NUEVA YORK – Francia no es Estados Unidos. A muchos liberales, entre quienes me incluyo, nos preocupaba que Marine Le Pen pudiera ganar las elecciones presidenciales francesas por el mismo motivo que Donald Trump derrotó a Hillary Clinton en 2016: gracias a la resistencia contra el candidato más liberal, la extrema derecha populista se colaría por un pelo.
Afortunadamente, suficientes de los votantes a quienes no les gusta Emmanuel Macron se taparon la nariz y lo eligieron en la segunda ronda para frustrar el ascenso de Le Pen. Si hay que optar entre el cólera y la plaga, afirman muchos votantes, la primera alternativa era claramente la mejor. El propio Macron lo reconoció en su discurso como ganador y afirmó: «A todos quienes me votaron, no por apoyar mis ideas sino para evitar que ganara la extrema derecha, estoy en deuda por sus votos».
Pero el hecho de que el 41,5 % de los votantes haya elegido a Le Pen, una candidata que representa una variante profundamente reaccionaria, nativista e iliberal de la política francesa, sigue siendo muy preocupante. ¿Por qué, entonces, tanta gente odia a Macron?
Los motivos por los que los votantes franceses dicen rechazar a Macron son similares a los que mencionaron los votantes estadounidenses que no soportaban a Hillary Clinton: la arrogancia, los privilegios, la actitud distante y —como en el caso del infortunado comentario de Clinton sobre «el hato de [los] deplorables» partidarios de Trump— el hábito de insultar a la gente menos educada y con ideas conservadoras que perciben en ellos.
Es cierto, a Clinton le faltó el don de gentes, a diferencia de su marido, el expresidente estadounidense Bill Clinton. Y Macron puede parecer despectivo con quienes se le interponen. Pero, aunque la personalidad incide en la política democrática, las peculiaridades personales no explican todo. El rechazo visceral a Clinton y Macron también refleja fisuras sociales más profundas a causa de cambios en la política partidaria que comenzaron hace décadas.
Los partidos políticos solían estar unidos por intereses económicos de clase. La izquierda, estrechamente vinculada con los sindicatos, representaba los intereses de la clase trabajadora industrial, y la derecha encarnaba a las pequeñas y grandes empresas. Los sistemas democráticos liberales funcionaban porque esos partidos se contrapesaban entre sí. Estaba claro qué representaba cada uno y la mayoría de los votantes sentía que influía en la suerte de uno u otro bando.
Esto comenzó a cambiar en la década de 1980, cuando la izquierda empezó a alejarse de los intereses económicos de clase para gravitar más hacia temas sociales y culturales como el antirracismo, la emancipación de género y sexual, y el multiculturalismo. Los sindicatos se debilitaron debido a la desindustrialización, especialmente en EE. UU. y el Reino Unido, y sus vínculos con los partidos socialista y socialdemócrata empezaron a desgastarse. La izquierda ganó popularidad entre los votantes urbanos más educados y con una situación económica relativamente mejor, a muchos de quienes no les atraía la religión y se oponían a diversos tipos de conservadurismo social, como los prejuicios raciales.
El gran error de estas élites del ala izquierda fue suponer que la clase trabajadora, urbana o rural, compartiría naturalmente sus ideales sociales y culturales «progresistas». De hecho, muchos de quienes se consideran parte de la clase trabajadora son conservadores. La religión prospera entre los pobres. A menudo se percibe a los inmigrantes como una amenaza para el empleo. Los derechos de los homosexuales no forman parte de sus principales preocupaciones. Y esto no solo ocurre entre los votantes blancos. En EE. UU. muchos latinos, e incluso negros, ahora votan al Partido Republicano.
El alejamiento de la izquierda de la política basada en clases comenzó en la era de degradación de los sindicatos con la primera ministra del RU Margaret Thatcher y el presidente estadounidense Ronald Reagan, y se tornó aún más visible después del colapso del comunismo en el bloque soviético. En Occidente se dejó de considerar como prioritaria la necesidad de equilibrar la economía de libre mercado con una redistribución moderada. Incluso el Partido Laborista del RU —que solía ser socialista—, bajo el mando de Tony Blair, y el Partido Demócrata estadounidense, con Bill Clinton, se convirtieron en entusiastas promotores de la agenda política neoliberal.
Sin embargo, aun cuando los votantes rurales y la clase urbana trabajadora —social y culturalmente conservadores— se sentían cada vez más alienados de los partidos de centroizquierda, no necesariamente se sintieron a gusto con los partidos de centroderecha, favorables a las empresas. Durante mucho tiempo la elite republicana estadounidense cuidaba, al menos de la boca para afuera, las ideas de los votantes obreros blancos que no contaban con títulos universitarios, promoviendo los temores raciales y los «valores cristianos». Pero, una vez electos, esos «republicanos de country club» solían redirigir su atención a lo mismo de siempre.
Muchos votantes de la clase trabajadora se sintieron entonces traicionados tanto por la izquierda —que para ellos había dejado de representar sus intereses económicos y despreciaba sus actitudes sociales— como por la derecha, que no les prestaba atención cuando llegaba al poder.
Tanto Trump como Macron aprovecharon esa oportunidad. Trump se apoderó del Partido Republicano y lo convirtió en un culto populista, Macron dinamitó los partidos franceses de centroizquierda y centroderecha y ocupó su lugar. Ambos prometieron que solo ellos podían solucionar los problemas de sus países, como si fueran actuales monarcas absolutistas.
Pero Macron tiene un problema: Le Pen y Trump crecieron en París y Nueva York, respectivamente, en familias mucho más ricas que la suya, pero comparten y entienden el resentimiento de quienes odian a las elites educadas. Aunque Macron proviene de la clase media provinciana francesa, logró ascender hasta la clase alta y adoptó las actitudes de superioridad de los antiguos partidos políticos de izquierda y derecha que contribuyó a destruir.
Por eso depende del voto de las personas educadas y de más edad que habitan en las grandes ciudades. La antigua clase trabajadora francesa apoya al líder de extrema izquierda Jean-Luc Mélenchon o a Le Pen. Los votantes rurales prefieren a Le Pen. Y los jóvenes están en la extrema izquierda… o no votan.
Debiéramos sentirnos aliviados porque hubo suficientes votantes franceses que evitaron el desastre, pero Macron tiene razón al atemperar la sensación de triunfo y declarar su obligación para con quienes no están de acuerdo con sus políticas, pero lo votaron de todos modos. Muchos votantes franceses se sienten abandonados y Macron debe tomar en serio sus intereses. Después de todo, el centro liberal no puede depender solo de las elites urbanas. Esperemos que los demócratas estadounidenses estén prestando atención.
Te puede interesar: