BOSTON – Una vez más, el COVID-19 está decimando sin control a la población estadounidense, puesto que ya no hay en vigor ninguna medida de sanidad pública para proteger adecuadamente contra la infección. Yo mismo he tomado extraordinarias precauciones para evitarla durante los últimos dos años y medio, ya que cumplo tres de las precondiciones para un COVID-19 grave: tengo 77 años, soy sobreviviente de un cáncer y durante las últimas cuatro décadas he sido sometido a un tratamiento para una afección inflamatoria crónica que me ha dejado moderadamente inmunocomprometido.
Por fortuna, he tenido el privilegio de poder confinarme en mi casa en el campo, donde pude controlar mis interacciones personales. Me puse las vacunas a las pocas semanas de que estuvieran disponibles, y he recibido refuerzos cada tres o cuatro meses desde entonces. Más aún, hace cuatro semanas me dieron Evusheld, un tratamiento con anticuerpos monoclonales.
Y, sin embargo, hacia fines de mayo, tras muchos meses en aislamiento, me permití asistir a un evento social: una recaudación de fondos con cerca de 100 personas. Cuatro días más tarde, en cama con fiebre, tos y decaimiento, di positivo al COVID-19. A pesar de múltiples vacunas y el Evusheld, no estaba protegido.
Mi experiencia da testimonio de una triste verdad. En la carrera por volver a algo parecido a la normalidad, se han olvidado las necesidades de los más vulnerables.
Puesto que la infección por SARS-CoV-2, el virus que causa la COVID-19, se ha vuelto prácticamente inevitable para la mayor parte de las personas, lo menos que podemos hacer es desarrollar tratamientos medicamentosos que alivien los síntomas de la enfermedad y prevengan la muerte y las consecuencias de largo plazo. Lamentablemente, no lo hemos hecho. Las compañías farmacéuticas diseñaron y produjeron vacunas contra el COVID-19 a un ritmo sin precedentes, pero no ha sido lo mismo con el desarrollo de medicamentos.
Existen tres opciones de tratamientos principales para quienes desarrollen COVID-19 y estén en riesgo de sufrir sus efectos de largo plazo y hasta discapacidad. Los tres tienen limitaciones que impiden su uso más amplio. El primero se llama remdesivir, que debe ser aplicado por vía endovenosa y, por ende, solo está disponible en establecimientos clínicos. El segundo es Evusheld, cuyo desarrollador, AstraZeneca, señala que es eficaz para prevenir el contagio de las últimas subvariantes ómicron. Sin embargo, al menos en mi caso no fue así.
El tercero es Paxlovid, un medicamento antiviral desarrollado por Pfizer que apunta a la proteasa del SARS-CoV-2. Ganó popularidad como tratamiento contra el COVID-19 cuando se hicieron públicos estudios que mostraban que reducía el riesgo de enfermedades graves y fallecimiento en hasta un 90%. Pero la investigación sobre su potencial profiláctico no ha dado los frutos esperados, y hay nuevas evidencias que sugieren que algunos de quienes lo toman pueden reactivar su infección, lo que significa que podrían contagiar a otros sin saberlo.
¿Qué se debe hacer? Desde el comienzo de la pandemia, he argumentado que la vacunación por sí sola no basta para prevenir la repetición de las infecciones de COVID-19. La literatura sobre coronavirus causantes de resfríos demuestra que pueden reaparecer con regularidad. Y con el SARS-CoV-2, las olas de infección no son anuales, como cabría haberse esperado en base a datos previos, sino que se dan en intervalos mucho más cortos: cada cuatro a seis meses.
Además de reconocer las limitaciones de la vacuna como forma de control pandémico, estamos volviéndonos más conscientes de la gravedad del “COVID largo”, que abarca una amplia gama de síntomas (respiratorios, gastrointestinales, neurológicos) que persisten una vez se ha curado la infección inicial.
Si bien más de un tercio de los pacientes de COVID-19 desarrollarán síntomas de largo plazo de algún tipo, entre un 2 y un 4% sufrirá consecuencias lo bastante graves como para causar discapacidad por varios meses, e incluso años, como fatiga intensa, dolor persistente y daños a órganos vitales, como el corazón, los pulmones, el páncreas y, posiblemente, otros. Millones de personas de todo el mundo padecen COVID largo, y millones más acabarán sufriéndolo. Hay datos recientes que sugieren que las vacunas reducen su impacto en apenas un 15%.
Aunque nuestro camino para salir de la pandemia no es tan directo como cuando trabajaba como investigador del VIH, la dirección general es clara. Debemos desarrollar potentes medicamentos antivirales que apunten específicamente al SARS-CoV-2. Si bien se han identificado solo seis medicamentos contra el VIH, hoy contamos con varios tratamientos eficaces para combatirlo.
Dados los avances tecnológicos de los últimos 30 a 35 años, y la velocidad con que estos llevaron a la vacuna contra el COVID-19, se habría esperado que para ahora el mundo dispusiera de numerosos antivirales para tratarlo. Y, no obstante, de los tratamientos que se han aprobado, todos son reformulaciones de sustancias utilizadas para otros virus, no el SARS-CoV-2.
Lo que necesitamos es repetir el enfoque que funcionó durante la epidemia de VIH/SIDA, que implicó un programa multianual de desarrollo de medicamentos para guiar la investigación realizada por gobiernos y farmacéuticas. Como miembro del Consejo del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, propuse un programa intensivo y cooperativo por el cual las universidades con asociados industriales recibieran grandes subsidios para financiar investigación básica y el desarrollo práctico de medicamentos. El potencial de beneficios atrajo el interés de grandes compañías farmacéuticas y biotecnológicas e impulsó la formación de varias relaciones de colaboración entre los sectores público y privado.
El programa tuvo un éxito resonante, pero no salió barato. Cada año, los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) destinaban de 2 a 3 mil de millones de dólares estadounidenses a un presupuesto especial para VIH/SIDA. Hoy se necesita el mismo nivel de inversión. Mis colegas de todo el planeta que cuentan con las habilidades necesarias para realizar una investigación intensiva sobre el COVID-19 están desesperados por obtener fondos adicionales.
Hay que reconocerle a los NIH la reciente adjudicación de $108 millones en ayudas al Acelerador Metropolitano de Medicamentos Antivirales, una iniciativa de colaboración de instituciones de investigación de primer nivel de Nueva Jersey y Nueva York que estudiará el potencial de los medicamentos de moléculas pequeñas para tratar y prevenir infecciones por coronavirus. Las combinaciones de estos tipos de sustancias han demostrado su eficacia en la prevención y el tratamiento del VIH, y se pueden fabricar y vender de manera rentable. Un protocolo para la prevención y el tratamiento del COVID-19, que dure entre dos y tres semanas a lo sumo, debería costar mucho menos.
A menos que encontremos maneras potentes de eliminar el virus SARS-CoV-2, seguirá siendo un flagelo. Algunas cepas están a solo un par de mutaciones de un salto en letalidad. Para impedir eso, tenemos que aprender de las pandemias del pasado.
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