MILÁN – Cuando miramos el panorama económico a medida que 2021 se acerca a su fin, no podemos dejar de notar el surgimiento de nuevos obstáculos a una recuperación robusta. Estados Unidos, Europa, China y otros países enfrentan una creciente lista de desafíos sorprendentemente similares a corto y largo plazo.
La pandemia sigue siendo la preocupación más inmediata: sin una vacunación completa a escala mundial, seguirán surgiendo nuevas variantes de la COVID-19 y eso podría obligar a los gobiernos a instaurar nuevos confinamientos parciales o totales. El coronavirus representa entonces un obstáculo permanente a la recuperación.
Un segundo desafío es el bloqueo de las cadenas mundiales de aprovisionamiento que, junto con cambios del lado de la oferta en los mercados de trabajo, creó presiones inflacionarias persistentes que no veíamos desde hace más de una década. Sin esfuerzos internacionales para solucionar los cuellos de botella en la oferta y la escasez, los bancos centrales podrían verse obligados a restringir el actual aumento de la demanda con una política monetaria más restrictiva.
Otro problema común es la compleja tarea de regular adecuadamente las tecnologías digitales y los sectores que hoy representan una parte cada vez mayor de la mayoría de las economías. En Europa, EE. UU., China e India los reguladores intensificaron sus esfuerzos en este frente, desarrollando nuevas normas para la seguridad, el acceso y uso de la información, e implementando investigaciones sobre posibles abusos de poder de mercado, especialmente por parte de las megaplataformas. A medida que el sector financiero se desplaza hacia los pagos y monedas digitales, y con el surgimiento de nuevos participantes en los mercados de crédito, seguros y gestión de activos, es necesario adaptar urgentemente las regulaciones para garantizar una competencia justa, el acceso a los datos valiosos y la estabilidad financiera.
No es ningún secreto que una parte sustancial de la creación incremental de riqueza en las últimas décadas tuvo lugar en sectores tecnológicos, como el comercio electrónico, los pagos, las empresas de tecnología financiera y las redes sociales. Las consecuencia fue una elevada concentración de nueva riqueza, que a su vez genera preocupaciones por posibles influencias indebidas sobre las políticas. Esas preocupaciones son especialmente evidentes en EE. UU. y China, aun cuando ambos países tienen sistemas de gobernanza muy diferentes (y, por lo tanto, los canales a través de los que se ejercen las influencias son distintos).
De manera similar, aunque la terminología difiere entre EE. UU. y China, ambos países tienen dificultades para revertir las crecientes desigualdades en el ingreso y la riqueza, y la reducción de la movilidad social. En EE. UU. muchos políticos hablan de lograr un crecimiento más inclusivo. En China, el gobierno lanzó una nueva campaña para alcanzar la «prosperidad común». Los acalorados debates en ambos países sobre la mejor forma de alcanzar estas metas reflejan la preocupación de que un enfoque excesivo o extremadamente limitado de la redistribución podría afectar negativamente la eficiencia y el dinamismo económicos.
Las semejanzas entre estos esfuerzos en las políticas nacionales sugieren que tanto a EE. UU. como a China les conviene establecer nuevas reglas de participación en la economía mundial y el sector financiero. Ambos deben adaptarse a las nuevas realidades que implican la revolución digital y los cambios de poder en el mundo. También hay una clara necesidad de nuevos acuerdos para limitar el uso perjudicial de tecnologías digitales y cibernéticas, y para facilitar los flujos transfronterizos de tecnologías beneficiosas (para la salud, la educación y otros sectores) que corren el riesgo de ser bloqueados por cuestiones de seguridad nacional.
Finalmente tenemos el desafío mundial del cambio climático. Si las tecnologías y el financiamiento necesarios no pueden circular libres de trabas y fricciones, el mundo no tiene posibilidad de limitar el calentamiento global a 1,5° Celsius por encima de los niveles preindustriales. En este caso el éxito también dependerá de que EE. UU. y China puedan trabajar juntos.
Con tantos desafíos comunes podríamos esperar que las potencias líderes en el mundo buscaran un equilibrio —difícil, pero razonable— entre la competencia y la cooperación estratégicas. Después de todo, tanto China como EE. UU. se beneficiarían si reconocen que tienen imperiosos intereses comunes y no solo inevitables desacuerdos.
Pero, en gran medida, esto no ocurrió. Aunque los presidentes de EE. UU., Joe Biden, y China, Xi Jinping, acordaron recientemente la creación de un espacio de cooperación para el cambio climático y la transición energética, EE. UU. redobló de todas formas la competencia estratégica, justificándola por cuestiones de seguridad nacional. Aún falta un largo trecho para que podamos disfrutar el libre flujo de la tecnología necesaria para reducir las emisiones mundiales netas a cero para mediados de siglo.
Peor aún es que ambos bandos están endureciendo sus posturas y sus gobiernos se están empantanando en la certeza —cómoda, pero improductiva— de ser los dueños de la razón en términos morales. En EE. UU. ya no suponen que el sistema chino de gobernanza fracasará o mutará hacia algún tipo de capitalismo democrático. Los responsables de las políticas en los dos partidos principales creen ahora que el surgimiento de China se debe a su constante negativa a seguir las reglas.
De lado chino se percibe a la estrategia estadounidense como un esfuerzo para impedir, o incluso revertir, el progreso económico y tecnológico chino. La polarización partidaria y las divisiones sociales estadounidenses se muestran como evidencia de un sistema político y económico que está fallando.
Mientras tanto, la economía mundial sigue experimentando al menos cuatro grandes transformaciones estructurales: la revolución digital multidimensional; la búsqueda de energías limpias y sostenibilidad ambiental; grandes avances en las ciencias biomédicas y la biología; y el auge de Asia. Esas cuatro situaciones presentan grandes oportunidades para mejorar el bienestar en el mundo en muchas dimensiones diferentes, pero también implicarán transiciones disruptivas que requerirán importantes adaptaciones de las instituciones y los marcos mundiales.
Ante esas circunstancias realmente no podemos darnos el lujo de centrarnos exclusivamente en la competencia, ni iniciar disputas para lograr beneficios políticos a escala nacional. Los riesgos para la salud y la prosperidad mundiales son demasiado altos. Para escapar de la peligrosa senda de la competencia sin cooperación será necesario un liderazgo continuo en ambos bandos y en todos los sectores de la sociedad. No hay garantía de éxito, pero tampoco hay alternativa a intentarlo.
Te puede interesar: