CAMBRIDGE – En los últimos 60 años, algunas brechas de desarrollo entre los países se han achicado notablemente. Pero otras han persistido. Y una se ha ampliado, con implicancias preocupantes para el futuro.
Desde un punto de vista positivo, la expectativa de vida en los países de bajos ingresos ha aumentado del 55% de los niveles de Estados Unidos en 1960 (cuando era 70 años) a más del 80% hoy (cuando es 78,5 años), mientras que en muchos países de ingresos medios –entre ellos Chile, Costa Rica y el Líbano- la gente vive más que los norteamericanos.
Una historia similar se puede contar sobre la educación. Aun cuando la inscripción en educación terciaria en Estados Unidos pasó del 47% en 1970 al 88% en 2018, muchos países han achicado drásticamente la brecha. América Latina, por ejemplo, pasó de menos del 15% del nivel estadounidense en 1970 al 60% de la tasa de matrícula actual de Estados Unidos, a pesar del aumento de esta última. Algunos países (como Argentina y Chile) incluso reportan tasas de inscripción superiores a las de Estados Unidos. En el mismo período, los países árabes pasaron de menos del 13% de los niveles estadounidenses a más del 36% hoy.
Sin embargo, otras brechas se mantienen persistentemente grandes. Mientras que el ingreso per cápita en Estados Unidos ha aumentado más del triple entre 1960 y 2019 (en paridad de poder adquisitivo), la brecha de ingresos entre Estados Unidos y América Latina, Sudáfrica y el mundo árabe no se redujo. Los ingresos en estas regiones representan menos de una tercera parte de los niveles estadounidenses (después de ajustar por diferencias de poder adquisitivo). El África subsahariana se ha mantenido aproximadamente en el 6% de los niveles de Estados Unidos y la India, en alrededor de una décima parte. Sólo en algunos países del este de Asia y del este de Europa las brechas de ingresos se han achicado significativamente en comparación con Estados Unidos.
Eso nos lleva al problema de las implicancias preocupantes. Una reducción de la brecha educativa sin una reducción de la brecha de ingresos sugiere una brecha tecnológica creciente: el mundo está desarrollando tecnología a un ritmo más rápido del tiempo que a muchos países les toma adoptarla o adaptarla a sus necesidades. Los economistas suelen desestimar esta cuestión, porque piensan en la tecnología como algo que está incorporado en las máquinas y así puede ingresar fácilmente a los países, a menos que los gobiernos hagan cosas como restringir el comercio, la competencia o los derechos de propiedad.
Pero una mejor manera de entender la tecnología es como un conjunto de respuestas a preguntas sobre “cómo hacer las cosas”. Y como distintas sociedades hacen las cosas de manera diferente, la adopción tecnológica exige cierta adaptación a las condiciones locales, lo que a su vez requiere capacidades locales.
Una métrica de estas capacidades es la tasa con la que los países registran patentes. Como sucede con todas las métricas, ésta es imperfecta por muchas razones (no todas las soluciones a las preguntas sobre cómo hacer las cosas se patentan, no todas las patentes son igual de útiles y no todas las industrias tienen las mismas probabilidades de patentar sus innovaciones). De todos modos, las cifras son tan impactantes que no se pueden desestimar como simples particularidades de la medición.
Por su parte, la tasa de patentamiento de Estados Unidos se ha más que triplicado en los últimos 40 años, de alrededor de 270 patentes por millón de personas por año en 1980 a alrededor de 900 en los últimos años. Y ni siquiera es el líder mundial.
La tasa de patentamiento de Corea del Sur ha aumentado casi 100 veces en los últimos 40 años, de 33 a 3.150 por millón; hoy está patentando a un ritmo tres veces superior al de Estados Unidos.
Japón patenta dos veces más que Estados Unidos y China ha aumentado su tasa de patentamiento más de 250 veces –pasando de menos de cuatro por millón en 1980 a más de 1.000 hoy-. Países como Austria, Alemania, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña, Noruega, Nueva Zelanda y Singapur patentan al menos la cuarta parte que Estados Unidos. Y otros países, como Australia, Canadá, Suiza, Irán, Israel, Italia, Holanda, Polonia y Eslovenia patentan apenas por encima de una séptima parte de las patentes que se registran en Estados Unidos.
En este contexto, es notable lo bajas que pueden ser las tasas de patentamiento en algunas partes de ingresos medios en el mundo. En América Latina y Sudáfrica, por ejemplo, la tasa de patentamiento es 70 veces más baja que en Estados Unidos, mientras que en el mundo árabe es 100 veces inferior.
Estas tasas increíblemente bajas son sorprendentes por tres razones. Primero, exceden por lejos las brechas en la inscripción universitaria. Segundo, la brecha de patentamiento es enorme en relación a las brechas en las publicaciones científicas. Uno podría esperar tasas de publicaciones científicas muy bajas si el problema fuera una falta de científicos. Pero en América Latina, el mundo árabe y Sudáfrica, la brecha de patentes es, respectivamente, nueve, diez y trece veces mayor que la brecha en las publicaciones científicas en relación a Estados Unidos.
Finalmente, estas brechas son grandes en relación a otros países que, hasta hace poco, eran menos desarrollados en términos de ingresos, matrícula universitaria o desarrollo científico. China, Malasia, Tailandia y hasta Vietnam hoy superan a América Latina, Sudáfrica y el mundo árabe en el Índice de Innovación Global de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual.
Siempre es conveniente responsabilizar a los gobiernos por los malos resultados. Pero, en este caso, la escasez de patentes en países de ingresos medios con grandes sistemas universitarios parece ser culpa de las propias empresas y universidades. Es un síntoma de una sinergia mal explotada entre estos dos ámbitos.
Las universidades en los países de ingresos medios tienden a centrarse en la enseñanza, porque les preocupa mantener bajos los costos educativos. Sus mejores académicos de investigación dirigen sus esfuerzos a las publicaciones científicas, porque prefieren eso a ensuciarse la mente con problemas prácticos mundanos que benefician a empresas con fines de lucro.
Al mismo tiempo, las empresas, especialmente las grandes, invierten sorprendentemente poco en investigación y desarrollo, en parte porque nunca han hecho esas inversiones antes, pero también porque suponen que no tendrán ningún socio universitario con el cual puedan transformar el dinero en innovaciones. Tal vez no se equivoquen al pensar así: la mayoría de las universidades no están preparadas para incorporar este tipo de trabajo. Pero en un ecosistema de innovación que funcione correctamente, la inversión de las empresas en I&D se traduciría en grandes flujos de dinero que las universidades podrían utilizar para financiar una capacidad de I&D significativa y efectiva, sin aumentar las cuotas de matriculación.
Para que surja ese ecosistema, las universidades en los países de medianos ingresos tienen que cambiar su mentalidad, su estructura, su gobernanza y sus prácticas de contratación; y las empresas necesitan aprender el valor de las inversiones en I&D de sus coleas más exitosos en otros países. A menos que los líderes empresariales y las autoridades universitarias puedan adoptar una nueva manera de pensar en torno a la adopción, adaptación e innovación tecnológica, la brecha de ingresos entre los países y el mundo rico persistirá.