LONDRES – Solo hay un aspecto positivo sobre el hecho de los talibanes hayan restablecido el Emirato Islámico de Afganistán a días del aniversario 20 de los ataques terroristas a EE.UU. del 11 de septiembre de 2001: servirá como recordatorio de por qué hace dos décadas hubo que invadir el país y derrocar al gobierno talibán.
Cuando cerca de 3000 personas son asesinadas en tu propio suelo en una operación planificada y ordenada por un grupo terrorista conocido desde un país cuyo gobierno se niega a cooperar para llevar ante la justicia a esa organización y a su líder, no hay buenas opciones. El ataque en represalia a Afganistán fue la única ocasión en que se invocó el Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, por el que los firmantes acuerdan considerar un ataque a uno de los miembros como un ataque a todos. La invasión liderada por EE.UU. tuvo un amplio apoyo, a diferencia de la invasión a Irak dos años después: solo unos cuantos países la condenaron o se opusieron a ella.
Por estas razones, el aniversario 20 del 11/9 será una ocasión más sombría que lo usual. Junto con los terribles recuerdos de ese día ahora habrá una fuerte sensación de dos décadas de fracaso en Afganistán, de la traición a aquellos afganos a los que se convenció de que podrían vivir en un país más libre y algo más próspero, y de un importante golpe a la credibilidad internacional de los Estados Unidos, la OTAN y el Presidente Joe Biden en lo personal. Pero, si bien la mayor parte de las recriminaciones apuntan a lo que se hizo y lo que se dejó de hacer en Afganistán, el verdadero fracaso desde septiembre de 2001 ha sido regional y se centra en Pakistán.
David Frum, que escribía los discursos del Presidente George W. Bush sobre asuntos exteriores entre 2001 y 2002, ha comentado que, si la invasión liderada por EE.UU. hubiera logrado su objetivo primario de matar o capturar a Osama bin Laden en diciembre de 2001, la historia de la intervención estadounidense en Afganistán habría terminado de manera muy diferente: una retirada más veloz y el traspaso del poder a algún tipo de nuevo gobierno afgano, sin compromisos de largo plazo. No podemos saber si esta especulación es correcta, pero sí subraya un punto que ha sido subestimado tras la debacle afgana.
Por cerca de una década, hasta que fue muerto por las Fuerzas Especiales estadounidenses en 2011, bin Laden se escondió en Pakistán, y no simplemente en las Áreas Tribales bajo Administración Federal, donde el alcance del gobierno es muy escaso. Estaba en Abbottabad, ciudad de mediano tamaño situada a apenas 120 kilómetros de Islamabad, la capital del país, y sede de la Academia Militar Pakistaní.
Más aún, si bien algunos líderes talibanes se establecieron el Qatar tras ser sacados del poder, la mayoría lo hizo en Pakistán, con el respaldo y la aparente aprobación de los servicios de inteligencia pakistaníes (Inter-Services Intelligence, o ISI). El hecho de que los talibanes seguían existiendo como grupo opositor con el que la administración del Presidente Donald Trump negoció su acuerdo de salida el año pasado se explica en gran medida por el apoyo pakistaní.
El mayor fracaso tras el 11/9 fue la imposibilidad de asegurar el apoyo de largo plazo de los vecinos inmediatos de Afganistán: Irán, China, Rusia, los cinco “-están” del Asia Central e India, pero sobre todo Pakistán. Es verdad que algunos de ellos jamás habrían dado su respaldo, pero Pakistán había recibido por largo tiempo de ayuda estadounidense, militar y de otros tipos, y durante la Guerra Fría se consideraba un aliado de Estados Unidos. El hecho de que también coqueteaba con China y que su programa de armas nucleares recibía el apoyo y tecnología chinos debería haberse visto como un indicador de su escaso compromiso con el bando estadounidense.
Nunca habría sido fácil para EE.UU. lograr una influencia suficiente sobre Pakistán después de 2001 como para haber tenido la posibilidad de asegurar una estabilidad de largo plazo en Afganistán, especialmente en momentos en que Pakistán e India estaban a punto de un enfrentamiento militar, lo que el 2001-2002 generó temores plausibles de una guerra nuclear. Es más, durante este periodo un objetivo importante de la política exterior estadounidense era establecer una relación más estrecha con India (lo que produjo el Acuerdo Nuclear Civil indo-estadounidense de 2005), en gran medida para hacer de contrapeso al creciente poder chino en el área del Pacífico alrededor de ese país. Esos vínculos son hoy la piedra angular de la estrategia de Biden en esa zona, a través de un papel optimizado para los países del “Quad” (India, Japón, Australia y EE.UU.).
En retrospectiva, debiéramos haber visto el error crucial del periodo, expresado en el Discurso del Estado de la Unión de Bush en 2002 cuando, usando las palabras de Frum, describió a los enemigos de Estados Unidos como un “eje del mal”. Ninguno de los tres países que acusó de ser estados patrocinadores del terrorismo –Irán, Irak y Corea del Norte- es responsable del fracaso estadounidense en Afganistán y del regreso de los talibanes al poder.
La culpa de eso reside en gran medida en Pakistán y la incapacidad de Estados Unidos de traer a ese país a su esfera de influencia. Incluso si no hubiera desviado su atención y sus recursos a la invasión de Irak en 2003, ese fracaso habría condenado su política en Afganistán.
No digo esto para desviar la atención de los fracasos más inmediatos y trágicos, los vacíos morales y los signos de planificación incompetente que no son una característica nueva en la actividad estadounidense en el ámbito internacional. Como lo expresa Gideon Rachman en el Financial Times, ya no caben dudas reales de que vivimos en un mundo post-estadounidense. Cuando Fareed Zakaria publicó un libro con ese título en 2008, meses antes del colapso económico de ese año, muchos pensaron que era prematuro. Hoy parece profético.