década.
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