TURÍN – Las reformas jubilatorias son una tarea ingrata, pero necesaria. El de las pensiones es un tema difícil y emocional que afecta a todas las personas, y modificar su cálculo o la edad de retiro implica negociar una compleja trama de normas, costumbres y derechos adquiridos que no caben en modelos teóricos exactos.
En países con un sistema público de pensiones, el componente principal suele estar incorporado a la legislación y bajo administración estatal. Además de dicho componente, otras fuentes de ingreso tras el retiro proceden de fondos ocupacionales y de inversiones individuales, dependientes del mercado pero sujetos a organismos regulatorios (como la Autoridad Europea de Seguros y Pensiones Ocupacionales).
Aunque el Estado no provea la totalidad del haber jubilatorio, los gobiernos tienen buenos motivos para involucrarse en iniciativas de reforma. En la provisión de pensiones hay mucho más en juego que la mera eficiencia; y el mercado de seguros tiene capacidad limitada para proteger a las personas en la vejez. Además, confiar al mercado el apoyo a la población de edad avanzada puede llevar a un aumento de la pobreza.
Los programas de protección social del siglo XX se crearon teniendo en cuenta estas consideraciones. Y a pesar de los inmensos cambios demográficos y económicos producidos, siguen siendo tan aplicables como siempre.
El componente jubilatorio estatal suele financiarse mediante un sistema de reparto basado en un contrato intergeneracional. La población activa hace aportes a la seguridad social que se descuentan de sus salarios, y la agencia pública de pensiones distribuye estos recursos en forma más o menos inmediata en la forma de una renta vitalicia para la población retirada.
A diferencia de los programas de seguro privados, el sistema de reparto no se basa en la acumulación de reservas financieras, sino en la idea de que los trabajadores actuales pagan por los retirados con la certeza de que quienes hoy son jóvenes o todavía no han nacido harán lo mismo por quienes están en activo. El Estado, en vez del mercado, puede «garantizar» el contrato atando las pensiones futuras a fórmulas matemáticas que tienen en cuenta el flujo total de aportes y una tasa de retorno que se corresponde con el crecimiento de los ingresos derivados del trabajo.
Se ha dicho a veces que la financiación privada de las pensiones es mejor que el sistema público de reparto. Este argumento da por sentado que el tipo de interés será superior a la tasa de crecimiento de la economía, de modo que el haber jubilatorio correspondiente a un mismo volumen de aportes será mayor. Pero en aquellos países latinoamericanos y de Europa del Este donde se adoptó esta clase de reforma radical no funcionó, y en algunos casos fue necesaria una difícil reversión de la política.
En la actualidad se ha vuelto más común un sistema mixto que combina opciones públicas y privadas. Pero incluso estos sistemas necesitan reformas que aseguren la sostenibilidad y adecuación de las pensiones. Y también se necesita un examen cuidadoso para reducir o eliminar posibles distorsiones del sistema, por ejemplo el impuesto implícito sobre el trabajo realizado una vez cumplidos los requisitos jubilatorios mínimos y la posibilidad de que los trabajadores más adinerados se beneficien más, debido a la falta de correlación entre los aportes y las pensiones cuando se aplican fórmulas con prestaciones definidas.
El principal problema al que se enfrentan los sistemas de reparto es la necesidad de adaptarlos a grandes cambios de la estructura demográfica y económica. Al envejecer las poblaciones, disminuir las tasas de fertilidad y cortarse los flujos migratorios, el contrato intergeneracional en el que se basan los sistemas de reparto se vuelve difícil de mantener.
En el último cuarto de siglo, la reforma jubilatoria en Europa se centró en cambios tendientes a aumentar la edad de retiro efectiva, igualar los requisitos jubilatorios de mujeres y hombres y mejorar la correlación entre aportes y prestaciones. La adopción de alguna clase de fórmula con aportes definidos hace posible adaptar las pensiones a los aportes de cada trabajador sin depender de la capitalización en los mercados financieros. En esta clase de programa, la prestación inicial al momento del retiro y su indexación posterior se determinan aplicando al capital nocional acumulado un factor actuarial que tiene en cuenta la longevidad esperada.
Una buena reforma no puede separar el sistema de pensiones del mercado laboral y de la economía. El prerrequisito más importante para un sistema de pensiones adecuado es contar con mercados laborales dinámicos e inclusivos que faciliten la búsqueda de empleo para los trabajadores y la contratación para los empleadores. Hay que asignar más prioridad y más recursos a políticas favorables al empleo en el largo plazo (por ejemplo sistemas de pasantías y el aprendizaje de por vida).
Las reformas también deben garantizar que las pensiones públicas promuevan la solidaridad social, de modo tal que las personas desfavorecidas por el mercado laboral no sufran al llegar la edad de retiro. Esto puede darse en la forma de aportes nocionales, financiados con impuestos, destinados a los trabajadores que desempeñan tareas peligrosas, los desempleados y quienes proveen cuidados permanentes a familiares.
La variable principal que determina la adecuación y sostenibilidad de un sistema público de reparto es el crecimiento económico. Tasas adecuadas de crecimiento crean puestos de trabajo adicionales, reducen el desempleo, alientan la participación en la fuerza laboral y aumentan la probabilidad de que las personas en edad de trabajar (20 a 65 años) tengan empleo.
Pero las reformas jubilatorias no son una mera cuestión técnica apta para soluciones tecnocráticas. Por sus efectos sobre el patrimonio, las expectativas y los proyectos de vida, estas reformas son de naturaleza política. Necesitan la aprobación de instituciones del Estado y el respaldo de la población. Sin apoyo popular, cualquier reforma corre el riesgo de ser anulada formalmente o eludida en la práctica.
Para aumentar la probabilidad de éxito de las reformas, los trabajadores deben comprender la situación patrimonial que tendrán al retirarse. Deben conocer sus oportunidades de inversión y sus opciones jubilatorias, para hacer elecciones razonables y evitar decepciones (por ejemplo, prestaciones de retiro insuficientes).
También deben comprender la motivación básica de la reforma jubilatoria. Los gobiernos deben explicar de qué manera dichas reformas reducirán los desequilibrios generacionales, reforzarán la sostenibilidad financiera del programa de pensiones y limitarán distorsiones y privilegios. Y para comprender estos razonamientos, los trabajadores necesitan una formación financiera básica. Pero por desgracia, las encuestas muestran al mismo tiempo deficiencias en el conocimiento sobre las pensiones y un difundido analfabetismo financiero.
Prepararse para el retiro es una tarea de toda la vida, y la educación financiera es un elemento fundamental de dicha tarea. Los gobiernos deben esforzarse más en garantizar que los trabajadores estén capacitados para tomar las mejores decisiones en relación con su retiro.
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