Melbourne-Toda mujer debería tener el derecho legal de interrumpir de manera segura un embarazo que no desee continuar, al menos hasta la etapa más avanzada del embarazo, cuando el feto puede estar lo suficientemente desarrollado como para sentir dolor. Esa ha sido mi firme opinión desde que empecé a reflexionar sobre el tema como estudiante universitario durante la década de 1960.
Ninguna de las exhaustivas lecturas, escritos y debates sobre el tema que he realizado o en los que he participado posteriormente me ha dado razones suficientes para cambiar de opinión.
Sin embargo, me resulta difícil estar en desacuerdo con la línea central de razonamiento de la mayoría en el caso Dobbs V. Jackson Women’s Health Organization, mismo que fue resuelto por la Corte Suprema de Estados Unidos, y que es una decisión que anula Roe V. Wade, el caso emblemático de 1973 que estableció un derecho constitucional al aborto.
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Este razonamiento comienza con el hecho indiscutible de que la Constitución de Estados Unidos no hace ninguna referencia al aborto, y con la afirmación probablemente debatible, pero aun así muy razonable, de que el derecho al aborto tampoco está implícito en ninguna disposición constitucional, incluida la cláusula del debido proceso de la Decimocuarta Enmienda.
El razonamiento que subyace a la decisión del caso Roe con respecto a quitar a los órganos legislativos estatales la potestad de prohibir el aborto estaba claramente asentado sobre terreno inestable. El magistrado Byron White tenía razón: El fallo de la mayoría en Roe, escribió en su opinión disidente sobre dicho caso, fue el “ejercicio de la potestad judicial en bruto”.
La Corte Suprema ejerció ese poder de una manera que otorgaba a las mujeres estadounidenses un derecho legal que deberían tener. Roe evitó a millones de mujeres la angustia de llevar a término y dar a luz a un niño al que no querían llevar a término o dar a luz. Redujo drásticamente el número de muertes y lesiones que se producían en aquella época, cuando no existían medicamentos que indujeran el aborto de manera confiable y segura.
Mujeres desesperadas que no podían obtener que profesionales médicos debidamente capacitados les realizaran un aborto seguro y legal intentaban realizar por sí mismas dicho aborto, o acudían a abortistas clandestinos, lo que conllevaba con demasiada frecuencia consecuencias graves, y a veces hasta fatales.
Sin embargo, nada de eso resuelve la cuestión más amplia: ¿queremos que los tribunales o los órganos legislativos tomen tales decisiones? En este punto estoy de acuerdo con el juez Samuel Alito, quien, en la redacción de su razonamiento a favor de la mayoría en el caso Dobbs, cita de manera aprobativa la opinión del magistrado Antonin Scalia sobre que: “La permisibilidad del aborto, y las limitaciones al mismo, se deben resolver en la forma como se resuelven las cuestiones más importantes en nuestra democracia: mediante resoluciones tomadas por ciudadanos que intentan persuadirse unos a otros y luego votan”.
Existe, por supuesto, cierta ironía en el hecho que la mayoría de la Corte Suprema dijera esto el día después de que abrogó la ley democráticamente promulgada en el Estado de Nueva York que restringía el uso de armas cortas. La Corte argumentaría sin duda que, a diferencia con el aborto, la Constitución de Estados Unidos sí dice explícitamente que “no se violará el derecho de las personas a portar armas”. Pero esa frase tan frecuentemente citada está precedida por el razonamiento que indica que “una milicia bien regulada” es “necesaria para la seguridad de un Estado libre”.
El supuesto derecho de los individuos a portar armas de fuego no tiene absolutamente nada que ver con la seguridad de Estados Unidos, por lo tanto, una aplicación sensata a este caso de la opinión de Scalia sobre cómo se debería resolver la cuestión del aborto habría sido dejar la regulación de las armas en manos de procesos democráticos.
Hay una implicación aún más radical de la opinión que dice que los tribunales no deberían asumir potestades que no están especificadas en la Constitución: La potestad de la Corte Suprema para abrogar legislación no está en la Constitución. No fue sino hasta el año 1803, es decir hasta quince años después de la ratificación de la Constitución, que el Presidente de la Corte Suprema John Marshall, en el caso Marbury V. Madison, afirma unilateralmente que la Corte puede determinar la constitucionalidad de la legislación y de las acciones tomadas por el poder ejecutivo.
Si el ejercicio de la potestad judicial en bruto es un pecado, entonces la arrogación por parte de Marshall en favor de la Corte de la potestad que permite derogar legislaciones es el pecado original de la Corte Suprema. El caso Marbury transformó por completo la Carta de Derechos. Es decir, la Carta de Derechos, que es una declaración de principios que expresa aspiraciones, se convirtió en un documento legal, un papel para el cual la vaguedad de su lenguaje la hace claramente inadecuada.
Sin lugar a dudas, la Corte Suprema de Estados Unidos ha emitido algunas decisiones positivas y progresistas. La decisión Brown V. Board of Education, en la que la Corte dictaminó por unanimidad que la segregación racial en las escuelas públicas violaba la cláusula de igualdad de protección de la Decimocuarta Enmienda, es quizás la decisión más importante entre ellas.
Pero también ha dictado decisiones desastrosas, como su fallo en el famoso caso Dred Scott, que sostenía que nadie de ascendencia africana podía convertirse en ciudadano estadounidense, y que los esclavos que habían vivido en un Estado libre seguirían siendo esclavos si regresaban a un Estado esclavista.
Más recientemente, en el caso Citizens United V. Federal Election Commission, la Corte invalidó las leyes federales que restringían las donaciones políticas, abriendo así las compuertas para que las corporaciones y otras organizaciones viertan y hagan fluir dinero hacia las campañas de los candidatos o partidos políticos de su preferencia.
Y parece probable que la decisión sobre las armas de fuego les cueste la vida a más personas inocentes.
Las decisiones de la Corte Suprema no se pueden revocar fácilmente, a pesar de que quede claro que sus consecuencias son abrumadoramente negativas. Abrogar las decisiones de los órganos legislativos sobre temas controvertidos como el aborto y el control de armas politiza a los tribunales y lleva a que los presidentes se centren en el nombramiento de jueces que puede que no sean poseedores de las mentes jurídicas más brillantes, pero que son jueces que apoyarán una postura particular sobre el aborto, las armas u otros temas candentes.
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La lección que se puede extraer de las decisiones de la Corte sobre el aborto, la financiación de las campañas y el control de armas es la siguiente: No se debe permitir que los jueces no elegidos por voto popular hagan más que hacer cumplir los requisitos esenciales del proceso democrático.
Alrededor de todo el mundo, los órganos legislativos democráticos han promulgado leyes sobre el aborto que son tan liberales, o incluso más liberales, que las que Estados Unidos tenía antes de la revocación de Roe V. Wade. No debería causar sorpresa que estas democracias también tengan leyes sobre financiamiento de campañas y control de armas que son mucho mejores de las que tiene Estados Unidos en la actualidad.