MADRID – Hemos asistido recientemente a otra amarga batalla en el Congreso de EE. UU., para nada. De nuevo, los republicanos se han opuesto al intento demócrata de arrumbar el peculiar proceso dilatorio llamado filibuster – obstruccionismo parlamentario, por hablar claro -. Esta vez, el proyecto de ley bloqueado (filibusterado por los republicanos) tenía por objeto contrarrestar las nuevas restricciones al voto (propugnadas desde la bancada republicana). Esta batalla es la última en una saga de alboroto, polarización y parálisis que caracterizan hoy la política estadounidense, y que, sin duda, incidirán en las próximas elecciones legislativas en noviembre. Esta situación nos debería preocupar al resto del mundo.
En los últimos años, la sociedad americana se ha sumido en el ombliguismo y la desconfianza. Las redes sociales, con sus «cajas de resonancia», han agravado estos problemas: refuerzan las concepciones preexistentes, desacreditan la oposición y han facilitado la «cancel culture»-cultura de la cancelación, muerte intelectual del contrario-. La reflexión honrada y el diálogo abierto, necesarios para facilitar reformas y reconciliación, han pasado a ser prácticamente imposibles.
A medida que los líderes políticos han aprendido a aprovecharse de la polarización, la situación se ha deteriorado aún más. La retórica y las políticas populistas, aislacionistas y caprichosas del expresidente Donald Trump exacerbaron la polarización y aumentaron la volatilidad. La politóloga Barbara F. Walter advierte que Estados Unidos está «más cerca de una guerra civil de lo que quisiéramos creer».
No tengo intención de dar lecciones políticas a los estadounidenses sobre qué les conviene. Aquella es una antigua costumbre que tenemos los europeos, que es condescendiente en el mejor de los casos; es menos apropiada aún teniendo en cuenta en la situación de extremismo y bloqueo en la que nos encontramos en Europa.
Pero hay que ser realistas: la fragmentación de la sociedad estadounidense nos afecta a todos. Esta polarización incide en las políticas de Washington económicas, medioambientales, de defensa, agrícolas y exteriores. La iniciativa (fallida) presentada por los republicanos para establecer directamente sanciones respecto del gasoducto ruso-alemán Nord Stream 2 -a pesar de las repercusiones que tendría tanto en la estrategia del presidente Biden en la crisis de Ucrania como para la relación con Berlín- es un buen ejemplo.
Pero el problema va más allá de cualquier política concreta: tras décadas de la primacía de cuestiones económicas, la geopolítica ha pasado -de nuevo- al primer plano en el mundo; la competencia entre las grandes potencias se intensifica precisamente cuando la democracia liberal pierde lustre y el autoritarismo gana terreno. Este enfrentamiento se desarrolla en varios escenarios geográficos (Ucrania, Venezuela, Kazajstán y Taiwán), e incluso desborda al ámbito económico (como ocurre con el Nord Stream 2 o el gigante tecnológico chino Huawei).
La última vez que la geopolítica definió las relaciones internacionales, EE. UU. actuaba como líder y defensor de los intereses occidentales y los valores democráticos. Hoy, la crisis en la frontera ucraniana demuestra que el mundo necesita que el Tío Sam vuelva a desempeñar ese papel. Pero es una sombra del líder que era, debido en gran parte a la polarización.
No existe una solución mágica, pero se han planteado varias ideas -como impedir el acceso de los extremistas a plataformas sociales, o revitalizar la ciudadanía a través del servicio militar obligatorio-. De alguna manera, este último refleja el meollo del desafío.
Los estadounidenses tienen que sentir -de nuevo- una responsabilidad compartida de su país y de su trayectoria. Deben hacerse cargo de su futuro, y juntos, trazar el camino que quieran seguir. De lo contrario, es imposible que la mayoría lo acepte.
La Unión Europea conoce perfectamente esta necesidad: como su vecino atlántico, se ve cada vez más fragmentada; le cuesta proyectar a futuro su “razón de ser”. Como respuesta, ha lanzado la Conferencia sobre el Futuro de Europa (hija intelectual del presidente francés Emmanuel Macron): una plétora de conversaciones lideradas por los ciudadanos con el objetivo de aclarar los retos y prioridades de Europa, y de ayudar a «moldear nuestro futuro común».
Sin perjuicio de lo atractivo del concepto, la Conferencia resulta una hoja de parra idealista para cubrir ineficiencias burocráticas. En todo caso, antes de intentar emprender una iniciativa parecida, Estados Unidos tendría que lograr cierto consenso sobre qué significa ser estadounidense.
En este sentido, las visiones de los republicanos y los demócratas divergen de forma importante, (punto remarcado por la pandemia de la COVID-19). Si los americanos no coinciden en su interpretación de la realidad -incluida la posición de su país en el mundo-, ¿cómo podrán hablar de una visión entonces empezar a discutir una visión compartida para su futuro?
Esta situación no es nueva: en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, EE. UU. estaba profundamente dividido, tanto por las políticas nacionales que cambiaron el panorama significativamente (como el New Deal) como por opiniones contrarias sobre su participación en la guerra. Sin embargo, hoy la época es celebrada como un «momento de cortesía doméstica». Aunque este cambio se puede atribuir en parte al diestro liderazgo del presidente Franklin D. Roosevelt, el ataque a Pearl Harbor por Japón fue lo que impulsó el amplio apoyo público de la entrada de EE. UU. en la contienda.
Pero un enemigo compartido solo une a un país si hay consenso en identificarlo. Dado que la COVID-19 -un enemigo que tenemos todos en común- sólo sirvió para consolidar la división partidaria estadounidense, este consenso sigue siendo elusivo.
Los que no somos estadounidenses tenemos una idea nítida de lo que históricamente ha simbolizado ese gran país: ingenio, generosidad y democracia. El camino hacia una nación reunificada, que pueda volver a ostentar un liderazgo, no será lineal ni estará exento de dificultades. Hay muchos que desean ver su caída. Por eso, Europa tiene que hablar claro: así como EE. UU. buscó una «Europa unida y libre» tras la Guerra Fría, ahora Europa debe alzar la voz por nuestro aliado transatlántico sanado y reconciliado.
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