NUEVA YORK – El fracaso de Ucrania a la hora de conseguir una invitación para unirse a la OTAN durante la cumbre anual de la alianza en Vilna (Lituania) ha decepcionado a muchos, incluido el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky. Pero aunque la declaración final de la cumbre no ofreció un calendario definitivo para la adhesión ucraniana, sí demostró un grado de unidad y previsión estratégica que habría sido imposible si Donald Trump siguiera siendo presidente de Estados Unidos.
Sin duda, la promesa de los líderes de la OTAN de cursar una invitación oficial a Ucrania “cuando los Aliados estén de acuerdo y se cumplan las condiciones” fue algo nebulosa, y Zelensky, enfadado por la ambigüedad, criticó la postura occidental como “sin precedentes y absurda”. Pero el Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tenía razón al sugerir que la guerra debe terminar antes de que se permita la adhesión de Ucrania.
El hecho es que la OTAN es una alianza de defensa. Por definición, si un miembro está en guerra, todos los miembros lo están. Dados los riesgos de una guerra OTAN-Rusia, entre los que destaca la amenaza de una escalada nuclear, la cautela de Biden y de la OTAN resulta tranquilizadora.
Aun así, el conflicto actual subraya la necesidad de reevaluar la estrategia de Occidente en Ucrania. La crisis de los misiles cubanos de 1962 (sobre la que ya he escrito en otro lugar) demostró que la planificación estratégica es tan crucial como la potencia de fuego en tiempos de guerra. El éxito del entonces presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, fue el resultado de un intenso trabajo de estrategia en el que participaron algunas de las mentes más brillantes de Estados Unidos, como el economista Thomas Schelling, que ganó el Premio Nobel en 2005 por su trabajo sobre la teoría de juegos.
Desgraciadamente, el debate sobre la guerra de Ucrania a menudo no capta las complejidades estratégicas del conflicto. Mientras que los ucranianos podrían ganar una guerra convencional, como han predicho algunos comentaristas occidentales, a menudo se resta importancia al riesgo de que el presidente ruso Vladimir Putin ponga en uso su enorme arsenal nuclear.
Por supuesto, lanzar un ataque nuclear provocaría una guerra con la OTAN. Pero si Putin se siente acorralado, podría decidir que eso es preferible a las desastrosas consecuencias personales que probablemente seguirían a una derrota militar en Ucrania. En la medida en que la derrota supone una amenaza existencial para Putin, se hace evidente que la victoria de Ucrania en una guerra convencional puede no ser un final de partida factible. Antes de que eso ocurra, Putin ejercería la única opción que tiene: la nuclear. Por lo tanto, la clave para derrotar a Putin no está en el campo de batalla, sino en capacitar a los rusos para derrocarlo. Pero para ello, los medios de comunicación de los países democráticos deben distinguir primero entre la población rusa y el Kremlin.
Según un reciente informe del Royal United Services Institute del Reino Unido, la desastrosa invasión de Ucrania fue idea de destacados miembros del círculo íntimo de Putin, entre ellos el ministro de Defensa, Sergei Shoigu, y Valery Gerasimov, jefe del Estado Mayor. Como señala Amy Knight, citando una encuesta independiente del sitio de noticias ruso Meduza, la mayoría de los rusos quieren que la guerra termine. Los diplomáticos occidentales deberían insistir en que el público ruso no tiene la culpa de la guerra, y los medios de comunicación deberían considerar formas de ayudar a los rusos a entender que la caída de Putin no significa necesariamente su propia caída.
Como los autócratas reprimen la disidencia, suelen parecer más populares de lo que son. El emperador etíope Haile Selassie es un buen ejemplo. Durante sus cuatro décadas de gobierno, Selassie estuvo rodeado de leales y era aparentemente inmensamente popular. Pero como el periodista polaco Ryszard Kapuscinski documentó brillantemente en su libro de 1978 sobre la caída de Selassie, la lealtad de sus cortesanos cambió rápidamente después de que una hambruna y una inflación galopante desencadenaran una oleada de protestas públicas que debilitaron su régimen. El “emperador de emperadores” fue finalmente derrocado en un golpe militar en 1974.
Del mismo modo, el pueblo ruso podría alzarse contra el pequeño grupo de élites que lo ha oprimido, arrastrado a una guerra no deseada y destruido su economía. Un movimiento político de este tipo requeriría sin duda una planificación estratégica, pero sólo la caída de Putin puede liberar a Ucrania y Rusia de los grilletes del autoritarismo sin arriesgarse a una guerra nuclear.
Sin duda, el gobierno de Putin parece relativamente estable, dado que ni siquiera la rebelión del líder del Grupo Wagner, Yevgeny Prigozhin -el mayor desafío a su régimen hasta la fecha- pretendía derrocarle. Pero un viejo chiste de la época soviética ilustra el efecto distorsionador de la realidad del autoritarismo. José Stalin visita una escuela de Moscú y pregunta a un alumno: “¿Quién mató a César?”. El niño rompe a llorar inmediatamente y exclama: “Lo juro, yo no lo hice”. Stalin sale furioso del aula y exige explicaciones al profesor. El tembloroso educador defiende al alumno y le dice al dictador soviético: “Le conozco desde hace mucho tiempo y puedo asegurarle que no mató a César”.
Indignado, Stalin convoca al director de la escuela, que promete investigar el asunto y vuelve al día siguiente, confirmando la inocencia del chico. Stalin llama entonces al jefe del NKVD y expresa su furia por el incidente, exigiendo una investigación completa. El jefe de la policía secreta le asegura que llegará al fondo del asunto y, de hecho, le informa en un plazo de dos días. “El asunto está resuelto”, asegura a Stalin. “El chico ha confesado”.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/winning-in-ukraine-without-triggering-nuclear-war-by-kaushik-basu-2023-07
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