BARCELONA – «Bla, bla, bla». Así caracterizó la joven activista por el clima Greta Thunberg la cumbre climática de este año en Glasgow (COP26), aun antes de que comenzara. Y algo de razón tenía. Hablar no sirve de nada si los acuerdos internacionales carecen de mecanismos efectivos para verificar y hacer valer los compromisos. Reuniones como la COP26 tienden a carecer de credibilidad, incluso cuando se las presenta como una «última oportunidad» para evitar el fin del mundo que conocemos. Pero también ayudan a generar conciencia sobre el problema y las posibles soluciones, que ya es mejor que el negacionismo de años pasados.
Es verdad que el documento final de la COP26 tiene gusto a poco, ya que el objetivo de limitar el calentamiento global a menos de 1,5 °C apenas se mantiene. En vez de una «eliminación» (phasing out) de la generación de energía a partir del carbón sin disminución de emisiones, ahora se habla de una «reducción progresiva» (phasing down); esto es un cambio crucial introducido a instancias de la India (y con la anuencia de China). Y aunque se mantiene la «eliminación» de los «subsidios ineficientes a los combustibles fósiles», esto lleva implícita la posibilidad de seguir dando subsidios «eficientes».
Pero no olvidemos que hablar no cuesta nada. Por lo mucho que depende la India del carbón, que se haya puesto como objetivo lograr la emisión neta nula en 2070 tal vez sea mejor que si hubiera hecho una promesa para «mitad de siglo» sin intenciones de cumplirla.
Más en general, los objetivos climáticos declarados del mundo tienen ante sí dos grandes obstáculos. El primero es geopolítico, y lo ejemplifica el uso que hace Rusia del gas natural como herramienta estratégica para dividir a Europa entre los que usan la energía nuclear como tecnología para la transición energética (Francia) y los que usan el gas (Alemania). Otro ejemplo todavía más importante es allí donde hay grandes rivalidades, como en el caso de Estados Unidos y China. Pero en esto hay buenas noticias: al parecer la COP26 indujo a los dos países que más contaminan a declarar que colaborarán en el combate al cambio climático. (Sabremos si es más «bla, bla, bla» en caso de que aumenten las tensiones militares entre ambas partes.)
El segundo gran obstáculo es el desacuerdo respecto de cómo compensar a los países menos desarrollados que renuncien al uso de tecnologías contaminantes. La cuestión no es solamente quién pone el dinero, sino también de qué manera se proveerá la financiación. La historia de las ayudas al desarrollo no es particularmente alentadora. Y aunque está demostrado que para resolver la externalidad negativa de las emisiones de gases de efecto invernadero es necesario un régimen internacional de precios del carbono, no es fácil implementarlo. En general, los mercados de emisiones están todavía muy subdesarrollados.
Según el acuerdo alcanzado por casi 200 firmantes en la COP26, un país podrá cumplir sus metas climáticas comprándole a otro créditos compensatorios por la reducción de emisiones del segundo. Aunque el sistema aporta más claridad, también es susceptible de manipulación. Peor aún, permite a los países extender la validez de créditos de carbono registrados desde 2013 que se crearon conforme al Protocolo de Kioto, lo que puede llevar a una sobreabundancia de créditos en el mercado de emisiones y la fijación de un precio del carbono artificialmente bajo.
El documento final de la COP26 también alienta a los sectores público y privado a movilizar más financiación climática y a fomentar la innovación en tecnologías verdes. En este sentido, un modelo prometedor es la Operación Warp Speed, el acuerdo de colaboración público‑privado estadounidense que hizo posible un desarrollo sumamente acelerado de vacunas contra la COVID‑19.
Al sector financiero le corresponde un papel fundamental en la transferencia de recursos de las tecnologías marrones a las verdes. Una posibilidad es que el interés propio baste para que administradoras de activos e intermediarios financieros desinviertan de activos sucios a los que ya consideren demasiado riesgosos (sea por los efectos del cambio climático o porque la transición los tornará obsoletos). Otra posibilidad es que lo hagan a instancias de otros actores con preferencias ecológicas o cuyo horizonte temporal para la internalización de los problemas climáticos es más largo. Los grandes inversores institucionales, por ejemplo fondos de pensiones, son cada vez más conscientes de los riesgos sistémicos del cambio climático.
En cualquier caso, el sector financiero se está coordinando para alinearse mejor con la agenda climática internacional, de lo que dan prueba nuevas iniciativas como la Alianza Financiera de Glasgow para las Cero Emisiones Netas, presidida por el exgobernador del Banco de Inglaterra Mark Carney. Se ha vuelto evidente que los mandatos voluntarios de financiación sostenible que respaldan los intermediarios financieros tienen que ser mucho más estrictos que en la actualidad.
El activismo verde de los accionistas puede lograr que haya más publicación de datos sobre exposición al riesgo climático o incluso desinversión lisa y llana; pero para evitar el falso ecologismo, esa publicación debería ser obligatoria dentro de un marco claro. La creación del nuevo Consejo de Normas Internacionales de Sostenibilidad es un avance en esa dirección.
Finalmente, para promover una economía verde también son esenciales la regulación financiera y las políticas de los bancos centrales. Sobre todo después de la crisis financiera de 2007‑09, los bancos centrales tienen el mandato de garantizar la estabilidad financiera, y por ser el cambio climático un riesgo sistémico tendrán que incorporarlo a sus marcos prudenciales. También tendrán que fomentar un entorno de publicación de datos más transparente, que permita una correcta cotización del riesgo climático (aunque esto es más fácil decirlo que hacerlo). Muchos bancos centrales ya están haciendo pruebas de estrés climático y elaborando escenarios de transición prospectivos.
Más discutida es la cuestión de si los programas de compra de activos de los bancos centrales deberían favorecer y hasta qué punto los activos verdes (o penalizar a los marrones) y hasta qué punto habría que adecuar los requisitos de capital a criterios de sostenibilidad. ¿Corresponde imponer a préstamos marrones exigencias de capital mayores a las que surgirían del mero cálculo de riesgos (o conceder descuentos a los préstamos verdes)? Estas alternativas serían innecesarias en un mundo donde hubiera una correcta fijación de precios del carbono, pero ese escenario es todavía muy lejano.
Los objetivos climáticos de la comunidad internacional siguen siendo muy ambiciosos, sobre todo para un mundo caracterizado por la rivalidad entre grandes potencias. No es común que actores con intereses disímiles trabajen en equipo. Para ello tienen que ponerse de acuerdo sobre un curso de acción compartido, y el «palabrerío» es el primer paso para lograrlo.
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