NUEVA YORK – Para los libremercadistas, el Estado es siempre el malo de la película. Como dijo el presidente Ronald Reagan en su famoso primer discurso inaugural: «En la crisis actual, el Estado no es la solución: el Estado es el problema».
Desde los ochenta se idealiza a los mercados como el único modo de lograr una asignación óptima de recursos. Se considera que una economía saludable se guía por el espíritu emprendedor, no por la política, porque el mecanismo de precios transmite información confiable sobre el valor de bienes y servicios. Los vendedores venden al comprador que hace la mejor oferta, y todas las partes son tomadores de decisiones bien informados y racionales. El mercado siempre alcanza el precio de equilibrio, garantía de un resultado eficiente. Es el mundo perfecto.
Pero el mundo real no es perfecto. Los participantes del mercado enfrentan costos de transacción y de información. Son inevitables las externalidades negativas y los fallos del mercado. Hasta los más ardientes defensores del laissez faire coinciden en que a veces se necesita algo de intervención estatal (aunque el Estado debe abstenerse de tomar medidas que distorsionen los resultados del mercado).
Pero, ¿y si la distorsión mayor surge de los participantes del mercado? La coincidencia en la actualidad de tres crisis (financiera, sanitaria y climática) es radicalmente diferente de la «crisis actual» que Reagan tenía en mente. Tal vez deberíamos pensar si esta vez el problema no será el mercado.
El nuevo gobierno estadounidense parece ser de esa idea. La orden ejecutiva dictada el 9 de julio de 2021 por el presidente Joe Biden, «Promoción de la competencia en la economía estadounidense», presenta una retahíla de casos de distorsión y manipulación del mercado, en la que se destacan importantes actores de los sectores agrícola, sanitario, financiero, farmacéutico, tecnológico y del transporte.
La orden ejecutiva es el primer ataque a una serie de problemas que afectan a la economía estadounidense, entre ellos: exceso de consolidación en industrias clave; falta de transparencia en los mercados; precios injustos, discriminatorios y engañosos; barreras al ingreso de nuevos participantes al mercado erigidas por las empresas establecidas; y prácticas de distribución anticompetitivas. Las víctimas incluyen a usuarios comunes de Internet, de las redes sociales y de las plataformas de venta minorista, clientes de aerolíneas, nuevos emprendedores y una variedad de pequeñas y medianas empresas, entre ellas fabricantes de cerveza y agricultores independientes.
Todos estos grupos se ven desfavorecidos frente a empresas que distorsionan el mercado en beneficio propio. En este nuevo entorno, el caveat emptor (la responsabilidad del comprador de tener cuidado) es una frase vacía. En otros tiempos, un agricultor podía inspeccionar una vaca antes de comprarla; si no advertía que estaba enferma, el problema era suyo. Pero esta clase de intercambio simple entre partes relativamente iguales ha cedido paso a un sistema muy desigual en el que clientes anónimos deben hacer frente a grandes empresas en una relación asimétrica que no admite regateo o negociación.
Peor aún, esas mismas grandes empresas han consolidado sus posiciones dominantes por medio de una variedad de prácticas equívocas: publicidad engañosa, costos adicionales y otras estrategias de fijación de precios que impiden la comparación de productos, obstáculos a los intentos de los clientes de recuperar comisiones cobradas por servicios mal provistos, etcétera.
En el sector financiero, de combatir prácticas fraudulentas o engañosas se encarga hace tiempo la supervisión regulatoria. Las empresas que quieran emitir acciones o bonos en bolsas oficiales deben publicar la información que necesitan los inversores, y hay un proceso activo de vigilancia y fiscalización del cumplimiento de las normas.
Por supuesto que este sistema dista de ser perfecto. En las últimas décadas, los organismos regulatorios han estado escasos de recursos, y creció la oferta de instrumentos financieros privados. Pero la idea general se mantiene: los mercados sólo funcionan cuando todos los participantes respetan las mismas reglas.
Para las empresas, la tentación de sacar ventaja ignorando las reglas es universal, pero en algunos sectores, la erosión de los principios del mercado ya supera el mero hecho de engañar a los clientes o eliminar a posibles competidores apelando a métodos agresivos. Las farmacéuticas, por ejemplo, son grandes beneficiarias de monopolios legalizados, en los que lucran con patentes sobre productos innovadores derivados de la investigación básica con financiación pública, y suelen renovarlas haciendo meros retoques al compuesto original.
Pero parece que ni siquiera estos importantes subsidios legales han sido suficientes para la industria. La conducta rentista de las megafarmacéuticas se ha extendido al encarecimiento de medicamentos recetados y a poner trabas a la producción o difusión de medicamentos genéricos y biosimilares, incluso durante la pandemia.
En cuanto a las megatecnológicas, el control sobre usuarios y clientes y la compra preventiva de posibles competidores se han vuelto prácticas establecidas. Las plataformas dominantes se presentan como aliadas de los consumidores, al tiempo que les niegan cualquier posibilidad de elección significativa. Por ejemplo, Amazon no sólo cobra onerosas comisiones a vendedores que en la práctica no tienen otro lugar donde ir, sino que directamente compite con ellos.
Asimismo, las grandes empresas de redes sociales provocaron la quiebra de muchos medios de prensa al permitir la publicación de sus contenidos sin compensación. Cuando Australia aprobó una ley que obliga a las plataformas digitales a compensar a las empresas de medios, Facebook prohibió en forma transitoria a los australianos compartir noticias en la plataforma, y amenazó con irse del país. (Sólo aflojó la mordaza virtual tras llegar a un acuerdo con NewsCorp, de Rupert Murdoch, mientras que las empresas de medios más pequeñas no tuvieron acceso a la mesa de negociación.)
Pero en materia de distorsión del mercado, la palma se la llevan los empleadores. Las grandes empresas de todos los sectores han usado cada truco del manual para dominar a los trabajadores en vez de competir por ellos. Tras décadas de debilitar a los sindicatos y externalizar puestos de trabajo para suprimir salarios, los empleadores apelan cada vez más a cláusulas contractuales de no competencia para tener bajo su poder a empleados en todos los niveles de la empresa.
Esos esquemas ya se aplican a entre el 28 y el 48% de todos los empleados en Estados Unidos; de trabajadores gastronómicos a empleados de alto nivel que innovaron e hicieron aportes de valor sustanciales a las ganancias de sus empleadores (mientras se les niega cualquier derecho intelectual sobre productos que ayudaron a crear). Quienes tratan de salirse enfrentan amenazas de litigio; y los tribunales estadounidenses tomaron hace tiempo partido por los empleadores (que siempre pueden despedir a sus empleados a voluntad).
Estas asimetrías tienen todas las características de un orden jerárquico, no de mercados libres que asignen recursos (incluido el capital humano) en forma eficiente. Ahora que el gobierno de Biden puso en la mira estas prácticas neofeudales, los libremercadistas deberían ser los primeros en celebrarlo.
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