CHICAGO – Otrora elogiadas por su papel central en la Primavera Árabe, ahora las plataformas de redes sociales tienen la culpa de cualquier cosa que no agrade a los medios tradicionales (desde el referendo por el Brexit y la elección de Donald Trump hasta la polarización política en general). Un creciente desencanto de las redes sociales ha intensificado las demandas de que se las regule. La presión ya es tan grande que Facebook, temerosa de posibles controles estatales, ha intentado ponerse a la cabeza de los intentos regulatorios, y publicita con énfasis su apoyo a esas políticas.
Pero, ¿qué tipo de regulación necesitamos? Para responder esta pregunta, primero hay que comprender la naturaleza transformadora de las redes sociales, que puede compararse a la de la imprenta en la Europa del siglo XV.
Antes de la imprenta, los libros eran demasiado caros, y su producción dependía del subsidio de la Iglesia Católica, que así tenía el monopolio del conocimiento. Pero la llegada de la imprenta puso los libros al alcance de la clase mercantil. Y como sus integrantes en general no dominaban el latín, aumentó la demanda de biblias impresas en el idioma vernáculo.
De modo que la imprenta cambió no sólo el idioma de los libros, sino también el estilo y el tenor del debate. Aunque las discusiones escolásticas de la Edad Media eran intensas, siempre habían sido educadas y de tono elevado. Pero la imprenta trajo consigo la Reforma, caracterizada por debates teológicos injuriosos y teatrales. Entonces, como ahora, todos comprendieron que un combate intelectual intensamente emocional era favorable a las ventas.
La reacción del establishment católico a esta nueva era fue multifacética, pero hay tres decisiones que son dignas de destacar: la recentralización del poder en manos del papa; la creación del Index de libros prohibidos; y la intensificación del papel de la Inquisición como protectora de las almas católicas contra los predicadores del «falso conocimiento». Ver la nómina de libros que prohibió la Iglesia Católica es una experiencia vergonzante: el Index incluyó muchas de las obras más importantes de la cultura occidental, de Maquiavelo y René Descartes a Galileo Galilei e Immanuel Kant.
La imprenta desarmó un monopolio; las redes sociales, en cambio, invadieron un estrecho oligopolio. Antes de las redes sociales, cualquiera era libre de expresarse, pero no todos tenían derecho a un megáfono. La impresión de textos era relativamente barata, pero su distribución no (y transmitirlos por radio y televisión, cuando estaba permitido, era todavía más caro).
De allí que el acceso a megáfonos estuviera limitado a quienes expresaran ideas que los publicistas consideraran aceptables. Y para administrar el estrecho oligopolio apareció una nueva clase periodística, con capacidad para elegir los temas que se discutían, los libros que se leían y la música que se escuchaba. Y también para preseleccionar candidatos presidenciales, ayudar a dar vuelta elecciones e incluso asesorar a gobiernos. Los periodistas de élite se convirtieron en los sacerdotes del nuevo orden.
Cuando las redes sociales irrumpieron en este clan cartelizado, la reacción automática del poder establecido (lo mismo que en el siglo XVI) fue tratar de recuperar el control de la información. El proceso general es el mismo: se prohíbe hablar de ciertos temas en Facebook y otras plataformas, se excomulga a determinados usuarios. Pero la historia debería habernos enseñado que esta estrategia no funciona. El martirio es la mejor forma de publicidad; la «cancelación» puede ser el punto de partida de triunfos aún mayores.
Para regular con eficacia las redes sociales, hay que concentrarse en separar los efectos de la tecnología (que ya son irreversibles) de los efectos de un modelo de negocios particular, que la regulación puede cambiar. El problema no es que la gente pueda publicar en Internet ideas absurdas; mientras no haya delito, las personas deben ser libres de expresarse. El problema, más bien, es la combinación de las redes sociales con un modelo de negocios que maximiza las ganancias promoviendo las ideas más absurdas e incendiarias.
Un modelo que se facilita por la inmunidad que tienen las plataformas de redes sociales contra consecuencias legales o reputacionales. A los diarios se los suele considerar responsables por lo que imprimen (en términos legales y de reputación). Pero la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones (1996) de los Estados Unidos ha permitido a las empresas de redes sociales eludir cualquier responsabilidad legal por lo que aparece en sus plataformas. Y cuando se las critica por promover contenidos absurdos, siempre echan la culpa a los algoritmos (aun cuando son ellas las que los diseñaron para maximizar el tiempo que pasan los usuarios en la plataforma).
Las plataformas de redes sociales ejercen dos funciones: operan redes que conectan a miles de millones de personas, y deciden qué contenidos ven. Los diarios cumplieron por siglos un papel editorial parecido, pero en un entorno de intensa competencia, algo que no puede decirse del entorno actual de las redes sociales. Facebook posee alrededor del 72% del mercado de las redes sociales en Estados Unidos, de modo que en la práctica es un monopolio, con todas las consecuencias negativas que eso supone.
Es aquí donde puede ser útil la regulación: para separar la «red» de lo «social». En muchos países, la red de distribución de electricidad (un monopolio natural) está separada de la producción de electricidad. Del mismo modo, hay que separar la infraestructura de interrelación provista por las redes sociales y el papel editorial. La primera actividad es un monopolio natural en virtud de las externalidades de red; para la función editorial, en cambio, es adecuada la competencia. En particular, es importante que la empresa que gestione la red virtual esté excluida del negocio editorial, ya que de lo contrario podrá eliminar cualquier competencia subsidiando una actividad con la otra (exactamente el sistema que tenemos hoy).
¿De dónde saldrán las ganancias de estos dos ámbitos separados? El ámbito competitivo ofrece muchas opciones: las empresas pueden hacer publicidad, vender datos o cobrar a los clientes por el contenido o por el privilegio de no recibir anuncios o de que sus datos no estén puestos a la venta. La red virtual (lo mismo que cualquier monopolio natural) debería cobrar un precio regulado por el acceso a la infraestructura.
Para hacer estos cambios no hay que recurrir a los tribunales o a la reglamentación tecnocrática, sino a la legislación. En una sociedad democrática, tomar decisiones políticas fundamentales que afectan el flujo de la información es tarea de representantes electos. Y no soy optimista respecto de que pronto veamos una ley de esta naturaleza en Estados Unidos: legisladores que dependen de las redes sociales para obtener la reelección no van a morder la mano que los alimenta. Pero no nos engañemos: no hay otra solución. Todo lo demás es un paliativo o, peor, un modo de fortalecer el monopolio actual.