NUEVA YORK. No es ni accidente ni coincidencia el que China esté cometiendo lo que muchos llaman un genocidio contra los uigures musulmanes en Xinjiang y que Rusia haya encarcelado al disidente Alexei Navalny. Los chinos necesitan un Xinjiang tranquilo porque es un nodo clave de su Iniciativa Belt and Road que abarca el área eurasiática. El Kremlin necesita que las instituciones de gobierno encubran la acumulación de riquezas por parte de una elite gansteril y, en consecuencia, ve a Navalny como una amenaza seria.
Ambos países están dominados por sistemas autocráticos con los nervios a flor de piel que no se pueden permitir ofrecer opciones a nadie. Al llevar a cabo sus abusos recientes, implícitamente han hecho cálculos sobre cómo Estados Unidos y sus aliados responderán… o no.
En la política de las grandes potencias del siglo veintiuno, es vital contar con una política sólida de derechos humanos, porque las violaciones graves a las normas aceptadas internacionalmente son centrales para la gobernanza de los regímenes autoritarios. Por ello, Estados Unidos no debe deshacerse de la ventaja estratégica que le confiere su largo compromiso con los derechos humanos.
La política exterior refleja una jerarquía de necesidades. Para Estados Unidos, la cuestión no es si los derechos humanos deberían ser dominantes o estar ausentes en sus decisiones de asuntos exteriores, sino cuál debe ser su lugar en la respuesta a una situación dada.
Una política exterior dominada por completo por los derechos humanos sería insostenible, ya que obligaría a los EE.UU. a abandonar intereses nacionales centrales –como mantener la paz con otras potencias nucleares- y arrastraría a las autoridades de una crisis humanitaria a otra. Sin embargo, una que prácticamente ignorara los derechos humanos reduciría a este país a la realpolitik unidimensional que caracteriza el comportamiento chino y ruso. La preocupación por los derechos humanos es lo que diferencia a EE.UU. de las demás grandes potencias.
Esta diferencia cobra mayor importancia en momentos en que muchos aliados de EE.UU. tendrán a China como su mayor socio comercial. A medida que crezca la reputación económica china, un Estados Unidos que no pueda apelar a los valores centrales de sus aliados pronto se encontrará en clara desventaja. Es cierto que los asiáticos y europeos hablan mucho de derechos humanos mientras practican una implacable realpolitik en casa, pero el hecho de que necesitan hablar tanto de eso es un reflejo no solo de cómo desean ser vistos, sino también de cómo desean verse a sí mismos.
Estados Unidos puede aprovechar estas fuentes de identidad nacional. Puede convertirse en la gran potencia con la que países pequeños y medianos aspiren a alinearse. Pero no puede hacerlo sin poner algún énfasis en los derechos humanos.
El uso por parte de Estados Unidos de los derechos humanos como una herramienta de política exterior apareció después de la carnicería de la Segunda Guerra Mundial, y después recibió un gran impulso con el claro final de la Guerra Fría, cuando las democracias occidentales triunfaron sobre el represivo imperio soviético. En los años de la Guerra Fría, los derechos humanos fueron parte integral de una política exterior que combinaba realismo e internacionalismo.
Efectivamente, el realismo estaba cargado de internacionalismo y preocupación por los derechos humanos. Estados Unidos practicó una intensa realpolitik al tiempo que era el adalid del proceso de Helsinki para apoyar a los disidentes en el bloque soviético. Esto fue particularmente cierto en la era Reagan, cuando el Departamento de Estado bajo el Secretario de Estado George Shultz estaba rebosante de especialistas de inteligencia y unos cuantos neoconservadores en oficinas clave.
Tras la Guerra Fría y las desafortunadas guerras estadounidenses en Irak y Afganistán, el realismo estadounidense perdió su carácter internacionalista y se transformó en neo aislacionismo. El énfasis anterior en la promoción de los derechos humanos se redujo notoriamente y la agenda de derechos humanos se transformó en una estrecha ideología impulsada por elites periodísticas y de política exterior largamente obsesionadas con problemas humanitarios, al punto de casi excluir los intereses nacionales.
Esta brecha se ha reflejado en la polarización más profunda entre partidos en el país: los republicanos han adoptado un nacionalismo de derechas agudamente retrógrado, mientras que los demócratas han pasado a tener una visión de izquierdas globalista y progresista, Puesto que se ha perdido el centro político, raramente se habla en un mismo discurso de realismo y derechos humanos. Pero, a menos que la política exterior estadounidense concilie el realismo y una preocupación por los derechos humanos, el país carecerá de una visión atractiva de liderazgo global que pueda prevalecer en la competencia con China y Rusia.
Estados Unidos no puede recuperar la unidad política de la que disfrutó durante la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y hasta los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2011. Sin embargo, en el tema de la política exterior la administración del Presidente estadounidense Joe Biden tendrá que lograr un equilibrio entre los dos extremos del neo-aislacionismo y el globalismo rampante. Quizás el mejor barómetro de su éxito sea la preocupación por los derechos humanos y cómo esta se aplique en una diversidad de contextos.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Robert D. Kaplan es jefe de Geopolítica en el Instituto de Estudios de Política Exterior. Es autor de 19 libros, el más reciente de los cuales es The Good American: The Epic Life of Bob Gersony, the US Government’s Greatest Humanitarian (El buen estadounidense: la épica vida de Bob Gersony, el mayor filántropo del gobierno de Estados Unidos).
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