BERLÍN – Ciertos cambios trascendentales ensombrecen intensamente las perspectivas para China. Su sistema político pronto se embarcará en una profunda reforma, pendiente solo de la aprobación final (prácticamente, una formalidad) del congreso del Partido Comunista de China (PCCh) el año que viene. El presidente Xi Jinping, presidente del partido y «navegante» del país, fijó un nuevo curso y abandonó el principio del liderazgo colectivo. Xi está apartando a China de la senda que había seguido Deng Xiaoping después del terror de la Revolución Cultural, para regresar a un sistema absolutista unipersonal por tiempo indefinido, como el de Mao Zedong.
Desde una perspectiva occidental estos cambios pueden parecer triviales. Después de todo, el monopolio político del PCCh se mantiene intacto, sin posibilidad de una democratización genuina. Pero para China —que pronto será la mayor economía del mundo y una de las dos superpotencias de este siglo (junto con Estados Unidos)— estos hechos recientes indican el regreso a un pasado desastroso. Elevar formalmente a Xi a la misma estatura de Mao implica una transición desde el autoritarismo hacia la dictadura personal. Dado el gigantesco aumento del poder y la importancia estratégica de China desde el gobierno de Mao, este cambio tendrá consecuencias de gran alcance para el resto de mundo.
Por el momento, el PCCh parece haber logrado combinar su sistema monopartidista con el consumismo al estilo occidental. La ideología comunista fue empujada hacia un segundo plano por la prosperidad masiva y la riqueza individual, lo que dio como resultado un sistema híbrido exitoso que combina elementos tanto de una economía de mercado como de una economía estatal, todo bajo el control único y absoluto del PCCh.
Ciertamente, el rápido ascenso chino —de país en vías de desarrollo a economía líder en el siglo XXI— tuvo sus inconvenientes, principalmente la extendida corrupción oficial, y una creciente brecha entre ricos y pobres. Pero mientras el PCCh mantenga su compromiso con un avance social amplio y los «intereses centrales», como el control incontestado de Hong Kong y Taiwán, y una creciente influencia internacional, su gobierno no corre riesgo en el plano interno.
Además, los líderes del PCCh ya reconocieron que hay que actuar sobre la corrosiva corrupción, la escandalosa distribución de la riqueza, la confrontación con Estados Unidos que comenzó durante la presidencia de Donald Trump, y el creciente poder del sector privado en el país. Los emprendedores exitosos —como Jack Ma, cofundador del Grupo Alibaba— estaban adquiriendo demasiada influencia (desde la perspectiva del PCCh) y tornándose demasiado dependientes del mercado de capitales estadounidense.
Cuando algunas figuras líderes del sector privado chino se atrevieron incluso a expresar abiertamente su oposición a las políticas internas, obviamente se excedieron y pasaron a ser una amenaza para el control del Estado (y, por lo tanto, del partido) del sector financiero y la economía en general. Para el PCCh era claramente necesario un cambio de rumbo. Según Xi, el modelo híbrido chino desarrollado desde Deng requiere ahora un reajuste fundamental y una reorientación social para tener en cuenta la creciente confrontación política con EE. UU. y la caída de la tasa de crecimiento de la economía.
Pero queda por verse como le irá al modelo híbrido chino con un sector privado políticamente debilitado y un sector público (las empresas en manos del Estado) al que hace tiempo no le va bien. China sigue publicando indicadores de crecimiento impresionantes (especialmente frente a los de las economías occidentales) y se las ingenió para recuperarse o rápidamente de la crisis de la COVID-19. La cuestión, sin embargo, es si esta trayectoria de crecimiento —que seguirá debilitándose a causa de las tendencias demográficas— es suficiente para que el país cumpla sus metas y ambiciones.
¿Logrará el cambio rumbo de Xi consolidar el control del PCCh sin sacrificar el dinamismo económico del país, o desbaratará el ascenso mundial de China? Si tiene éxito, seguramente se intensificarán los debates internos en Occidente sobre la regulación y redistribución.
Con este telón de fondo, Xi apuesta todo a una transición del liderazgo colectivo hacia un absolutismo unipersonal por tiempo indeterminado, a pesar de los desastrosos resultados que ese enfoque tuvo con Mao. Para China, ahora un gigante económico, desempolvar ese enfoque es señal de la debilidad de su sistema político. Mao usó la Revolución Cultural para atacar a la élite política china, para destruir y luego renovar en sus propios términos, pero eso fue en la década 1960, cuando China todavía era extremadamente pobre, no una superpotencia mundial. Su estructura de poder interna y sus ambiciones nacionales son cada vez más incompatibles, y aquí yace el mayor riesgo de inestabilidad.
A primera vista, las dictaduras parecen más firmes y asertivas que las democracias, con sus engorrosos procesos de deliberación y consentimiento; pero esto es una ilusión, porque la mayoría de los regímenes autoritarios de hecho se consumen por el temor de sus líderes a perder poder. Cuanto más basan una dictadura sus acciones en este temor y centraliza el poder, más precaria e inestable se torna toda la estructura.
La estabilidad sistémica genuina requeriría un enfoque exactamente opuesto: ampliar la base de apoyo del gobierno. Ese es el principio que China está ahora abandonando con Xi… y llevará a que la China de Xi resulte un socio menos predecible.
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