Ha corrido mucha tinta para argumentar que el abstencionismo es un síntoma inequívoco de un régimen democrático enfermo. Puede ser. Pero también son plausibles otras interpretaciones si este fenómeno se contextualiza en procesos electorales específicos. Vayamos, como dice la canción, despacito.
El Diccionario de la lengua española define al abstencionismo como la actitud o práctica consistente en no ejercer el derecho a participar en determinadas decisiones, especialmente en un proceso electoral. Evidentemente cada ciudadano decide ejercer o no su derecho, en algunos casos de manera obligatoria, como lo establece la constitución de Argentina, y en otros de manera voluntaria, como en México.
Cuando no es obligatorio el ejercicio del derecho a participar, teóricamente el incentivo es la conciencia individual del deber ciudadano, pero en los hechos en un modelo electoral como el nuestro el principal incentivo es externo y reside, además del INE, en las instituciones de interés público llamadas partidos políticos que se enfrentan en una cruenta luchan entre sí por incidir en la percepción pública durante los periodos de campaña electoral para fomentar la mayor participación posible de sus respectivos simpatizantes. En esta batalla, como dirían los jurisconsultos, la carga de la prueba para motivar a los electores a participar corre por cuenta de los partidos políticos que, si quieren ganar, necesitan mover a su favor a un número de ciudadanos mayor al de sus adversarios.
Ahora bien, todo proceso electoral puede verse como una batalla entre el partido gobernante que defiende la continuidad de su gestión y sus opositores que compiten por el cambio para sustituir al partido gobernante. En esta tensión entre continuidad y cambio juega la ecuación participación vs abstención. Es un lugar común señalar que la abstención favorece la continuidad al interpretarse como una suerte de aceptación pasiva al staus quo, frente a la posibilidad de cambio. Sin embargo, no en todos los casos es así, por lo menos es lo que atestiguamos en los resultados electorales de este año. Veamos.
En Oaxaca el 62% de la lista nominal se abstuvo de participar en la elección, sin embargo, la movilización por el cambio arrolló casi tres a uno a los defensores de la continuidad: Algo similar paso en Quinta Roo e Hidalgo: se abstuvieron de participar el 59.5% y 52.5% de los electores inscritos en la lista nominal respectivamente y ganó el cambio. Sólo en Aguascalientes, cuyo porcentaje de abstención rondo por el 54%, fue muy superior la defensa de la continuidad frente a la posibilidad de cambio. Durango es un caso singular porque el partido gobernante parcialmente logró su continuidad mediante una alianza con el partido que derrotó en la elección pasada. Curiosamente la elección más competida fue la de Tamaulipas, la única entidad en donde la participación del 53.3% le ganó por 6.6% a la abstención que fue del 46.7%, aunque al final se impuso el cambio en el gobierno.
Como se observa la abstención no es necesariamente un síntoma de debilidad de un régimen democrático ni es necesariamente una aprobación pasiva a la continuidad. Más bien la posibilidad de la alternancia partidista en el gobierno es un indicador más pertinente para evaluar la funcionalidad y fortaleza de un régimen democrático, independientemente de la participación electoral en un determinado proceso. Y ese es el caso de México, por lo menos desde las elecciones federales del 1997 en que por vez primera el partido gobernante perdió la mayoría en la Cámara de Diputados. Al día de hoy, la alternancia es el signo de nuestro tiempo.
La batalla del 24 entre continuidad o cambio ya empezó. Si le hacemos caso a Aristóteles, esta pugna se va a reducir a una pelea por sembrar dos emociones contrapuestas, pero que son igualmente capaces de movilizar a los electores a su favor. La tranquilidad y la esperanza será la bandera de los partidarios de la continuidad, que se enfrentará a la del odio y la desesperanza que izarán los partidarios del cambio. Nuestro corazón es el blanco y el ecosistema mediático el campo de batalla. Ya veremos quien es capaz de incentivar la mayor participación en el 24. En estos momentos es difícil esperar una participación similar a la del 18, pero todo es posible. Todo dependerá de cómo preparen los cocteles emocionales los diferentes partidos, actores e intereses que ya luchan por la próxima presidencia de la República.
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