Tel Aviv-En los 55 años de ocupación israelí en tierras palestinas, ha habido dos intifadas, cuatro guerras en Gaza y una larga serie de iniciativas fallidas para negociar una solución de dos estados que siga vagamente las fronteras de Israel previas a 1967. Tal como están las cosas, verdaderamente la situación parece no tener esperanza.
La intransigencia de ambos bandos, que ningún presidente estadounidense ha podido superar, aunque prácticamente todos desde la Guerra de los Seis Días lo han intentado, nos ha llevado a este punto. Si bien los palestinos algunas veces han abrazado la diplomacia internacional, también han caído en periodos de obstinada resistencia. Fueron ellos quienes hicieron fracasar dos prometedoras iniciativas de paz, encabezadas por los visionarios gobiernos israelíes de Ehud Barak y Ehud Olmert.
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Dado la opinión pública que predomina en el Israel actual, puede que no haya otra oportunidad. Con cada proceso de paz fallido, la promesa de la paz pierde su fuerza movilizadora en el país. Mientras tanto, Israel ha ido reforzando gradualmente su control en los territorios ocupados, con prácticamente ninguna consecuencia internacional. Incluso los países árabes -seis de los cuales han normalizado relaciones con Israel- parecen haberse vuelto indiferentes a la agonía de los palestinos.
Todo esto ha empujado al electorado israelí hacia la derecha radical, dejando a los partidarios de la paz desmoralizados y debilitados. El bloque religioso-nacionalista que hoy lidera el ex primer ministro Benjamín Netanyahu representa a la mayoría de los israelíes.
Y con todo lo de extrema derecha que Netanyahu pueda ser, es prácticamente un izquierdista en comparación con las decenas de miles de nacionalistas judíos radicales que marcharon por el Barrio Musulmán de Jerusalén el mes pasado para celebrar el día de la ciudad enarbolando banderas israelíes y repitiendo violentos cánticos islamófobos como “muerte a los árabes” mientras atacaban a ciudadanos palestinos.
Cuando los argelinos se rebelaron contra sus ocupantes franceses en una de las guerras anticoloniales más brutales de la era post-1945, el filósofo Jean-Paul Sartre escribió: “No es su violencia, sino la nuestra que se vuelve contra sí misma”. De hecho, los franceses encontraron tan horrorosa la violencia aplicada en su nombre que un 75 por ciento de ellos votó por otorgar la independencia a Argelia en el referendo de 1961.
Es difícil ver un sentimiento similar en Israel. Por el contrario, el apoyo popular a la lucha del ejército contra el “terrorismo palestino” es abrumador.
Por supuesto que Israel ha tenido manifestaciones masivas en apoyo de un acuerdo de paz, y los movimientos de protesta como Mujeres de Negro siguen siendo fuertes. ONG’s israelíes como B’Tselem, Paz Ahora y Rompiendo el Silencio trabajan duro por alertar a la sociedad israelí sobre los pecados de la ocupación. Organizaciones conjuntas israelí-palestinas, como las que reúnen a familiares de quienes han caído en el conflicto, hacen un trabajo igual de admirable.
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Pero ninguna de estas iniciativas ha tenido un efecto transformador en el proceso de paz, lo que está en fuerte contraste con la experiencia de Irlanda del Norte durante el “Conflicto” (“The Troubles”), cuando los puestos de control, las búsquedas en los hogares, el lenguaje abusivo, el soborno, las golpizas y los arrestos arbitrarios fueron una vez prácticas normales, tal como lo son hoy en los territorios palestinos ocupados.
En Irlanda del Norte, la presión de los grupos de la sociedad civil y las ONG finalmente logró que las fuerzas de seguridad limitaran las prácticas abusivas, mejoraran los procesos de reclutamiento e introdujeran formación para tratar las tensiones entre comunidades. El camino a la paz en Irlanda del Norte estuvo pavimentado en gran medida por una sociedad civil movilizada.
El camino a la paz entre Israel y Palestina está cada vez más lejos
No obstante, en Israel solo la Corte Suprema se erige entre el ejército y un peor comportamiento. La razón parece radicar en la naturaleza del conflicto. La guerra de independencia de Argelia fue una lucha anticolonial que ocurrió muy lejos de las costas francesas. Y los “Troubles” acabaron convirtiéndose en la expresión de una fractura entre comunidades que pudo resolverse mediante el desarme y el reparto del poder.
En contraste, el conflicto palestino-israelí es existencial. La pregunta de dónde trazar los límites no es meramente práctica, sino que tiene profundas implicancias religiosas y culturales. Para los palestinos, Israel es una fuerza de ocupación que atenta contra su derecho a la autodeterminación, pero esos territorios también son su patria. Y para la ahora dominante derecha israelí, son la cuna de la civilización bíblica judía.
Al luchar por los mismos territorios, en la práctica ambos bandos están llamando a la exclusión incondicional, incluso la destrucción, del otro. Eso explica en gran medida su ansia por alterar el equilibrio demográfico; Israel con la inmigración judía y la ampliación de los asentamientos, y los palestinos con la exigencia del “derecho a retorno” para todos los refugiados. Yasser Arafat, el fallecido fundador de la Organización para la Liberación de Palestina, una vez calificó el vientre de la mujer palestina como su “arma más potente” contra Israel, ya que iba a dar a los palestinos una ventaja demográfica en los territorios ocupados.
Incluso si Israel accediera a la creación de un estado palestino, seguiría enfrentando amenazas a su supervivencia. Después de todo, Palestina no estaría ubicada lejos de sus fronteras, como lo estuvo Argelia de Francia.
¿Qué pasaría si un grupo islamista radical llegara al poder en Palestina y desafiara el acuerdo de paz? ¿Y si la construcción del estado trastabillara o fracasara, generando inestabilidad a las puertas de Israel? ¿O si Palestina se convirtiera en un puesto de frontera de una potencia extranjera hostil? Ya Hamás y Hizbulá -con sólida asistencia de Irán- han convertido a Gaza y el sur del Líbano, respectivamente, en bases de lanzamiento de misiles hacia territorio israelí.
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Cincuenta y cinco años después de que Israel comenzara a ocupar tierras palestinas, es más difícil que nunca imaginar una salida. Las semillas de la solución de dos estados, plantadas por líderes visionarios a ambos lados, no han podido enraizar. Todo lo que queda es una aceptación fatalista de la insolubilidad del conflicto. Tanto para el ocupante como para el ocupado, el futuro parece sombrío.