LONDRES – Occidente ha impuesto gigantescas sanciones financieras y económicas a Rusia en respuesta a su invasión de Ucrania. Ahora bien, ¿se supone que las sanciones son una manera de poner fin a la guerra? ¿Son un modo de castigar a Rusia por su mal comportamiento? ¿O simplemente son una expresión de escándalo moral?
Ésta es la segunda vez en menos de diez años que Rusia ha sido sancionada por violar el derecho internacional. Luego de la anexión de Crimea y la incursión en el este de Ucrania en 2014 por parte de Rusia, Estados Unidos impuso sanciones económicas destinadas a “transformar eficazmente al país en un estado paria”. Claramente, esto no tuvo el efecto deseado de cambiar la actitud del Kremlin. Ahora un nuevo aluvión de medidas en respuesta al ataque a Ucrania ha llevado las sanciones a un nivel sin precedentes.
Las restricciones actuales a Rusia incluyen una prohibición al comercio en tecnologías críticas, amplios congelamientos de activos y prohibiciones de viajes, la negación del acceso de los principales bancos rusos a mercados de capital internacionales, prohibiciones de viajes y congelamientos de activos destinados a determinados individuos y la exclusión de aviones rusos del espacio aéreo internacional. Con el secuestro de las reservas en moneda extranjera del banco central ruso y la expulsión prometida de Rusia del sistema financiero y comercial mundial, el petróleo y el gas siguen siendo la línea de salvataje del país con la economía global.
Todo esto podría parecer una respuesta moral necesaria a la actitud anárquica de Rusia. Pero cuando sanciones relativamente de tacto fino dan lugar a un bombardeo económico pesado, deberíamos formularnos dos preguntas clave. Primero, ¿en qué punto las sanciones se vuelven un sendero a la guerra en lugar de una vía alternativa? Segundo, ¿qué se espera que logren estas medidas y cuán efectivas podrían llegar a ser? Hasta el momento, estas preguntas prácticamente no se han formulado, mucho menos respondido.
Los gobiernos deberían considerar la primera pregunta con cuidado antes de imponer sanciones a una gran potencia, particularmente una potencia con armas nucleares. Si esa potencia percibe una amenaza a sus medios de supervivencia, existen fuertes probabilidades de que luche para superar las restricciones.
Por ejemplo, cuando Estados Unidos impuso un embargo a las exportaciones de petróleo y gas a Japón en agosto de 1941, luego de la captura por parte de Japón de yacimientos petrolíferos en Indochina, los japoneses respondieron atacando Pearl Harbor. Y después de que la OPEP sometió a Estados Unidos a un embargo petrolero en 1973 como represalia por la asistencia militar norteamericana a Israel durante la guerra de Yom Kippur, la administración del presidente Richard Nixon amenazó con invadir y ocupar yacimientos de estados miembros de la OPEP. El embargo terminó.
Las sanciones impuestas hasta el momento a Rusia todavía no amenazan la supervivencia del estado ruso. Pero el presidente Vladimir Putin puede considerar que un intento occidental de cancelar lo que queda del comercio internacional de Rusia, especialmente en energía, es una amenaza existencial.
En cuanto a la segunda pregunta, el objetivo de las sanciones económicas es razonablemente claro: impedir o frenar la guerra imponiendo costos inaceptables al estado agresor. Pero si bien no hay dudas de que las sanciones occidentales a Rusia han aumentado enormemente los costos de la guerra de Putin para el pueblo ruso, nadie espera que esto ponga fin al conflicto.
Occidente, en cambio, espera que los costos de las sanciones a la elite de Rusia logren este resultado. En lugar de perder su riqueza, sostiene el argumento, las elites pueden derrocar a Putin u obligarlo a dar por terminada la guerra. Éste es el único razonamiento para las sanciones actuales que tiene sentido.
Ahora bien, la probabilidad de un derrocamiento de Putin, o inclusive de un cambio drástico en la política rusa, es mucho menor de lo que la mayoría de la gente supone. Esencialmente, depende de la derrota de Rusia en Ucrania, de una prolongación del conflicto sin ninguna resolución o de una creciente percepción entre los militares de Rusia de que Putin les ha fallado. Mucho más probable es un cese del fuego y por lo menos la apariencia de una victoria rusa. En ese caso, las sanciones económicas no habrán servido de nada para frenar la guerra o garantizar la paz.
Un informe de la Cámara de los Lores británica de 2007 concluyó que “es extremadamente improbable que las sanciones económicas utilizadas de forma aislada de otros instrumentos políticos obliguen a un blanco a realizar cambios políticos importantes”. Hasta el éxito excepcional de las sanciones que obligaron a Sudáfrica a abandonar el apartheid dependió de dos circunstancias especiales, que no se aplican a Rusia hoy: una ejecución a nivel mundial y la imposibilidad de tomar represalias de Sudáfrica. Turquía, India y China son los estados más prominentes que no han sancionado a Rusia y las potenciales contra-sanciones rusas incluyen recortar los suministros de gas y petróleo de los que depende gran parte de Europa.
Pero esto no es todo. Entre los “otros instrumentos políticos” mencionados en el informe de la Cámara de los Lores, el más importante es “la amenaza de uso de fuerza o su uso real”. En otras palabras, la ineficacia de las sanciones económicas por sí solas para cambiar el comportamiento de un estado implica un alto riesgo de que se contribuya a una escalada de la guerra. Es por esto que los países occidentales hasta ahora no han accedido al pedido de Ucrania de imponer una zona de exclusión aérea.
Se supone que las sanciones económicas contra Rusia son una alternativa para la guerra, pero razonablemente se espera que cambien el comportamiento del Kremlin sólo si se convierten en componentes tácticos del conflicto. La triste realidad es que los países occidentales no pueden ayudar a Ucrania excepto amenazando con ir a la guerra con Rusia. Pero admitir esto es cuestionar toda la lógica de su política de sanciones.
En términos más generales, las sanciones económicas se han vuelto una herramienta utilizada en exceso de la diplomacia preventiva. Al aislar a partes del mundo del comercio internacional, promueven la formación de bloques antagónicos y destruyen cualquier promesa que todavía mantiene la globalización.
Samuel Johnson ilustremente observó que “Hay pocas maneras en que un hombre puede ser empleado de manera más inocente que para obtener dinero”. Su contemporáneo francés, Montesquieu, hablaba de la dulzura del comercio. Es verdad, gran parte del comercio es criminal y en gran medida beneficia a gobiernos corruptos y opresores. Pero obligar a los países a regresar a condiciones económicas pre-modernas no es una fórmula para progresar.
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