SANTIAGO – El 11 de septiembre de 1973, las fuerzas armadas de Chile dieron un golpe de estado para deponer a Salvador Allende, médico socialista que había sido elegido presidente en septiembre de 1970. El palacio presidencial, La Moneda, fue bombardeado por cazas británicos Hawker Hunter y asaltado por tanques y tropas de infantería. En su interior, unas 60 personas, encabezadas por Allende, resistieron el ataque durante varias horas.
El motín, dirigido por el general del ejército Augusto Pinochet, marcó el inicio de una dictadura militar de 16 años. El régimen cometió violaciones sistemáticas de los derechos humanos y sometió a los chilenos a un experimento radical de economía de mercado, llevado a cabo por un grupo de seguidores de Milton Friedman conocidos como los “Chicago Boys”. La dictadura terminó finalmente en marzo de 1990 con la toma de posesión de un presidente elegido democráticamente, Patricio Aylwin.
Medio siglo después, los chilenos siguen intentando comprender los trágicos acontecimientos que destrozaron tantas vidas. Muchos esperaban que el 50 aniversario del golpe fuera un momento para la reconciliación, que viejos enemigos y adversarios se reunieran por fin para condenar la suspensión del régimen democrático y los abusos generalizados que siguieron. Seguro que los políticos de ambos bandos proclamarían con vehemencia que la nación “nunca más” debía permitirse quedar tan traumatizada.
En cambio, lejos de traer la reconciliación, la conmemoración del golpe ha reavivado viejas divisiones y recriminaciones, con la izquierda y la derecha señalándose mutuamente con el dedo. Desde la izquierda, el Partido Comunista ha destacado el papel de Estados Unidos y ha censurado a los especuladores y estraperlistas que desestabilizaron el gobierno de Allende. En respuesta, los políticos de centro y centro derecha señalan que fue el propio gobierno de Allende el que arruinó la economía con una inflación galopante, escasez, racionamiento y hundimiento de los salarios reales.
Como dijo en una entrevista reciente la hija menor de Allende, Isabel, hoy senadora chilena: “Nunca habrá una verdad oficial… Pero no entiendo por qué no podemos decir ‘nunca más quebraremos nuestra democracia’…”.
ANATOMÍA DE UN GOLPE DE ESTADO
En las primeras horas del día del golpe, Allende se enteró por un ayudante de que la marina había tomado el control de los principales puertos de Chile. Temiendo lo peor, y acompañado de un puñado de guardaespaldas y de su médico personal, Danilo Bartulín, el presidente corrió al palacio presidencial. Al principio pensó que la marina actuaba por su cuenta y que el ejército, dirigido por el recién nombrado comandante en jefe, Pinochet, defendería al gobierno constitucional. Al llegar al centro, se tranquilizó al ver que la gendarmería, los famosos Carabineros, defendían el palacio.
A medida que los miembros del gabinete y otras personas iban llegando al palacio, el presidente intentó ponerse en contacto con Pinochet. Al no conseguirlo, temió que los insurgentes hubieran hecho prisionero al comandante en jefe. Mientras tanto, el ministro de Defensa, Orlando Letelier, un abogado que sería asesinado por agentes de la junta de Pinochet tres años más tarde en Washington, fue detenido por los golpistas.
A las 8:20 de la mañana, quedó claro que Pinochet había traicionado al presidente y estaba liderando el golpe. De repente, los Carabineros cambiaron de bando y se unieron a los insurgentes, y los tanques ligeros Mowag que custodiaban el palacio dieron un giro de 180 grados y abandonaron la Plaza de la Constitución. El gobierno quedó aislado y acorralado. El presidente y 60 de sus partidarios, entre guardaespaldas, algunos miembros del gabinete y personal médico, estaban solos. Allende se puso un casco y se desplazó de una habitación a otra, empuñando un AK-47 que Fidel Castro le había regalado por su cumpleaños.
A las 9.15 horas, el vicealmirante Patricio Carvajal, uno de los cabecillas del putsch, llamó al presidente y le dijo que si no dimitía, aviones de combate bombardearían el palacio. Allende se negó a rendirse, y a las 9:37 AM pronunció su último discurso por radio, que se conocería como el “Discurso de las Grandes Avenidas”. Hacia el final, dijo: “Trabajadores de mi patria, tengo fe en Chile y en su destino. Otros superarán este momento gris y amargo en que la traición pretende imponerse. Sepan que, tarde o temprano, se abrirán de nuevo las grandes alamedas, por donde pasará el hombre libre, para construir una sociedad mejor.”
A mediodía, dos jets Hawker Hunter bombardearon el palacio, que ya estaba siendo bombardeado por tanques. Un feroz incendio envolvió el edificio y algunas de las paredes comenzaron a derrumbarse. En una entrevista posterior para el documental Más fuerte que el fuego, Bartulín, que estuvo con Allende hasta el final, mira directamente a la cámara. Su pelo negro está peinado hacia atrás, su espeso bigote negro es imponente y hay una tristeza palpable en sus ojos. Habla despacio, modulando cuidadosamente sus palabras y utilizando frases cortas:
“El Palacio Presidencial estaba ardiendo. Respirar era muy difícil debido al humo y a los gases lacrimógenos. Prácticamente ya no quedaban posiciones defensivas desde las que disparar. La situación era decisiva. Allende me dijo: ‘Tú has sido mi mejor y más leal amigo. Si me hieren, fusílame’. Yo le dije: ‘Señor Presidente, usted es el último aquí que debe morir'”.
Bartulín no militaba en ningún partido político, pero era un hombre firme y decidido de izquierdas. Fue detenido por los militares el 12 de septiembre, antes de ser trasladado al estadio nacional, donde estaban recluidos miles de presos políticos, y después al campo de concentración de Chacabuco, donde supervisó la clínica que atendía a 850 presos. Fue liberado al cabo de un año, pero no pudo encontrar trabajo. Pidió asilo en Venezuela, luego se trasladó a México y Cuba, antes de establecerse en Madrid. No volvería a Chile hasta 1989, cuando su nombre fue retirado de “la lista” de los que tenían prohibida de hecho la entrada en su patria.
Bartulín aparece en la foto más famosa del 11 de septiembre de 1973. Está en La Moneda, a la izquierda del presidente que empuña un AK-47 y lleva un casco proporcionado por el capitán José Muñoz de Carabineros. Allende mira hacia arriba, posiblemente hacia los francotiradores, con el ceño fruncido a la altura de la gravedad de las circunstancias.
A la izquierda de ambos médicos, ligeramente adelantado, vemos a Luis Rodríguez, de la Guardia Presidencial, empuñando un subfusil. Joven y apuesto, vestido con traje y corbata, tiene una expresión de miedo, ira o ambas cosas. Dos días después, Rodríguez y otros 25 defensores del palacio serán ejecutados sin juicio y sus restos arrojados al océano Pacífico desde helicópteros de la fuerza aérea. Rodríguez es uno de los casi 1.500 “desaparecidos” cuyos cuerpos nunca se recuperaron.
Después de que los cohetes Hawker Hunter alcanzaran el palacio, el presidente se dio cuenta de que todo estaba perdido. Reunió a los que habían permanecido a su lado y les dijo que se marcharan, formando una fila con las mujeres primero, seguidas de los hombres. Pidió a uno de los guardaespaldas que utilizara una bata de médico como bandera blanca y que dirigiera al grupo hacia la entrada del lado este del edificio, en la calle Morandé. Cuando el último hombre llegó a las escaleras que conducían a la entrada lateral, Allende se sentó en un sofá y, a las 14.34 horas, apuntó el AK-47 contra sí mismo.
Minutos después, la Junta dictó la Orden Militar nº 10, exigiendo que un grupo de unos 50 dirigentes de la coalición izquierdista Unidad Popular se presentara en el Ministerio de Defensa. Muchos cumplieron, pensando que sería una mera formalidad, o que podrían ser detenidos sólo unos días antes de volver a la vida civil. En lugar de ello, fueron encarcelados, torturados y exiliados.
LO QUE SABÍA EL PRESIDENTE Y CUÁNDO LO SUPO
Es bien sabido que la administración del presidente estadounidense Richard Nixon no acogió con satisfacción la elección de Allende en 1970. Como el entonces Consejero de Seguridad Nacional Henry Kissinger relató más tarde en sus memorias: “La elección de Allende era un desafío a nuestros intereses nacionales… Estábamos persuadidos de que pronto estaría… haciendo causa común con Cuba, y tarde o temprano estableciendo estrechas relaciones con la Unión Soviética”.
A finales del mes pasado, el gobierno estadounidense desclasificó dos páginas de los libros de informes diarios de Nixon de septiembre de 1973, añadiendo más detalles de la visión desde Washington. El 8 de septiembre, Nixon fue informado de que existía una fuerte posibilidad de un intento de golpe de estado liderado por oficiales de la marina chilena, y que Allende creía que “las fuerzas armadas pedirán su dimisión si no cambia su política económica y política.” Preocupado por un “enfrentamiento armado”, Allende advirtió que “sus partidarios no tienen armas suficientes para prevalecer en tal caso.”
El día del golpe, el informe diario de Nixon abordó de nuevo la situación chilena. El informe, redactado la noche anterior, decía que “[a]unque los oficiales militares están cada vez más decididos… es posible que aún carezcan de un plan efectivamente coordinado que capitalice la amplia oposición civil.” Los autores del informe estaban equivocados. Cuando el informe llegó a la mesa de Nixon, Allende ya estaba sitiado en La Moneda.
La administración Nixon se había opuesto a Allende desde el principio. El 15 de septiembre de 1970, sólo 11 días después de que Allende hubiera ganado una pluralidad en las elecciones presidenciales, Nixon y Kissinger se reunieron con el director de la CIA Richard Helms y el fiscal general John Mitchell, donde se decidió que intentarían impedir la capacidad de Allende para gobernar. Según las notas de Helms, el objetivo era “hacer chillar la economía [chilena]”.
Por su parte, la CIA había contemplado apoyar un golpe dirigido por el general retirado Roberto Viaux. Pero después de entrevistar a decenas de militares retirados y en activo, la agencia llegó a la conclusión de que “un intento de golpe de Viaux llevado a cabo por él solo con las fuerzas a su disposición fracasaría.” Aún así, la agencia proporcionó armas -subfusiles y pistolas- a un grupo que, el 22 de octubre de 1970, intentó secuestrar al general René Schneider, comandante en jefe del ejército chileno. El complot fracasó, pero el general quedó gravemente herido.
Dos días después, el Congreso chileno confirmó la elección de Allende como presidente por 153 votos a favor y 35 en contra. El New York Times publicó la noticia en portada: “El presidente electo y su coalición han prometido nacionalizar las minas y la industria básica de Chile, su sistema bancario y de seguros, y el comercio exterior … y expropiar las tierras agrícolas de propiedad privada …” Al día siguiente, Schneider murió, convirtiéndose en un héroe instantáneo de la izquierda.
El 3 de noviembre de 1970, Allende tomó posesión de su cargo. Seis días después, Kissinger envió un memorándum ultrasecreto a los funcionarios del gobierno estadounidense en el que declaraba que “la postura pública de Estados Unidos será correcta pero fría… Estados Unidos tratará de maximizar las presiones sobre el gobierno de Allende para impedir su consolidación y limitar su capacidad de aplicar políticas contrarias a los intereses de Estados Unidos y del hemisferio.”
Tras la elección de Allende, según muestran documentos desclasificados del gobierno estadounidense, Estados Unidos proporcionó ayuda financiera a los partidos y organizaciones políticas de la oposición chilena. Por ejemplo, un memorándum de la CIA enviado desde Santiago, fechado el 14 de marzo de 1973, informa de que mientras el Partido Demócrata Cristiano utilizaba eficazmente el apoyo financiero estadounidense, el conservador Partido Nacional no estaba muy bien organizado y desperdiciaba la ayuda de la agencia.
Cuando el “Comité Church” del Senado estadounidense investigó las irregularidades de la CIA tras la dimisión de Nixon, descubrió que la agencia había participado en un primer intento de impedir que Allende llegara a la presidencia (el complot Viaux). Sin embargo, tras revisar miles de documentos y cables confidenciales, determinó que no había pruebas que apoyaran la opinión de que la CIA estaba directamente detrás del golpe de Pinochet.
COLAPSO ECONÓMICO
Persisten las dudas sobre el alcance del apoyo de la CIA a Pinochet y sus cómplices. No obstante, el fracaso de la política económica de Allende era evidente y había contribuido al descontento generalizado con el experimento socialista. La economía se hundió rápidamente bajo el gobierno de la Unidad Popular. En agosto de 1973, la producción nacional había descendido bruscamente, la inflación había alcanzado casi el 1.500% (medida como el aumento anualizado de los precios en seis meses), había escasez generalizada y mercados negros, y las reservas de divisas estaban agotadas. Como era de esperar, el deterioro de la situación provocó una fuerte reacción de la clase media.
El programa económico de Allende tenía dos componentes interrelacionados: un programa de “recuperación” a corto plazo y un paquete de reformas revolucionarias destinadas a allanar el camino hacia el socialismo. El primer elemento reflejaba cinco ideas clave. En primer lugar, la estructura monopolística de la economía significaba que existía una amplia capacidad no utilizada en (casi) todos los sectores. En segundo lugar, se suponía que la demanda agregada respondería a un estímulo fiscal y monetario masivo. Tales políticas apoyarían a los hogares de menores ingresos reorientando la producción de bienes de lujo hacia bienes básicos consumidos por la clase trabajadora.
En tercer lugar, el gobierno de Allende creía que la forma más eficaz de hacer frente a las presiones inflacionistas era mediante controles de precios generalizados y estrictos, incluido el control del tipo de cambio, y que la generosidad monetaria no afectaría a la inflación. Por lo tanto, los grandes aumentos del crédito del banco central podían utilizarse para financiar las reformas económicas.
En cuarto lugar, se suponía que la mayoría de las empresas ya disponían de un “colchón de liquidez” constituido por los beneficios monopolísticos, que les permitiría absorber un aumento sustancial de los salarios mientras los precios estuvieran fijos o controlados. Y, por último, el gobierno pensaba que las amplias reservas de divisas de Chile -acumuladas durante la administración anterior- le permitirían mantener un tipo de cambio fijo sin generar una crisis de balanza de pagos.
El segundo componente, más revolucionario, de la estrategia económica de Allende fue nacionalizar las minas de cobre de Chile y otros recursos minerales (mineral de hierro, carbón, nitrato), así como sus bancos, grandes empresas comerciales, aseguradoras y varias grandes empresas manufactureras con poder monopolístico. Se expropiaron millones de hectáreas de tierras de cultivo y se transformaron en cooperativas o explotaciones estatales.
Según el plan original, estas políticas crearían un círculo virtuoso. Las industrias nacionalizadas aumentarían la producción a un ritmo rápido, generando un gran superávit que ayudaría a financiar la inversión en otros sectores, incluida la vivienda para los pobres. Las nuevas minas de cobre nacionalizadas proporcionarían importantes fondos para financiar programas sociales. La reforma agraria daría lugar a una rápida expansión de la producción de alimentos. Los controles de precios y de cambios mantendrían a raya la inflación, y el aumento de los salarios elevaría los ingresos de los pobres. Y las amplias reservas internacionales financiarían las importaciones de alimentos y artículos de primera necesidad.
Allende y sus asesores creían, además, que el éxito económico generaría un mayor apoyo al gobierno. La izquierda hablaba a menudo de mejorar la “correlación de fuerzas”, lo que le permitiría avanzar más en su programa revolucionario e impulsar una rápida transición al socialismo.
Nada de eso ocurrió. La inversión se agotó, provocando trastornos masivos en la producción, porque el gobierno permitió la toma indiscriminada de fábricas por sus trabajadores. En lugar del círculo virtuoso imaginado, hubo escasez de suministros, mercados negros, inflación galopante y salarios reales a la baja.
Mientras tanto, la falta de divisas dificultaba la importación de piezas de repuesto, insumos intermedios y maquinaria. En lugar de generar excedentes, las fábricas expropiadas sufrieron grandes pérdidas, que fueron monetizadas por el banco central. El gobierno respondió a la inflación resultante ordenando nuevos aumentos salariales, lo que provocó pérdidas aún mayores y una espiral de precios. A mediados de 1973, la inflación oficial anualizada había superado el 1.000%.
En lugar de atajar el desequilibrio de raíz, el gobierno reforzó los controles de precios, lo que provocó aún más escasez. El círculo vicioso se intensificó, al igual que el descontento popular. Unos años más tarde, Clodomiro Almeyda, ministro de Asuntos Exteriores de Allende y uno de los intelectuales marxistas más destacados del país, revisó el colapso económico:
“Hay quienes creen que los factores externos fueron los responsables últimos de la frustración de la experiencia revolucionaria chilena. Se hace especial hincapié en la importancia del bloqueo financiero norteamericano, la asistencia económica y técnica proporcionada por la CIA a los adversarios de la Unidad Popular, y la influencia e infiltración norteamericanas en las Fuerzas Armadas chilenas. Estos factores inclinaron la balanza de poder a favor del golpe contrarrevolucionario. En el caso chileno, como en la mayoría de los casos, las acciones externas destinadas a promover la subversión actuaron sobre los factores desestabilizadores internos preexistentes, profundizando y extendiendo sus efectos negativos, favoreciendo así el éxito del golpe de Estado. Así, el bloqueo financiero norteamericano y las trabas al comercio chileno-norteamericano agravaron la crisis de la balanza de pagos y acentuaron ciertos problemas de abastecimiento, pero no puede decirse que los causaran u originaran.”
LOS CHICOS DE CHICAGO
El 21 de marzo de 1975, Friedman, el economista más famoso del mundo en aquel momento (recibiría el premio Nobel de Economía al año siguiente), se reunió durante una hora con Pinochet en Santiago. Habían pasado 18 meses desde el golpe y las perspectivas económicas de Chile seguían siendo nefastas. Aunque la inflación había descendido desde su pico del 1.500%, se había estancado en una tasa anualizada del 400%. La producción seguía siendo lenta, el desempleo muy alto y la productividad muy baja.
Durante la reunión, Friedman dijo a Pinochet que la única forma de erradicar la inflación y reactivar la economía era aplicar un “tratamiento de choque”: un recorte presupuestario general del 25%. Advirtió al general de que esa política supondría importantes costes a corto plazo en forma de elevado desempleo. Pero anticipó que “el periodo de graves dificultades transitorias sería breve -medido en meses- y que la recuperación posterior sería rápida”. Para apoyar sus argumentos, Friedman citó a Alemania Occidental y Japón tras la Segunda Guerra Mundial.
La visita de Friedman marcó un punto de inflexión. Hasta entonces, Pinochet estaba indeciso sobre si apoyar la visión de los Chicago Boys de una economía de mercado, o respaldar el modelo de “capitalismo de Estado” que habían defendido los oficiales nacionalistas. Pero Friedman fue tan vehemente y elocuente que Pinochet se convenció de la estrategia de austeridad fiscal extrema unida a reformas orientadas al mercado.
A partir de abril de 1975, y durante los 15 años siguientes, los Chicago Boys tuvieron vía libre para experimentar con la economía chilena. Liberaron los precios y los tipos de interés, redujeron los aranceles de importación, privatizaron cientos de empresas estatales, instituyeron vales escolares, crearon cuentas individuales de pensiones, desregularon las empresas y los bancos y ampliaron los mercados en todas partes. Aplicaron el tratamiento de choque de Friedman para equilibrar el presupuesto y reducir la inflación, reformaron la legislación laboral, redujeron el poder de los sindicatos, atrajeron a inversores extranjeros y reforzaron el Estado de derecho.
Cuando se restableció la democracia en 1990, el país tenía un aspecto muy diferente. En menos de dos décadas, los Chicago Boys habían creado una economía capitalista moderna que, tras algunos tanteos, produjo una mejora sustancial de las condiciones sociales, precios estables y una rápida reducción de la pobreza. Los nuevos dirigentes del país, elegidos democráticamente, tampoco desecharon el modelo de Chicago. Cuatro gobiernos de centro-izquierda profundizaron en las políticas de libre mercado. Aunque ampliaron los programas sociales, el llamado “modelo neoliberal” seguía siendo la base sobre la que descansaba todo lo demás.
A principios de la década de 2000, tras más de un siglo de mediocres resultados, Chile se había convertido en el país más rico de América Latina por un amplio margen, superando al resto de la región en salud, educación, esperanza de vida y otros indicadores de desarrollo humano de las Naciones Unidas. La proporción de la población que vive por debajo del umbral de la pobreza se redujo del 60% a mediados de la década de 1980 a solo el 8% en 2019. En términos de ingresos y otros indicadores económicos, Chile se parece más a un país del sur de Europa que a uno latinoamericano. Muchos hablan, comprensiblemente, de un “milagro chileno”.
Sin embargo, ese milagro tiene sus raíces en un pecado original: una dictadura que persiguió, encarceló, torturó, exilió y asesinó sistemáticamente a sus opositores. El reto para los chilenos hoy y en el futuro es seguir modernizando el modelo económico para garantizar una prosperidad generalizada, manteniendo al mismo tiempo el compromiso más firme posible con los derechos humanos y la democracia.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/onpoint/pinochet-coup-50th-anniversary-by-sebastian-edwards-2023-09
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