PARÍS – El último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático no deja lugar a dudas: el calentamiento global continuará al menos hasta 2050, incluso si se reducen drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero en las próximas décadas. Si la reducción es demasiado lenta, las olas de calor, sequías, fuertes lluvias e inundaciones que sufrimos este verano serán más frecuentes. No podemos descartar resultados más catastróficos, como cambios abruptos e irreversibles en la circulación oceánica.
Afortunadamente, la gente está cada vez más convencida sobre la urgencia del problema. Una encuesta reciente de Naciones Unidas señala que casi dos tercios de la gente en 50 países considera al cambio climático como una emergencia. La cuestión, entonces, es cuál debe ser la acción climática. ¿Cómo afectará a los ingresos, empleos y condiciones de vida? La mayoría de los ciudadanos sencillamente no lo sabe, porque les están ofreciendo perspectivas muy contrapuestas sobre el futuro.
Por un lado, los tecnooptimistas confían en que las nuevas innovaciones ecológicas solucionarán en gran medida el problema. Su visión del futuro es simple: conduciremos automóviles eléctricos en vez de a petróleo, viajaremos en trenes de alta velocidad en vez de usar aviones y viviremos en casas con huella neutra de carbono. Es posible que los ricos deban renunciar a sus vacaciones en otros continentes, pero el estilo de vida de todos los demás básicamente se mantendrá.
Los escépticos del crecimiento, por otra parte, describen la transición hacia la neutralidad en las emisiones de carbono como un cambio fundamental que pondrá fin a décadas de expansión económica impulsada por el consumo. Ingresaremos en una era de «poscrecimiento», o incluso de «decrecimiento». La calidad sustituirá a la cantidad y la interacción social reemplazará al consumo material.
Ambos bandos comparten la meta de reducir las emisiones, pero mientras que los tecnooptimistas confían en que el capitalismo verde impulsará una transformación económica, los escépticos sugieren que el crecimiento es una adicción destructiva que solo se puede curar acortando la rienda a la derrochadora conducta privada. Para ellos, la lucha contra el cambio climático es un combate contra el propio capitalismo.
Los economistas tienden a compartir la opinión de los tecnooptimistas. Allá por 2009, Daron Acemoglu, del MIT, y Philippe Aghion, del Collège de France, observaron, junto con otros autores, que el progreso tecnológico había estado enormemente sesgado hacia las tecnologías «marrones» (intensivas en emisiones de carbono).
Señalaron que los subsidios gubernamentales, la normativa y los precios del carbono orientarían la innovación hacia tecnologías más limpias, aumentando cada vez más la eficiencia del crecimiento verde. Esas predicciones fueron confirmadas por el colapso del costo de las energías renovables. Adair Turner, presidente de la Comisión de Energy Transitions Commission, observa que para muchos países en vías de desarrollo la energía verde se está tornando rápidamente más barata que la de combustibles fósiles. Lo mismo ocurre con las baterías eléctricas.
El motivo es que el capitalismo empezó a tornarse verde: una cantidad cada vez mayor de empresas invierte para ser parte de un futuro más limpio. La valuación de Tesla es actualmente siete veces superior a la de General Motors, a pesar de que vendió 14 veces menos automóviles en 2020. De todas formas, el capitalismo marrón persiste y lucha por sobrevivir. Al igual que cuando los intereses agrícolas y manufactureros combatieron entre sí en el siglo XIX, la batalla decisiva hoy día no es entre los activistas climáticos y el capitalismo, sino entre dos vertientes del capitalismo.
Son buenas noticias, pero con dos salvedades. En primer lugar, incluso si la tecnología viene al rescate de la sociedad de consumo, la gente tendrá que cambiar su estilo de vida. Debido a que muchas viviendas suburbanas intensivas en el uso de energía difícilmente superarán la prueba de neutralidad de emisiones de carbono, podrían terminar como activos obsoletos. Eso sería un problema para los hogares cuyo principal activo es el valor actual de sus viviendas. De manera similar, la profunda transformación de las dietas intensivas en carnes trastocará tradiciones agrícolas y alimentarias vigentes desde hace miles de años.
Los escépticos del crecimiento tienen entonces razón cuando afirman que la tecnología no es la panacea. Aunque resulta una tontería pensar que el decrecimiento solucionará el problema climático, sí tiene sentido en términos psicológicos advertir a la gente que tendrá que cambiar su comportamiento.
La segunda salvedad es que, incluso si las tecnologías verdes resultan menos costosas que las tradicionales, los costos de transición serán sustanciales. Por haber demorado tanto nos enfrentamos ahora a un cambio repentino y brusco. En pocas palabras, habrá que descartar y reemplazar una parte significativa del stock de capital existente —edificios, máquinas y vehículos— antes de que llegue al final de su vida útil. No importa si este cambio será inducido por los precios del carbono o por normativas más estrictas para las emisiones, de cualquier forma, será necesaria una mayor inversión para mantener el mismo nivel de producto.
Los economistas llaman «shock negativo de oferta» a la obsolescencia repentina del stock de capital, porque su principal efecto económico es reducir el producto potencial (al menos, temporalmente). La expresión fue acuñada en la década de 1970 para dar sentido al repentino aumento del precio del petróleo. Un cálculo rápido sugiere que el impacto que sufriremos en la próxima década tendrá aproximadamente el mismo orden de magnitud.
La combinación de un menor producto potencial y una mayor inversión —del 2 % del PBI, según varias estimaciones— implica que el bienestar de los consumidores se verá afectado. Más precisamente, caerá en el corto plazo y mejorará en el largo, como ocurre cuando un país aumenta su gasto militar para proteger su seguridad. También se perderán puestos de trabajo en los sectores tradicionales intensivos en emisiones de carbono, pero se crearán otros en las industrias con una huella neta nula de carbono. Nuevamente, esto implicará costos de transición significativos: los trabajadores de las fundiciones no se transformarán instantáneamente en expertos en aislación de edificios.
Los líderes políticos deben ser honestos sobre lo que se avecina. El presidente Joe Biden es un poco engañoso cuando habla de «una oportunidad para crear millones de puestos de trabajo para la clase media, sindicalizados y con buenas remuneraciones», al igual que la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen cuando sugiere que el Pacto Verde Europeo es la «nueva estrategia de crecimiento» de Europa. Ambos están en lo cierto cuando mencionan un futuro prometedor, pero se equivocan cuando desestiman que ciertos empleos serán destruidos y la prosperidad decaerá en el ínterin.
Los ciudadanos son conscientes de la urgencia de la acción climática, pero no están seguros de sus implicaciones. Lo que necesitan es claridad, no promesas soñadoras. La mejor forma de convencer a la gente para que acepte los esfuerzos de la descarbonización no es minimizando los desafíos que nos esperan, sino describiéndolos con precisión y explicando cómo los superaremos.