LONDRES – Hace veinte años, estando en la cola de una cafetería en la Universidad de Harvard, oí por casualidad a un estudiante que le decía a otro: “Es el equivalente moral del Holocausto”. ¿Qué podría ser?, me pregunté. ¿El genocidio en Ruanda? ¿Los campos de exterminio de Camboya? ¿La práctica de las juntas militares sudamericanas de la década de 1980 de hacer “desaparecer” a sus oponentes lanzándolos al mar desde helicópteros? Hasta que llegó la respuesta: consumir carne de vacuno era el equivalente moral del Holocausto, y los culpables eran los burócratas de la universidad por no proporcionar suficientes opciones de comidas vegetarianas o veganas.
Recordé ese momento hace poco, al mirar los videos de los bombardeos rusos a edificios de departamentos, escuelas y maternidades en Ucrania. La destrucción intencional de ciudades por parte de Putin, en su intento de doblegar la heroica resistencia ucraniana, ciertamente es un crimen de guerra, aunque todavía no llega al nivel de genocidio. Me gustaría pensar que los estudiantes universitarios a quienes escuché, y sus descendientes actuales, reconocerían la gran brecha moral que existe entre las horrorosas acciones de Putin y el pecado venial de disfrutar de una hamburguesa con papas fritas.
En los últimos años, muchos ciudadanos jóvenes de las democracias ricas del mundo se han mostrado escépticos en cuanto a las virtudes de la democracia y el liberalismo. En lugar de luchar por su supervivencia, han estado librando escaramuzas acerca de pronombres. En lugar de sentir temor porque algo que dijeron en el bus pueda resultar en que matones armados los arranquen violentamente de sus camas en plena noche, se preocupan de que algún desliz verbal en la sala de clases los haga blanco del oprobio en las redes sociales.
Ahora, de pronto, las atrocidades desatadas por Putin parecen ponerlo todo en perspectiva. Sí, muchos países de Occidente tienen un pasado colonial y un presente racista. Y sí, la creciente desigualdad de ingresos en algunos de ellos ha socavado la clase media y traicionado la promesa de igualdad de oportunidades para todos. Pero aunque las democracias suelen quedarse cortas en muchos aspectos, no aterrorizan a sus propios pueblos y tampoco envían tanques a subyugar a las democracias vecinas.
Aún más, la vida en las democracias liberales del mundo –las que hoy existen no solo en el antiguo Occidente, sino también en Europa Oriental y América del Sur, y en ciertas áreas de África y Asia– es hoy menos desagradable, ruda y corta de lo que ha sido en cualquier otro momento de la historia. El liberalismo siempre ha sido una “aventura moral”, según la acertada frase de Adam Gopnik, dado que se propone –y por lo general consigue– lograr que el mundo sea “menos cruel” al “acrecentar el derecho de otras personas a gozar de una gama más amplia de placeres y posibilidades”.
Estas verdades siempre nos han parecido absurdamente autoevidentes a quienes nos criamos en regímenes dictatoriales cuyos matones efectivamente podían arrancarnos de la cama en plena noche. Ahora Putin, con su matonaje, ha enviado un doloroso recordatorio a quienes pudieran necesitarlo, que está reconfigurando la política global.
Donald Trump, el expresidente de Estados Unidos, no es el único populista autoritario incómodo por sus vínculos con Putin. Hay políticos avergonzados desde Ankara hasta Zagreb. Los operativos de la campaña de Marine Le Pen, la líder ultraderechista que busca desplazar a Emmanuel Macron el 10 de abril, en la primera ronda de las elecciones presidenciales de Francia, deben estar buscando afanosamente en la internet –e intentando justificar– todos los empalagosos elogios que ella pronunció respecto al hombre fuerte del Kremlin.
Los líderes chinos pueden fantasear acerca de un enfrentamiento entre Rusia y el Occidente que termine por debilitar a ambos, pero la realidad es que probablemente China también salga perdiendo con el conflicto en Ucrania. La negativa a condenar a Putin por parte de los líderes chinos cada día les resta más credibilidad. Además, y más preocupante para ellos, es el hecho de que el atractivo de su país como modelo de desarrollo también se está esfumando. Es posible que algunos líderes africanos y asiáticos, impresionados por la competente burocracia estatal y la creciente riqueza de China, hayan estado dispuestos a mirar hacia otro lado cuando el presidente Xi Jinping persigue a las minorías étnicas y religiosas de su país. Pero ahora, ¿querrán sacarse una foto con él sabiendo que podría invadir Taiwán y convertirse en otro Putin?
La OTAN, que en 2019 según Macron sufría de “muerte cerebral”, de pronto parece llena de energía y es probable que adquiera nuevos miembros. La Unión Europea, que en el pasado no ha tenido mayor éxito al procurar una política unificada de relaciones exteriores, ahora habla con una sola y clara voz, hábilmente dirigida por la nueva coalición “semáforo” de Alemania. Y Joe Biden, el presidente de Estados Unidos, por fin actúa como el tipo de líder mundial que, por su larga experiencia en relaciones exteriores, puede ser. Luego de la debacle de Afganistán, no estaba claro si a las democracias ricas les quedaba temple moral, pero su respuesta desde que los tanques rusos cruzaron la frontera ucraniana demuestra que sí les queda.
Hay también otro proceso en curso, más sutil pero acaso aún más importante. A lo largo de la última década, los autócratas del mundo –y los líderes de las caritativamente llamadas democracias iliberales– han acumulado poder político explotando la política identitaria. Los locales contra los inmigrantes, la mayoría cultural contra las minorías raciales o religiosas, o el pueblo contra la elite –toda división, por repugnante que sea, ha resultado útil cuando se la ha podido manipular para conseguir beneficios políticos–.
Hoy día, los autócratas están a punto de confrontar un tipo de política identitaria diferente. Partamos por Ucrania, que alguna vez estuvo dividida entre el Este de habla rusa y el Oeste de habla ucraniana, pero que ahora está cada vez más unida contra la agresión de Putin. Solo quienes tienen un corazón muy duro pueden no conmoverse frente a las imágenes de mujeres ucranianas que reprenden a soldados rusos ataviados para la guerra, o de pensionados algo encorvados que aprenden a marchar y a disparar armas de fuego. Una motivación superior es lo que hasta ahora permite al ejército defensor contener a una fuerza rusa más numerosa y con una potencia bélica mucho mayor.
Una identidad compartida también se está generando entre los ciudadanos de otras democracias. Muchas familias polacas, húngaras y alemanas que hasta el mes pasado se quejaban de la inmigración, ahora aprestan sus hogares para recibir a ucranianos desplazados. Es posible que los sudcoreanos y los japoneses continúen separados por la historia, pero son miembros de la misma coalición que se opone a la agresión bárbara. En América Latina, los líderes de izquierda que no suelen ser simpatizantes de la política exterior estadounidense –como Gabriel Boric, el nuevo presidente de Chile– han denunciado categóricamente la guerra de Putin.
La política identitaria nociva, basada en la sangre y la tierra, enfrenta ahora el desafío de una nueva política identitaria noble y cada vez más global, que se basa en valores liberales compartidos, como la libertad, la dignidad y el respeto a los derechos humanos. En 2019, Vladimir Putin sostuvo que “la idea liberal” había “dejado de ser útil” y “se había vuelto obsoleta”, debido a que ella había “entrado en conflicto con los intereses de la gran mayoría de la población”. Con su invasión de Ucrania, Putin ha comenzado a probar exactamente lo contrario.
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