MADRID – China atraviesa por un periodo particularmente convulso de su historia. Tan solo unas semanas después del XX Congreso del Partido Comunista de China, en el cual, Xi Jinping reafirmaba su liderazgo al frente del Partido, las principales ciudades del gigante asiático eran testigo de unas insólitas protestas contra la política de ‘cero-Covid’ del propio presidente Xi Jinping.
Como resultado de las protestas, las autoridades chinas han protagonizado un cambio radical en sus políticas contra la COVID-19 al levantar las restricciones impuestas como resultado de la pandemia. Aunque las estadísticas oficiales no siempre ofrecen una imagen del todo fidedigna de lo que sucede dentro del país asiático, nadie cuestiona el hecho de que se avecina un periodo de serias complicaciones en lo que respecta a la contención del virus en China.
La política interna China probablemente dominará los titulares de las noticias en los próximos meses, pero ello no debería eclipsar el principal problema al que se enfrenta la gobernanza global; evitar una confrontación entre EE. UU. y China. Durante la reunión del G20 del pasado mes de noviembre, la isla indonesia de Bali – donde coexisten pacíficamente las culturas hinduista, budista, confuciana, taoísta y cristiana – ofreció un marco estimulante para el encuentro entre los presidentes de Estados Unidos. y China, Joe Biden y Xi Jinping.
El mundo respiraba con alivio ante los resultados de esa reunión. Ambos presidentes se mostraron dispuestos a reconducir su relación bilateral y han reabierto los canales de diálogo, incluido el relativo a un tema tan decisivo y urgente como el cambio climático. Por su parte, Joe Biden ha asegurado que Estados Unidos no busca una nueva guerra fría, ni contener a China, ni organizar alianzas contra ella, ni cortar su desarrollo económico, ni la desconexión económica, y mantendrá la política de “una sola China”.
Xi Jinping reiteró las conocidas posiciones chinas. China no quiere imponer su sistema político fuera de sus fronteras. Es decir, China no concibe la relación chino-estadounidense bajo el prisma de un conflicto de ideologías y pidió un cese de la guerra económica y tecnológica.
Mientras que algunos sectores importantes de la política americana apoyan un ‘decoupling’ económico con respecto a China, esta visión no es compartida por los principales aliados de Estados Unidos. El canciller alemán Olaf Scholz dejó claro en su visita a Pequín el mes pasado que, aunque alerta de los riesgos de una excesiva dependencia de China, Alemania no es partidaria de propiciar una desconexión económica. Los demás aliados de EE. UU., empezando por el resto de la Unión Europea, Japón y Corea del Sur, todas grandes potencias comerciales, tampoco quieren cortar su relación económica y tecnológica con China, máxime en el momento de dificultades financieras por el que atraviesan.
Los semiconductores han sido llamados el ‘petróleo’ del siglo XXI. Las medidas recientemente adoptadas por EE. UU. para restringir el acceso de China a la tecnología necesaria para producir chips tendrán sin duda un impacto considerable sobre la economía china y llevarán a mayores tensiones entre ambas potencias.
Los controles a la exportación decretados por Estados Unidos despiertan también viejos temores. Cuando China perdió el tren de la Revolución Industrial fue derrotada durante la Guerra del Opio por Gran Bretaña y sometida al conocido Siglo de Humillación. Tras ese episodio histórico, China aprendió la lección. Dado que el grado de desarrollo tecnológico es un factor básico del poder militar, China considera imperativo para su seguridad nacional estar en la frontera tecnológica, donde los semiconductores juegan un papel central.
Para China, un estatus de potencia tecnológica de segunda clase equivale a pedirle que se exponga a ser de nuevo sometida por países de capacidad tecnológica superior y, por ende, militar. Aunque pueda interpretarse como una competición estratégica natural entre superpotencias, para China se trata de una confrontación abierta. Así lo expresaba también Martin Wolf, quien en su reciente columna llamaba a las restricciones americanas a China en materia de semiconductores “un acto de guerra económica“.
El fulgurante crecimiento económico de China en los últimos cuarenta años no habría sido posible sin la apertura de China a los mercados mundiales, para lo cual, Estados Unidos jugó un papel importante. De algún modo, la integración de China en la Organización Mundial del Comercio restañaba las heridas causadas por el Siglo de Humillación. Contener ahora el ascenso de China por todos los medios podría reabrir heridas históricas y empujar el nacionalismo chino hacia el resentimiento.
En un mundo cada vez más definido por la rivalidad entre Estados Unidos y China, la Unión Europea reclama una mayor autonomía estratégica, la cual tiene importantes implicaciones geopolíticas. En los próximos años, la Unión Europea definirá sus posiciones respecto a China de manera más clara, pero ello no debe comprometer el papel que debe jugar Europa como moderador en las tensiones chino-estadounidenses.
La cooperación internacional es indispensable para resolver los grandes desafíos a los que se enfrenta la humanidad. Ningún problema global – el cambio climático, la recuperación de la economía global, las pandemias, la proliferación de armas de destrucción masiva – será resuelto sin una mínima confianza estratégica entre las dos grandes potencias. La última reunión del G20 en Indonesia fue escenario de un encuentro – entre los presidentes de China y EE. UU. – de vital importancia para el futuro del siglo XXI. Cuando se trata de averiguar cómo afrontar los retos del siglo XXI, Bali nos ha mostrado el camino.
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