PARÍS – Las crisis globales han crecido en frecuencia e intensidad en los últimos 20 años, con implicancias preocupantes para el futuro desarrollo económico. El Banco Mundial advierte que el esfuerzo por reducir la pobreza ha sufrido su “peor revés” en 25 años, y en muchos sectores clave, desde la educación hasta la salud.
Dada la magnitud de estos problemas, la política pública no puede centrarse exclusivamente en el ingreso y la riqueza. La situación exige una estrategia holística con horizontes de largo plazo. De lo contrario, los gobiernos subsiguientes siempre se verán tentados de implementar mejoras en el corto plazo con réditos políticos inmediatos (como un incremento en el poder adquisitivo de los hogares), en lugar de invertir en el bienestar futuro. Necesitamos cuantificar los sacrificios necesarios para que los políticos puedan explicarles a los votantes por qué deberían estar a favor de tener un poco menos ahora para ganar más en el futuro.
También necesitamos ser conscientes de cómo medimos las desigualdades. ¿Es justo exigir que los países en desarrollo reduzcan sus emisiones de gases de efecto invernadero al mismo ritmo que las economías avanzadas, aun si estas últimas han contribuido mucho más en términos históricos?
El desafío para los responsables de las políticas es adoptar estrategias que sean tanto globales como granulares, diseñadas para contextos específicos. De no ser así, existe una fuerte posibilidad de que las medidas para corregir un tipo de desigualdad introduzcan desigualdades nuevas. Podemos combatir el cambio climático subsidiando nuevas instalaciones de paneles solares, pero deberíamos estar preparados para recibir quejas de quienes ya redujeron sus huellas de carbono antes de que se introdujeran incentivos estatales.
Defender la igualdad en todas sus dimensiones exige una perspectiva integral sobre la desigualdad –una consecuencia frecuente de la dinámica de suma cero, la búsqueda de renta, los “impuestos privados”, el parasitismo, la corrupción, la discriminación y demás-. Las formas más salientes de desigualdad cambian con el tiempo, y muchas veces evolucionan con el contexto legal más amplio. A fines de la Segunda Guerra Mundial, el trabajo era considerado un derecho fundamental, mientras que, durante la pandemia, el acceso a internet de alta velocidad a bajo costo se convirtió en una máxima prioridad.
La naturaleza siempre cambiante de estas cuestiones implica la necesidad de ampliar el concepto de bienestar social, de modo que las políticas no terminen simplemente perpetuando las ventajas de los iniciados. También debe volverse más flexible, para que podamos enfrentar desafíos como el cambio climático y las alzas de los precios de la energía. Y debe desarrollar nuevas herramientas (como el ingreso básico universal) para ayudar a que los desventajados y los marginados superen obstáculos estructurales de larga data y asuman riesgos empresariales calculados (que en definitiva benefician a toda la sociedad).
El concepto de retornos sociales debe guiar las decisiones en materia de políticas. En educación, por ejemplo, sabemos que desarrollar capital humano desde los primeros años de la infancia proporciona el mejor retorno de largo plazo sobre la inversión. Pero política social no necesariamente implica acción pública o estatal. Deberíamos mantenernos abiertos al uso de los mercados en situaciones donde sumen valor. Por ejemplo, en los sistemas de pensiones, un pilar de capitalización puede garantizar que la mayor cantidad de personas se beneficien de los retornos generalmente altos de los mercados, en lugar de limitarse a recibir los retornos tibios del sistema basado en reparto.
La tributación es otra herramienta clave para combatir la desigualdad, porque genera los ingresos para apoyar políticas sociales inclusivas y reduce las brechas de ingresos y de riqueza. El punto no es tratar a la riqueza como un problema. Más bien, deberíamos seguir el principio de la diferencia del filósofo John Rawls, que sostiene que las desigualdades están justificadas sólo si redundan en beneficio de los menos favorecidos. Una investigación del economista Philippe Aghion demuestra que la innovación satisfice esta condición: aunque aumenta el peso del 1% superior (en ingresos y riqueza), también tiende a aumentar la movilidad social, y no necesariamente hace crecer las desigualdades en el resto de la población.
Dicho esto, podría mejorarse la estructura actual de la tributación a fin de cumplir con objetivos deseables como la simpleza, la eficiencia, la estabilidad, la equidad (eliminando lagunas que benefician sólo a los ricos), mejores incentivos (para trabajar o proteger el medio ambiente) y la neutralidad (para que un euro ganado en un año no sea gravado más que un euro ganado en diez años).
Finalmente, una medida esencial en la reforma del capitalismo contemporáneo es revisar las reglas de la competencia. El mercado es muy superior a cualquier sistema centralizado en lo que concierne a la determinación de los precios y la divulgación de información económica; pero también debe ser supervisado y regulado rigurosamente por las autoridades públicas. La regulación y el cumplimiento para garantizar la competencia se han vuelto más importantes ahora que las tecnologías digitales y robóticas han restructurado los mercados e introducido lo que Shoshana Zuboff de Harvard Business School describe como “capitalismo de vigilancia”.
La patología se refleja en una desigualdad marcadamente en aumento en el desempeño corporativo. En 2016, el Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca observó que una “empresa de percentil 90 ve retornos sobre las inversiones en capital que son más de cinco veces superiores a la mediana. Este ratio estaba más cerca de dos veces hace apenas un cuarto de siglo”. Asimismo, demuestra Aghion, el 1% superior de los exportadores hoy representan el 67% de todas las exportaciones, mientras que el 1% superior de las firmas de patentes responden por el 91% de las patentes y el 98% de las referencias en trabajos de investigación (un indicador de las patentes más valiosas). Los márgenes del 10% superior de las empresas han aumentado el 35% desde comienzos de los años 2000, y su rentabilidad ha crecido el 50% -indicadores que se han estancado para la mayoría de las otras empresas.
Los cambios propuestos más arriba ordenarían la demanda generalizada de equidad en servicio de la eficiencia, garantizando una verdadera igualdad de oportunidades para los individuos y las empresas. La alternativa es un retorno a una sociedad rígidamente jerárquica con menos libertad para todos excepto para quienes están en la cima de la pirámide.
Todavía está por verse si la cadena de crisis financieras, ambientales y geopolíticas de hoy darán impulso al tipo de cambio que hace falta. El peligro es que fácilmente se conviertan en una distracción o, peor aún, en una excusa para el fatalismo y la complacencia.
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