BUENOS AIRES – El gobierno peronista de Argentina está en crisis. Fue humillado en las elecciones primarias del 12 de septiembre. Sus candidatos para las legislativas de medio término (noviembre 14) fueron derrotados en 17 de las 24 provincias, incluida la de Buenos Aires, tradicional bastión peronista. La líder de facto del gobierno, la vicepresidenta Cristina Kirchner, está comprensiblemente molesta con su presidente de jure, Alberto Fernández, a quien ella misma eligió para liderar su fórmula en el 2019.
La derrota del gobierno se produjo después de un escándalo desatado por un video. Mientras los argentinos estaban encerrados, e incluso privados de la posibilidad de despedirse de sus seres queridos, se hizo pública una filmación en la que se veía al presidente Fernández de fiesta con amigos.
Pero los votantes también expresaron su decepción con una economía que ha estado estancada desde el 2011. En un país de 45 millones de habitantes, sólo alrededor de siete millones tienen empleos formales en el sector privado, que efectivamente no ha creado nuevos empleos desde 2007. Unos 20 millones de personas sobreviven en la economía informal o viven de ayudas públicas.
Los contribuyentes están agotados. Y aunque la demanda está deprimida y los precios de los servicios públicos congelados (el gobierno subsidia a las compañías de electricidad, a los proveedores de gas y a las empresas de transporte público), la inflación se ha disparado al 50%. En un país que solía estar orgulloso de su clase media, los ingresos per cápita han vuelto a caer a los niveles de 1998, y alrededor del 42% de la población está ahora por debajo del umbral de la pobreza.
Una vez más, la Argentina se está quedando sin dólares. Mientras tanto, el gobierno grava las exportaciones y desalienta la inversión con severos controles de capital para mantener el precio oficial del dólar “bajo control”. Las reservas líquidas de Argentina están apenas por encima de los 6.000 millones de dólares, pero el país le debe unos 45.000 millones al Fondo Monetario Internacional, un acreedor preferencial; el primero en la fila de cobrar. Para empeorar las cosas, los vencimientos con el FMI están concentrados en el 2022 y el 2023 (en cada uno esos dos años, la Argentina debería dedicarle al fondo aproximadamente el 25% de sus ingresos anuales de exportación).
El FMI tiene una larga historia de fracasos en Argentina. Desde 1958 se han firmado 21 programas con el Fondo, la mayoría de los cuales terminaron sin lograr sus objetivos. En más de un sentido, el último programa, firmado en el 2018, fue excepcional. Si bien la Argentina cumplió con las metas monetarias y fiscales acordadas, el programa descarriló igual.
El entonces presidente Mauricio Macri obtuvo “demasiado de algo bueno”. Una “lluvia” de 45.000 millones de dólares no le sirvió para persuadir a los inversores de que tenía un plan creíble para estabilizar la economía y ganar las próximas elecciones. Lejos de tranquilizarlos, la sobreexposición de la Argentina al FMI inquietó a los acreedores privados “no preferenciales”. El precio de la deuda argentina se desplomó y los argentinos, como de costumbre, buscaron la seguridad del dólar, drenando las reservas del banco central y allanando el camino para un regreso peronista.
En lugar de asegurar la refinanciación del FMI, el presidente Fernández (un peronista “light”) prefirió empezar por torcerle el brazo a los acreedores privados. Mientras el FMI observaba pacientemente, sin intervenir, su ministro de Economía, Martín Guzmán, logró una “exitosa” reestructuración de la deuda con los privados, posponiendo los pagos de capital hasta el 2024.
Sin embargo, como el gobierno argentino no mostró apuro por acordar un nuevo programa del FMI, los acreedores privados “no privilegiados” decidieron vender sus bonos reestructurados. Resultado, la Argentina sigue aislada de los mercados de capitales y hoy las negociaciones con el FMI han entrado en “tiempo de descuento”.
Ambas partes parecieran estar de acuerdo en que la mejor solución sería un programa de “facilidades extendidas” (conocido como EFF por sus siglas en inglés). Ese tipo de programa es usado ofrecer financiamiento de largo plazo a países que necesitan tiempo para introducir reformas económicas que mejoren la competitividad, sentando las bases para un crecimiento sostenible. Los primeros reembolsos vencen recién después de 4,5 años. Si estos programas están bien diseñados y el país está decidido a implementar las reformas necesarias, la financiación del FMI sirve para “amortiguar” los costos de corto plazo, que normalmente preceden a los beneficios a mediano plazo.
Al asediado gobierno peronista de Argentina le encantaría postergar lo más posible los pagos adeudados al FMI. Ese interés está claro. Lo que no está nada claro es que esté decidido a realizar reformas estructurales que podrían ser impopulares y percibidas como una “imposición” del FMI.
Para hacer frente a sus problemas seculares, la Argentina necesita apoyar la creación de nuevas empresas, la formación de capital humano y facilitar la creación de empleo, reduciendo el costo de contratar y despedir personal. Necesita también, reducir la carga tributaria que ahoga a las pequeñas y medianas empresas. Para llevar a cabo estas reformas en forma socialmente responsable y preservando la institucionalidad democrática, es indispensable que la economía vuelva a crecer para que el sector privado vuelva a crear empleo.
Pero, la actual coalición gobernante no parece estar convencida de la necesidad de reformar la economía. No comparte un proyecto de país. Sólo los une el interés de retener el poder político.
Por lo tanto, si bien el gobierno y el FMI parecen estar formalmente de acuerdo en la necesidad firmar un programa de “facilidades extendidas”, ambos lo quieren por razones muy diferentes. Prudentemente el fondo le ha pedido al gobierno que procure que las reformas a ser incluidas en un próximo EFF cuenten con suficiente consenso político. El gobierno ha prometido buscar la aprobación legislativa del próximo programa. Pero si los resultados de las elecciones primarias se repiten el 14 de noviembre, el gobierno podría perder varios legisladores y hasta seis senadores, lo que lo obligará a entablar difíciles negociaciones con los partidarios del expresidente Macri.
Para complicar aún más las cosas, Cristina Kirchner, quien preside el Senado, en repetidas ocasiones dijo que pretende que FMI refinancie la deuda a 20 años (el doble del plazo de un EFF) y con tasas de interés más bajas que las previstas (el FMI utiliza “sobrecargos” para alentar el pago anticipado).
Para sacar a la economía del estancamiento, la Argentina necesita inversiones privadas. Un programa de facilidades extendidas podría ayudar a recuperar la confianza de los inversores. El FMI tiene corresponsabilidad por el fracaso del programa del 2018. Por eso debe ayudar y mostrarse flexible. Pero también debería exigir que la clase política argentina acuerde una hoja de ruta de reformas que pueda continuar el próximo gobierno, en el 2023.
El FMI puede prestar dólares, pero la confianza de los inversores no se compra con dinero. Tanto la Argentina como el FMI ya deberían saberlo.
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