LONDRES – Margaret Atwood, en su novela distópica del año Oryx and Crake, describe una píldora llamada ‘BlyssPluss’ que hará felices a todos y eliminará las enfermedades. Pero el uso generalizado de esta píldora puede afectar las ganancias de la industria farmacéutica, por lo que las compañías pagan a HelthWyzer, un desarrollador de medicamentos, para que enferme a los usuarios insertando un virus dentro de las píldoras. De esta forma, HelthWyzer puede duplicar sus ganancias vendiendo el antídoto. “Las mejores enfermedades, desde un punto de vista empresarial”, explica el científico Crake, “serían aquellas que causan enfermedades persistentes. Lo ideal (es decir, lo ideal para maximizar las ganancias) es que el paciente se recupere o muera justo antes de que se le acabe todo su dinero. Esto debe calcularse con precisión”.
La enfermedad “ideal” de Crake, por lo tanto, es aquella que estimula la producción y venta de antídotos. Una consecuencia lamentable de este astuto plan de negocios es que la mayoría de la población mundial muere.
El pensamiento provocador que incluye este punto es querer, deliberadamente, que ocurra lo malo con el propósito de que se produzca lo bueno. Esto se asemeja a la idea del célebre economista del desarrollo Albert O. Hirschman sobre lo que él denominó como las crisis “óptimas”; es decir, crisis que son lo suficientemente profundas como para desencadenar el progreso, pero no tan profundas como para aniquilar los medios para lograrlo. El propio Hirschman respaldaba proyectos que consideraba que probablemente irían a fracasar, con el fin de crear “puntos de presión” para la mejora.
Todo esto nos lleva a preguntarnos sobre el significado de los eventos extremos que muchos predicen que se producirán en el próximo siglo como resultado del cambio climático y, por supuesto, sobre cuál es el sentido que tienen las más tradicionales plagas y hambrunas que probablemente nos afligirán.
Esta especulación tiene orígenes tanto teológicos como prosaicos: ¿Por qué, si Dios es omnipotente y perfectamente bueno, creó un mundo con sufrimiento y maldad? Una respuesta, según Stephen Davies en su libro del año 2019 TheStreet-Wise Guide to the Devil and His Works, es que se coloca a Satanás en la creación de Dios “para poner a prueba y examinar la fe y la virtud […] de la humanidad”. La otra respuesta es que “el mal es necesario para perfeccionar el bien”. El Diablo es, por tanto, un “poder hostil que hace surgir y posibilita un tipo de bien más fuerte y más pleno”.
El papel de Satanás en la teodicea cristiana es, por tanto, el de provocar acontecimientos malos con el propósito de provocar una respuesta necesaria. El Diablo desempeña este papel tanto en el poema El paraíso perdido de Milton, como en el drama lírico Prometeo liberado de Shelley. El economista Joseph Schumpeter expresó la misma idea con su teoría sobre que las economías progresan mediante la “destrucción creativa”.
Sin embargo, la máxima expresión de esta idea está en el Fausto de Goethe. En la escena de apertura titulada “Prólogo en el cielo”, Dios explica su problema al demonio Mefistófeles. La humanidad, hecha a imagen de Dios, tiene el potencial de progreso, pero es por naturaleza perezosa e indiferente: “Es muy fácil para los hombres derrumbarse y al poco después no querer hacer nada en absoluto”. Dios envía a Mefistófeles para despertarlos de su complacencia, como la fuerza que “hará eternamente el mal, y sin embargo creará el bien”.
Entonces, ¿serán los eventos climáticos extremos que probablemente sobrevendrán el punto que nos lleve al mencionado despertar? Al fin y al cabo, honestamente hoy en día pocos creen que el mundo cumplirá los objetivos establecidos en la reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) o, incluso si lo hace, hay dudas acerca de que limitaremos el calentamiento global general a 1,5º Celsius por encima de los niveles preindustriales.
En su reciente libro Decarbonomics & the Post-Pandemic World, el economista Charles Dumas proyecta una secuencia de eventos extremos asociados con el aumento de las temperaturas. El primer escenario que Dumas describe, tiene como condición la estabilización del calentamiento global en 1,5º C hasta el año 2025. En ese escenario podemos esperar una desertificación más rápida en América del Norte y África, la desaceleración o cese de la Corriente del Golfo hasta el año 2100, la desaparición de los glaciares de las montaña y la desaparición de partes del Ártico, pérdidas de selvas tropicales y huracanes sin precedentes en el Atlántico Sur, y el sumergimiento de islas.
En un segundo escenario, se considera un aumento de la temperatura global que supere los 1,5ºC. Como resultado, el desierto de Gobi se expande, los mariscos desaparecen, y el Mediterráneo se torna en árido, y se suscitan incendios forestales que arrasan de manera continua. Además, a mediados del siglo XXI, Miami, el centro de Londres, gran parte de Manhattan, Shanghái, Mumbai y Bangkok están bajo agua, estallan guerras por el control del recién liquidificado Ártico, el deshielo andino seca al Perú y muchas especies mueren.
El tercer escenario de Dumas es aún más extremo. Gran parte del sur de África y la cuenca del Amazonas se convierten en desiertos, el norte de la India y Pakistán son golpeados por un deshielo del Himalaya, y las tormentas arrasan constantemente. El aumento del nivel del mar ahoga a Nueva York, Londres, los Países Bajos y a ciudades de Australia, y las enfermedades tropicales mucho más peligrosas que el COVID-19 se propagan rápidamente. Dumas no hace más proyecciones, porque, en su opinión, el daño causado en los tres primeros escenarios “hará que sea altamente probable que se acepten, y que se tomen, medidas drásticas”.
Tales acontecimientos catastróficos no necesitan ser un juicio divino para que sirvan como necesarias llamadas de atención que nos despierten. Mientras que los pensadores de la Ilustración tenían fe en el progreso lineal de la mente humana, el logro de estados superiores de pensamiento y comportamiento puede depender, en parte, de acontecimientos extremos. La historia ofrece abundante apoyo a este punto de vista: la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, fue una condición previa necesaria para el establecimiento de la Unión Europea.
Pero esto está muy lejos de decir que deberíamos querer deliberadamente el mal para lograr el bien, como las compañías farmacéuticas pensaban que estaban haciendo en la novela de Atwood. Sólo para dar una razón por la cual no se debería buscar el mal: es imposible calibrar lo que se constituirían como crisis “óptimas”.
Además, hoy estamos menos dispuestos a estar de acuerdo con Robespierre sobre que el terror se justifica si conduce a la virtud, porque la teoría del “precio necesario” del progreso entró en conflicto con las atrocidades del estalinismo y el hitlerismo. “Nos encontramos con situaciones”, escribió el filósofo alemán Karl Jaspers en el año 1948, “en las que no teníamos ninguna gana de leer a Goethe, sino que recurríamos a Shakespeare, Esquilo o la Biblia, si es que todavía podíamos leer”.
Sin embargo, Fausto sigue siendo el elefante de la habitación, el invitado inesperado de la modernidad.
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