MADRID – Hasta la pandemia, la nostalgia fue una importante fuerza de la política mundial. Donald Trump ascendió al poder con la promesa de «hacer grande a Estados Unidos otra vez», y los partidarios del Brexit ganaron su batalla política, en parte, mediante la idealización del pasado imperial británico. Mientras el presidente chino Xi Jinping convocaba a un «gran rejuvenecimiento de la nación china», su homólogo turco Recep Tayyip Erdoğan perseguía ambiciones neo‑otomanas, y el primer ministro húngaro Viktor Orbán se lamentaba de las pérdidas territoriales del Reino de Hungría después de la Primera Guerra Mundial.
Estas tendencias se suspendieron cuando la pandemia obligó a todo el mundo a concentrarse en una crisis más inmediata. Pero ahora que la COVID‑19 se ve cada vez más lejana en el espejo retrovisor, la nostalgia está de vuelta. El presidente ruso Vladímir Putin ha llevado esta forma de política hasta el extremo, al justificar su guerra de agresión contra Ucrania con el falso argumento de que el vecino de Rusia «es una parte inalienable de nuestra historia, de nuestra cultura y de nuestro espacio espiritual».
Como es típico de las narrativas de la nostalgia, el relato de Putin presenta una «edad dorada» seguida de una «gran ruptura» de la que surge un estado actual de descontento. La edad dorada fue el imperio ruso, del que Ucrania era una satrapía plenamente integrada. La ruptura se produjo cuando a partir de la diversidad étnica del antiguo imperio ruso, Vladímir Lenin creó una federación de repúblicas nacionales soviéticas. Según Putin, de ello se desprende que «la moderna Ucrania es por entero una creación de Rusia o, para ser más precisos, de la Rusia comunista bolchevique». Finalmente, el descontento actual se atribuye a la persistencia de esta separación. Como declaró Putin en marzo de 2014, «Kiev es la madre de las ciudades rusas. La antigua Rusia es nuestro origen común, y no podemos vivir separados».
En muchos sentidos, el nacionalismo nostálgico es la enfermedad política de nuestro tiempo. Los brexiteros no podían aceptar la transformación de Gran Bretaña en un país común y corriente de tamaño mediano tras siglos de gloria imperial. En tanto, con el desenlace de la hegemonía liberal estadounidense surgieron oportunidades para que potencias postimperiales como China, Rusia, Turquía e incluso Hungría reclamen su lugar perdido en la escena internacional, aunque con muy diversos grados de convicción y determinación. Trump intentó contener estas fuerzas centrífugas con su agenda de «Estados Unidos primero», y su espectro aún se cierne sobre la política estadounidense.
Anhelar un regreso a tiempos idos no es inocuo. El recurso sentimentalista e históricamente sesgado a un pasado idealizado es la materia prima de los líderes chauvinistas. La nostalgia se convierte así en una herramienta para manipular la percepción que una comunidad política tiene del presente, y sienta las bases para cambios de rumbo político radicales y a menudo peligrosos. Revivir momentos de pasada gloria puede alentar a una comunidad política a tantear límites, correr riesgos y desafiar el orden mundial prevaleciente. La nostalgia y el nacionalismo están estrechamente ligados, sobre todo en sociedades senescentes, donde una proporción mayor de la población está más inclinada a idealizar el pasado.
La teórica cultural ruso‑estadounidense Svetlana Boym identifica dos tipos de nostalgia: la reflexiva y la restauradora. La nostalgia reflexiva es en general benigna. Somete el pasado a un examen crítico, y reconoce que aunque se han perdido algunas cosas buenas, también es mucho lo que se ganó por el camino. En cambio, la nostalgia restauradora (forma dominante en la actualidad) busca reconstruir lo que se perdió.
Más allá de las diferencias obvias entre el Brexit y la invasión rusa de Ucrania, ambos hechos representan un intento de volver atrás el reloj para huir de un presente no querido. Los brexiteros quieren regresar a la era eduardiana, o al menos a los años setenta, antes de que el Reino Unido se uniera al proyecto europeo; y Putin quiere regresar a la era zarista.
Pero la política de la nostalgia no es la misma en contextos democráticos o autoritarios. A diferencia de Putin, los brexiteros tuvieron que persuadir a una mayoría de votantes para que apoyaran su causa. En las democracias, los partidos tradicionales pueden enfrentar el intento nostálgico que hacen los movimientos populistas de monopolizar la historia del país. A la nostalgia restauradora pueden responder con nostalgia reflexiva y señalar, por ejemplo, las atrocidades cometidas por el imperio británico. Pero en vez de eso, el campo contrario al Brexit apeló a una estrategia tecnocrática basada en el «aquí y ahora», que es lo mismo que ir a una batalla ideológica munidos de diagramas y gráficos.
En los sistemas autoritarios, donde la oposición (cuando existe) no puede responder abiertamente a las afirmaciones históricas del régimen, la nostalgia se vuelve más peligrosa, sobre todo cuando su atractivo emocional alimenta el solipsismo del líder. En esos casos, una de las pocas soluciones es que la comunidad internacional se relacione con la potencia disconforme e intente aliviar su sensación de pérdida. Es posible que una estrategia semejante también sea necesaria frente a una potencia resurgente como China, que siente que el mundo la mantiene marginada y no muestra el debido respeto a su larga historia.
Pero a diferencia de las potencias declinantes, las potencias en ascenso pueden extraer un alivio espiritual de la promesa de restaurar una patria perdida. Por eso Xi suele afirmar una continuidad dentro de la historia china y vincular el antiguo pasado imperial con la República Popular. La idea de un gran rejuvenecimiento ofrece un plan de ruta hacia un futuro mejor, sin que sea necesaria una ruptura con el presente.
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