NUEVA DELHI – A 75 años de la independización de la India, tal vez la mayor desilusión del país haya sido su incapacidad para convertirse en un centro neurálgico económico. En épocas de más confianza, allá por 2019, el primer ministro Narendra Modi anticipó la creación de una economía de 5 billones de dólares para 2025, pero ahora que quedan tres años y el PBI es de 3,1 billones de dólares, resulta difícil encontrar a alguien que todavía perciba esa meta como factible.
Supuestamente, la India cuenta con el beneficio de lo que Modi llamó la ventaja de las 3D: demografía, democracia y demanda. En especial, el país obtendría un dividendo demográfico gracias a su población joven: la edad media en la India es de 28 años, frente a 37 en China y Estados Unidos, y 49 en Japón, y más de dos tercios de sus 1400 millones de habitantes están en edad de trabajar.
En lugar de eso, la economía anduvo a los tumbos, el crecimiento del PBI se redujo cada año entre 2017 y 2020, la inflación va en aumento y el desempleo llegó al récord de 23,5 % en abril de 2020. La India actualmente tiene 53 millones de desempleados y la participación de la población en la fuerza laboral cayó del 58 % en 2005 a solo el 40 % en 2021, una de las menores del mundo.
La ineptitud económica de Modi desde su victoria inicial en las elecciones de 2014 sorprendió incluso a sus críticos. Después de más de una década como ministro en jefe de Guyarat, uno de los estados más desarrollados e industrializados de la India, Modi se mostró ante los votantes como un líder que transformaría la economía y satisfaría las esperanzas de los 11 a 12 millones de indios jóvenes y poco capacitados que ingresan a la fuerza laboral cada año.
Casi 8 años después, tanto las ilusiones de los jóvenes como las de los viejos quedaron destrozadas. Aunque la COVID-19 y los confinamientos relacionados con ella llevaron a que la economía se contrajera el 7,3 % en 2020, los problemas ya estaban a la vista mucho antes de la pandemia. Azotados por la desastrosa desmonetización de billetes de alta denominación que impulsó Modi a fines de 2016, los principales impulsores del crecimiento económico —el consumo, la inversión privada y las exportaciones— carecieron de ímpetu, y el gobierno fue incapaz de aplicar estímulos fiscales significativos para frenar la caída.
El 1 de febrero, el gobierno respondió con un presupuesto que finalmente ofrece un estímulo del sector público y aumenta el gasto a 39,45 billones de rupias (528 000 millones de dólares) para el próximo año fiscal, para impulsar la inversión en infraestructura. Pero esto implicará un déficit fiscal proyectado del 6,4 % del PBI —que casi seguramente será mayor— y un endeudamiento récord. El presupuesto además descuida partidas muy necesarias para el plan de garantía del empleo rural (ni hablar de medidas para ampliar el plan e incluir a los pobres en zonas urbanas).
Mientras tanto, el sector agrícola indio sigue en crisis y Modi decidió en noviembre del año pasado —después de un año de manifestaciones de los agricultores— retirar tres leyes cuya aprobación había forzado en el parlamento. Y las empresas pequeñas, medianas y microempresas —que generan el 30 % del PBI de la India— sufrieron dificultades después de la desmonetización (más de 6 millones de ellas cerraron sus puertas).
Incluso las reformas que intentó el gobierno resultaron decepcionantes. Se abandonaron las reformas laborales y agrarias, y volvieron a ponerse de moda los miniproyectos de bienestar y los subsidios en efectivo, algo que consiguió el apoyo de los votantes más pobres al Partido Popular Indio (Bharatiya Janata Party) de Modi, pero alarmó a las agencias calificadoras de riesgo.
El impuesto nacional a los bienes y servicios —cuyo objetivo desde que entró en vigor en 2017 fue crear un mercado sin interrupciones en el país— sufrió limitaciones desde el primer momento debido a la multiplicidad de tasas fiscales y a inconsistencias en las exenciones, y hasta este año no ha logrado estar a la altura de las expectativas. En general, el cumplimiento impositivo ha sido una pesadilla y los allanamientos a empresas desafortunadas ocupan los titulares diariamente. Esto frustra a los inversores existentes y disuade a posibles inversores futuros. Por otra parte, el gobierno tiene pocos resultados que mostrar en cuanto a las privatizaciones, más allá de la reciente venta de Air India al Grupo Tata en un acuerdo que dejará a los contribuyentes a cargo de la mayor parte de las pérdidas acumuladas por la aerolínea nacional.
La pandemia llevó a Modi a declarar que la meta económica ahora es la atma-nirbharta, o independencia, aumentando el riesgo de que el aumento del proteccionismo comercial reemplace a la creciente integración de la India a las cadenas mundiales de aprovisionamiento. Modi impuso más de 3000 aumentos de aranceles que afectan al 70 % de las importaciones del país. Con el primer ministro anterior, Manmohan Singh, la India firmó 11 acuerdos comerciales. Con Modi, ninguno.
El regreso al entorno regulatorio restrictivo que mantuvo las tasas de crecimiento del PBI indio por debajo del 4% —un nivel llamado con sorna «tasa de crecimiento hinduista»— sería desastroso, pero el gobierno sigue con sus tropiezos, prisionero de su propia retórica.
Los partidarios de Modi suelen destacar los impresionantes influjos de inversión extranjera hacia la India, pero esto refleja en gran medida inversiones de cartera en los sectores habituales relacionados con las tecnologías de la información, que suman poco en términos de nuevos activos de capital y crean escasos puestos de trabajo, si alguno. En términos más amplios, la percepción difundida en la India de que Modi está en deuda con un puñado de intereses corporativos, y ajusta sus políticas económicas de manera acorde, poco ayuda a la confianza internacional en el futuro económico del país.
Los destellos de esperanza provienen de los jóvenes emprendedores indios, que han creado cientos de empresas y más de 40 «unicornios» —empresas emergentes privadas con una valuación de mercado de más de mil millones de dólares— en el último año. Mientras tanto, la economía del trabajo temporal (gig economy) actualmente da empleo a 8 millones de indios, aunque muchos cobran poco y trabajan en exceso.
El Banco Mundial predijo que el PBI de la India aumentará el 8,3 % durante el actual año fiscal —que cierra en marzo— y el 8,7 % en los 12 meses siguientes, lo que la convertiría en la economía con el crecimiento más rápido del mundo. Pero, después de ocho años de gobierno de Modi, la tasa de crecimiento quedará limitada por una base menor a la esperada incluso por los pesimistas.
Hasta el momento, el gobierno de Modi evitó un grave malestar local interno mediante la combinación de programas de bienestar a pequeña escala —sobre todo, en las zonas rurales— y una retórica polarizadora orientada a las minorías indias —especialmente, a su población musulmana— para consolidar el apoyo de la mayoría hinduista. Que esas tácticas puedan dividir al país y desbaratar sus avances en el largo plazo no parece preocupar demasiado al primer ministro.
Pero, a menos que la economía logre nuevamente tasas de crecimiento del 9 % o más, la India se arriesga a crear una masa de gente joven, mal preparada, desempleada y enojada: la fórmula clásica para el malestar social y político. Si continúa la incompetencia económica del gobierno, la ilusión del dividendo demográfico puede convertirse en pesadilla.
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