FRÁNCFORT – Después de muchos años de baja inflación, en los últimos meses los precios han subido casi en todos los países del mundo. Los insumos energéticos y los productos básicos (commodities) han liderado del camino, principalmente debido a los cuellos de botella en las cadenas de suministro ocurridos tras los confinamientos. Pero, si bien muchos ven esos obstáculos como transitorios, implicando que el alza inflacionaria desaparecerá pronto, hay otros factores que están influyendo para que esto no sea tan así.
Uno de los principales es el rápido crecimiento del dinero. La mayor parte de los agregados monetarios (no solo el dinero emitido por los bancos centrales) han crecido a un ritmo acelerado, aunque eso no parezca preocupar a los bancos centrales y a muchos economistas. Habiendo desaparecido el dinero de los principales modelos utilizados para explicar la inflación, ya es difícil encontrarse con la famosa cita del Premio Nobel de Economía Milton Friedman de que la “inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”.
La “Teoría de la Cantidad” afirma que la causalidad de la inflación va desde el dinero a los precios. Sí, la evidencia empírica parece haber socavado en gran medida la hipótesis de Friedman sobre la inflación moderada. Pero persiste el hecho de que los salarios nominales y los precios de los bienes y servicios no pueden seguir subiendo sin una expansión de dinero correspondiente. Y, con el tiempo, un fuerte crecimiento monetario puede también elevar los riesgos en el desarrollo de los precios de los activos y la estabilidad financiera.
Tras más de una década en que una variedad de factores –como la globalización y el cambio demográfico, por nombrar apenas dos- ejercieron una presión descendente sobre los precios, el mundo podría ahora estar al borde de un “cambio de régimen” económico más amplio. Los crecientes gastos de sanidad en sociedades que envejecen, el menor ritmo de la globalización, las disrupciones en las cadenas de suministro y los recientes llamados a reubicar la producción en regiones con mayores costes representan nuevas fuentes de presión exógena sobre los precios. En estas condiciones, los salarios también podrían aumentar.
En momentos que los bancos centrales casi añoran una inflación un poco más alta y hacen caso omiso al rápido crecimiento del dinero, es probable que un cambio así en el sector real indique el paso de un ambiente deflacionario a uno inflacionario. Muchos de los factores que vemos hoy fueron rasgos prominentes en décadas de 1960 y 1970, la última vez que se acumularon presiones inflacionarias.
¿Debemos esperar el retorno de la entanflación? Difícil decirlo, porque estamos viviendo un grado excepcionalmente alto del tipo de incertidumbre que el economista Frank Knight señaló como imposible de integrar en los pronósticos tradicionales. Además de los radicales cambios estructurales sufridos por la economía global en los últimos años, es posible que la pandemia haya creado las condiciones para consecuencias que no podemos prever al día de hoy.
Peor aún, los bancos centrales parecen depender en gran medida de modelos que han perdido mucha de su capacidad de pronóstico, debido a su falta de explicaciones teóricas viables para lo que determina los flujos financieros, las primas de riesgo y los precios de los bienes. Más de una década después de la crisis financiera de 2008, los principales modelos de equilibrio general utilizados por los bancos centrales apenas consideran la enorme heterogeneidad entre los hogares en términos de riqueza, deudas a largo plazo pendientes, riesgos sin asegurar y creación de expectativas. Así las cosas, no están equipados para comprender e integrar los complejos efectos que han tenido las políticas sistemáticas o los shocks sistémicos sobre la desigualdad y la distribución de la riqueza y, en consecuencia, sobre la demanda agregada.
Sin esos conocimientos, solo cabe adivinar si el fuerte crecimiento monetario refleja un ahorro preventivo debido al aumento de la desigualdad, un shock fiscal-monetario de tipo inflacionario, o ambos. Esto es particularmente problemático en un mundo en que los bancos centrales amplían masivamente la base monetaria mediante la compra de bienes a altos precios a un pequeño grupo de inversionistas bien informados y relativamente adinerados.
Las expectativas juegan el papel clave en el pronóstico de la inflación futura, y parecen estar firmemente ancladas en niveles bajos. Pero, ¿qué pasaría si esas expectativas, tras tantos años de inflación muy baja, fueran hoy más retrospectivas que orientadas al futuro? Puesto que el temor a la inflación ha desaparecido de la mayoría de los radares, es quizás comprensible que los últimos aumentos de precios se hayan visto como puramente temporales. Pero, debido a que las políticas monetarias tienden a tener un retardo de tiempo prolongado y variable, resulta riesgoso esperar a que ya se haya afianzado una alta inflación antes de comenzar a recurrir a medidas de facilitación cuantitativa o elevar las tasas de interés.
Después de todo, ¿qué credibilidad tendrán los bancos centrales si las expectativas de inflación ya han perdido su anclaje? En un ambiente de extrema incertidumbre, depender tanto de las expectativas inflacionarias de largo plazo es una apuesta riesgosa. En tiempos de un cambio de régimen, la incertidumbre es tan alta que es prácticamente imposible hacerse expectativas racionales.
Además del fuerte crecimiento monetario, los niveles actuales extraordinariamente altos de deuda pública y privada representan otro riesgo impredecible. Los cimientos de la sostenibilidad de las finanzas públicas de los países altamente endeudados no son nada de firmes y están altamente expuestos a shocks que puedan proceder de fuentes económicas o geopolíticas muy diversas.
No estoy augurando el regreso inevitable de una alta inflación, pero me preocupa el fuerte crecimiento monetario y sus determinantes, comenzando por las compras masivas de bonos estatales por parte de los bancos centrales, que parecen demasiado optimistas al respecto. Además, hacen caso omiso de la creciente incertidumbre del ambiente actual, no en menor medida al publicar proyecciones que prometen una prolongada continuidad de políticas de tasas extremadamente bajas y altos niveles de compras de activos.
En el caso de la eurozona, es decidor el que algunos observadores hayan comenzado a pronosticar no inflación, sino una especie de japonización: bajas tasas de inflación e intereses nominales, altos déficits públicos y un creciente predominio de los sectores fiscal y financiero. Pero, dado el aumento de la desigualdad y la probabilidad de que los inversionistas financieros acaben por perder confianza en la sostenibilidad de las finanzas públicas, no está claro si esas condiciones serían sostenibles en lo político. Lo único cierto es que no se puede descartar ni un colapso financiero ni una oleada inflacionaria.