ROMA – Por la aparición de políticos iliberales en todo Occidente hay quienes profetizan el fin de la democracia. En Estados Unidos Donald Trump maniobra para regresar a la Casa Blanca en 2025, después de intentar anular las elecciones que perdió en 2020. En Francia no hay uno, sino dos candidatos populistas de extrema derecha a la presidencia. Y en Italia es perfectamente posible que Matteo Salvini, de la Liga, y Giorgia Meloni, de los posfascistas Hermanos de Italia, compitan por el cargo de primer ministro cuando los italianos vayan a las urnas en 2023.
Las preocupaciones sobre el futuro suelen depender de nuestras memorias más vívidas del pasado. Aprendimos de nuestros padres y abuelos sobre la amenaza del fascismo. Y en los últimos años vimos que líderes autoritarios llegaron al poder democráticamente, solo para erosionar las normas e instituciones constitucionales una vez que ocuparon sus cargos. Este modelo «electoral» para establecer la autocracia adquirió entonces la apariencia de una poderosa amenaza.
Pero, ¿es este el tipo de decadencia de la democracia por el que debemos preocuparnos? De hecho, un riesgo más inmediato reside en el declive de la democracia hacia la oclocracia: un término acuñado por el historiador griego Polibio durante el siglo II AC para describir al gobierno de la muchedumbre. La oclocracia surge cuando los políticos usan regalos baratos y promesas seductoras para atraer a los votantes que no aprecian su libertad, porque nunca sufrieron los abusos ni la represión de un gobierno no democrático. Como explica Polibio en sus Historias:
«Mientras viven algunos de los que han conocido los excesos oligárquicos, el orden de cosas actual resulta satisfactorio y se tienen en el máximo aprecio la igualdad y la libertad de expresión. Pero cuando aparecen los jóvenes y la democracia es transmitida a una tercera generación, ésta, habituada ya al vivir democrático, no da ninguna importancia a la igualdad y a la libertad de expresión. […] Al punto que experimentan la ambición de poder, sin lograr satisfacerla por sí mismos ni por sus dotes personales, dilapidan su patrimonio, empleando todos los medios posibles para corromper y engañar al pueblo. En consecuencia […] se disuelve la democracia, y aquello se convierte en el gobierno de la fuerza y de la violencia».
Antes de Polibio, tanto Platón como Aristóteles coincidieron en que la democracia es potencialmente vulnerable al siempre cambiante y fácilmente manipulable humor de la sociedad. En nuestra época llamamos a esto populismo, una etiqueta que nos permite transferir toda la culpa de las recaídas de la democracia a figuras populistas individuales como Trump, Le Pen y Salvini; pero aunque estos políticos fomentaron el temor a los inmigrantes y polarizaron la opinión pública, no operan en el vacío. Deben su éxito político a los votantes (y, en el caso Trump, a muchas élites conservadoras estadounidenses).
En Gran Bretaña, el primer ministro Boris Johnson se apropió del historiado Partido Conservador, vendiendo primero mentiras sobre la Brexit y luego alimentando la ilusión de que el divorcio de la Unión Europea sería fácil y beneficioso. No sorprende que un líder de ese tipo se sienta lo suficientemente invulnerable como para organizar fiestas o asistir a ellas mientras el resto del país estaba en cuarentena por la pandemia.
Esta situación no es mejoren Italia, donde ninguno de los principales partidos cuenta con procesos democráticos internos creíbles para seleccionar nuevos líderes o diseñar programas políticos. Los partidos han sufrido tales desventuras que regularmente necesitan llamar a tecnócratas para gestionar las crisis complejas, como ocurrió con el primer ministro Mario Monti en 2011-13 y ahora con Mario Draghi. Las recientes convulsiones entre partidos (y dentro de ellos) para elegir un nuevo jefe de Estado se suman a las evidencias de cuán disfuncional se ha tornado la clase política de Roma. Solo con la reelección del presidente Sergio Mattarella, a pesar de su reticencia, los partidos podrían superar el impasse.
Un segundo gran síntoma del deterioro democrático es la degradación de los medios. La democracia sufre cuando las organizaciones mediáticas se tornan partidistas, polarizadas y superficiales (y usan el sensacionalismo y el miedo para obtener una cuota de mercado). Cuando una sociedad se polariza políticamente, las editoriales y los jefes de redacción perciben una oportunidad comercial en azuzar a segmentos de la población con ideas similares. Echar leña al fuego se convierte en un modelo de negocios.
Especialmente en los últimos años, los principales medios descubrieron que pueden beneficiarse si asumen una posición inquebrantable sobre las figuras polémicas como Trump, Johnson, el ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi o Beppe Grillo, el fundador del movimiento populista italiano 5 Estrellas. Como dependen de la polarización, los medios la alimentaron. Esto poco ayuda a formar la opinión pública más allá de los conflictos políticos de corto plazo. Como dijo Leslie Moonves —por entonces director ejecutivo de CBS— sobre la campaña presidencial de Trump en 2016: «Tal vez no sea bueno para Estados Unidos, pero es endemoniadamente bueno para CBS».
Un tercer síntoma es el aumento de la influencia dominante del cotorreo en las redes sociales sobre las ideas y decisiones de los políticos. Como periodista, conozco personalmente a líderes prominentes adictos a Twitter que dedican una parte considerable del día a esa plataforma. Twitter se convierte en su realidad, mientras sus votantes siguen en el mundo real.
Es más probable que un sistema político con partidos vaciados sucumba ante esas presiones. A medida que el sistema se torna cada vez más incapaz de resolver cuestiones de largo plazo, se pierde confianza en él y la opinión pública se torna cada vez más volátil, para convertirse en la ya familiar espiral de ruido, ineficacia, medios negligentes, retórica agresiva y programas políticos miopes.
Esta es la fórmula de la oclocracia. Veintidós siglos después de su muerte, Polibio nos tiene calados.
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