MADRID Y MONTEVIDEO – América Latina atraviesa un momento de especial gravedad. Su economía se encuentra contra las cuerdas. Sus instituciones, debilitadas y desprestigiadas. Y sus sociedades, indefensas ante un virus que está causando severos estragos. Las multitudinarias protestas que se vienen desencadenando en una larga y variopinta lista de países evidencian la creciente frustración ciudadana, que debe abordarse sin mayor dilación.
Pese a tener poco más del 8% de la población mundial, Latinoamérica cuenta con más del 30% de las víctimas mortales confirmadas por COVID-19. Con algunas excepciones, la vacunación avanza a ritmo lento: por ejemplo, en Perú (uno de los países con peores cifras de mortalidad por COVID-19 en todo el mundo), el porcentaje de población vacunada con al menos una dosis se sitúa tan solo en torno al 20%.
El pasado año, la economía de la región cayó un 6,3%, pero lo cierto es que ya llevaba un lustro de estancamiento y menguante dinamismo. A esto se añade que muchos países latinoamericanos se encuentran entre los más desiguales del planeta, lo cual representa un caldo de cultivo para el virus y la inestabilidad política.
Los relatos fatalistas sobre Latinoamérica son contraproducentes, ya que enmascaran la heterogeneidad que caracteriza a sus sociedades y marcos institucionales, y les niega una capacidad de actuación que sin duda poseen. Sin embargo, no pueden obviarse los factores históricos y estructurales que explican el desarrollo tardío de la región en su conjunto. Tampoco su marcada tendencia a la volatilidad, que ha quedado más que patente en los últimos 30 años.
El auge democrático que experimentó América Latina a principios de los años 90, junto con el incremento de los precios de las materias primas una década más tarde, derivó en un aumento del PIB y propició un engrosamiento de las clases medias. Pero el fin del boom de las materias primas en la segunda década del presente siglo echó por tierra buena parte de los avances económicos cosechados, lo cual repercutió negativamente sobre el clima social y político.
Las clases medias —vectores fundamentales del crecimiento y de los equilibrios sociales— han perdido su confianza en seguir progresando e incluso temen volver a la pobreza, lo cual ha erosionado su apoyo a las instituciones democráticas. El terreno ha quedado despejado para que prosperen líderes populistas carentes de experiencia de gobierno que, tanto desde la derecha como desde la izquierda, han arremetido contra libertades civiles y el imperio de la ley. Esta preocupante deriva ha restado protagonismo a América Latina en las estructuras de gobernanza global.
No obstante, la producción de alimentos por parte de Latinoamérica, así como sus abundantes recursos minerales y energéticos, atrae la permanente atención de las grandes potencias mundiales. En particular, la región ha presenciado un repunte del comercio, la inversión y la cooperación financiera proveniente de China. Aunque no se trata de un fenómeno novedoso (el boom de las materias primas ya se debió en gran medida a la creciente demanda china), América Latina se halla hoy en una situación más expuesta y dependiente, acentuada por la pandemia.
Es evidente que los problemas de Latinoamérica deben ser abordados, ante todo, por sus propios gobernantes. Y la tarea más acuciante —más allá de la lucha contra la COVID-19— es la de impulsar un nuevo contrato social. Este deberá orientarse a mitigar la desigualdad y mejorar el acceso a la salud, a la educación y a demás pilares del Estado de bienestar. Los cambios deben ser lo suficientemente profundos como para volver a dignificar la política, despertando así una renovada adhesión a la democracia.
Dichos gobernantes, sin embargo, no pueden acometer esta tarea por sí solos. Una colaboración más fluida con el sector privado y la sociedad civil permitiría maximizar las oportunidades que ofrece la transformación digital y gestionar con mayores garantías su impacto sobre los mercados de trabajo. Por otro lado, los países latinoamericanos harían bien en consolidar y vigorizar una integración regional que no ha terminado de cuajar. Las nuevas fronteras de la tecnología, las comunicaciones y la educación pueden contribuir a estrechar lazos a nivel interamericano, primordialmente en lo que atañe al comercio (tal y como reclama la inmensa mayoría de los ciudadanos de la región).
Desde un punto de vista global, conviene subrayar que Latinoamérica constituye una pieza clave en los equilibrios políticos y económicos y, muy especialmente, en la lucha contra el cambio climático. Se estima que América Latina contiene el 40% de la biodiversidad, el 30% de las reservas de agua dulce y el 25% de la masa forestal de la Tierra. Estos y otros muchos factores deberían conferirle una mayor centralidad en la acción multilateral.
Las organizaciones internacionales han reaccionado a la crisis de la COVID-19 poniendo sobre la mesa más financiación, pero el esfuerzo sigue sin ser suficiente para los países en vías de desarrollo, que precisan una flexibilización en el acceso a recursos de largo vencimiento e intereses reducidos. Algunas iniciativas reclamadas por estos países —entre ellos, los latinoamericanos— ponen el acento en la creación de liquidez para aliviar los impactos sociales de la pandemia y ayudar a aquellas empresas cuya supervivencia se está viendo amenazada.
Asimismo, América Latina y sus socios tradicionales se beneficiarían de concebir nuevas formas de cooperación. El potencial de Estados Unidos para ayudar a países de su entorno, como los de Centroamérica y el Caribe, es particularmente notable. También son reseñables los vínculos entre Latinoamérica y Europa, fruto de las migraciones, así como de valores y tradiciones comunes. Pero Europa debe comprometerse más con América Latina, y no solo por una cuestión de afinidad cultural: se trata de un imperativo geoestratégico que surge de una convergencia de intereses, como frenar la pandemia, mitigar el cambio climático, promover la prosperidad económica y complementar la influencia de otras potencias. El acuerdo comercial que se está gestando entre la Unión Europea y Mercosur supondría un avance tangible y muy significativo.
Al hilo de estas reflexiones, cabe recordar las palabras que pronunció Gabriel García Márquez al aceptar el Premio Nobel de Literatura en 1982: “Los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo”. El escritor colombiano tituló su discurso “La soledad de América Latina”.
En estos tiempos de penurias y aflicciones compartidas —aunque no equitativamente repartidas— las sabias palabras de García Márquez nos interpelan a todos, europeos y no europeos. La actual pandemia nos ha de grabar dos ideas en la memoria: nadie está a salvo de las amenazas globales, y nadie debería quedarse solo frente a ellas.
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