NUEVA YORK – Dos días antes de los desembarcos en Normandía de junio de 1944, Charles de Gaulle exigió el derecho a gobernar Francia tras ser liberada por los aliados. Franklin D. Roosevelt, que detestaba al General, no tenía intención alguna de aceptar su demanda. Winston Churchill, que más bien admiraba las fantasías de grandeza del francés, se alineó con el Presidente estadounidense, diciéndole al líder de la Francia Libre que, si tenía que optar entre de Gaulle y Roosevelt, siempre escogería a Roosevelt.
Esa actitud era completamente comprensible. Europa estaba ocupada por la Alemania nazi. La Francia Libre era en gran medida una fuerza simbólica y Gran Bretaña era una de las tres principales potencias aliadas. Sin embargo, más adelante la opción de los británicos de ponerse del lado de Estados Unidos en todas las circunstancias (con una o dos excepciones, como la crisis del Canal de Suez en 1956 y la guerra de los Balcanes en la década de 1990) les terminó por costar caro.
Lleno de orgullo por la victoria bélica, el gobierno británico rechazó cada oportunidad para influir en las instituciones europeas en la década de 1950, y cuando el Primer Ministro Harold Macmillan llegó a la conclusión a principios de los años 60 de que Gran Bretaña solo podría seguir siendo un país serio si formaba parte de la Comunidad Económica Europea, de Gaulle se le interpuso, vetando el ingreso de los británicos en 1963 y 1967.
De Gaulle no había olvidado las palabras de Churchill de 1944. Veía a Gran Bretaña como un Caballo de Troya de la dominación estadounidense en Europa. En su opinión, Francia era el líder europeo natural. Y, puesto que Alemania no tenía deseos de liderar y los demás europeos ya habían tenido suficiente del poderío germano, su visión tuvo una amplia aceptación.
Gran Bretaña finalmente se unió a la CEE en 1973, pero incluso así los primeros ministros británicos, excepto Edward Heath en los años 70, se aferraron a la llamada (especialmente por los británicos) “relación especial” con EE.UU., que consistía principalmente en compartir secretos nucleares, inteligencia y cooperación militar. Gran Bretaña esperaba que esta relación especial le permitiera seguir siendo una formidable potencia global, incluso mucho después de perder su imperio.
Hoy, una vez más, Gran Bretaña ha optado por alinearse con EE.UU. en un nuevo pacto de defensa con Australia para contrarrestar a China, con el poco atractivo nombre de AUKUS. Se interrumpió un acuerdo de larga data con Francia para suministrar submarinos diésel a Australia, en favor de submarinos nucleares angloestadounidenses. Comprensiblemente, Francia está furiosa. Los tres países del AUKUS ni siquiera se molestaron en notificar a los franceses del inminente trato. Francia retiró a sus embajadores de Canberra y Washington, pero no de Londres. No consideró que Gran Bretaña fuera lo suficientemente importante.
Puede que Australia haya tenido buenas razones para decidir que los submarinos estadounidenses serían más adecuados como defensa contra China. También se podría aducir que tiene sentido fortalecer las alianzas estadounidenses en la región indo-pacífica, no solo con Australia, sino también con Japón e India. Está menos claro qué intereses tiene Gran Bretaña en la región, aparte de inflar una autoimagen de “Gran Bretaña global” tras el Brexit. Con 1,5 millones de ciudadanos, 8000 soldados y territorios insulares en los océanos índico y pacífico, Francia tiene mucho más en juego que los británicos.
Pero hay otros factores en el AUKUS que los contratos de submarinos, con todo lo lucrativos que estos puedan ser. El Presidente estadounidense Joe Biden ha decidido enfrentar el poder en expansión de China en el sudeste asiático con una demostración de fuerza militar. A menudo ha expresado su deseo de que los aliados de Estados Unidos se unan a esta intención, a pesar de que la preocupación de japoneses y europeos de que se perjudiquen sus intereses comerciales con China y verse arrastrados a una potencial guerra. Al socavar a Francia, EE.UU., con la connivencia de Gran Bretaña, ha ampliado una grieta histórica entre los aliados europeos. Es como si se comprobara la sospecha de de Gaulle de les Anglo-Saxons en 1944.
Por supuesto, hay otra manera de ver esta situación. La nostalgia de la guerra juega un papel importante en el agrado instintivo de Gran Bretaña por la relación especial. Como el ex Primer Ministro británico Tony Blair en los preparativos de la invasión de Irak en 2003, algunos políticos británicos creen que el Reino Unido es el único país europeo con fuerzas armadas serias y la voluntad política de usarlas. Al igual que Blair antes que él, el Primer Ministro Boris Johnson parece creerse una reencarnación de Churchill.
Desgraciadamente (o no), el poder militar británico es insignificante en comparación con el que podía disponer Churchill en 1944. La nostalgia bélica ha arrastrado a los británicos a varias guerras estadounidenses sin sentido que otros países europeos tuvieron el tino de evitar. La cuestión es si provocar a China al apoyar el ruido de sables de Biden se justifica, incluso si no hay en juego intereses británicos directos. ¿Es la alternativa de dar un paso atrás y hacer negocios con China como de costumbre una forma de apaciguamiento cobarde? ¿O podría haber otras opciones?
El temor a repetir el apaciguamiento de Neville Chamberlain en 1938 es una de las razones del enmarañamiento de EE.UU. y Gran Bretaña en guerras innecesarias en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Por eso, los líderes franceses han llamado a una mayor “autonomía estratégica” de la Unión Europea. Europa debe fortalecer sus propias fuerzas militares e irse desligando de la dependencia de Estados Unidos. El Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de la UE Josep Borrell anunció que también Europa ayudará a limitar el poderío chino. El bloque buscará un acuerdo comercial con Taiwán, al tiempo que sigue comerciando con China. Incluso el periódico Le Monde, proeuropeo y progresista, señaló que esta idea “tiene pocas agallas”-
En tanto y cuanto la UE carezca de una política exterior en común y suficientes fuerzas armadas propias, la autonomía estratégica seguirá siendo no más que palabras. Solo con la plena cooperación de Gran Bretaña y una participación militar alemana mucho mayor, Europa podría algún día tener alguna chance de autonomía. Pero la combinación de la carga histórica de Alemania y la obsesión británica por su relación especial se interpone en ese camino.
Como resultado, el destino de la región indo-pacífica y quizás de muchos otros lugares seguirá en las manos de gobernantes chinos cada vez más agresivos y autoritarios y de quien sea que ocupe la Casa Blanca. En cualquier caso, ni Gran Bretaña ni Australia, ni mucho menos Francia y la Unión Europea, tendrán mucho que decir al respecto.
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