MADRID – La bárbara guerra del presidente ruso Vladímir Putin contra Ucrania ha sacudido a Alemania de su ensueño de la posguerra fría: el drástico giro que ha dado en política exterior y de defensa señala la nueva conciencia del carácter no fiable de Rusia como socio y de los desafíos de seguridad que acechan a Europa en general. Pero, ¿será esta nueva firmeza de Alemania capaz de soportar una crisis dolorosa y prolongada, o recuperarán influencia voces acomodaticias que exhorten a aceptar la “cruda” realidad?
La determinación de la respuesta alemana a la invasión rusa merece reconocimiento. Aparte de detener el proyecto del gasoducto Nord Stream 2, el canciller Olaf Scholz ha anunciado un incremento de 100.000 millones de euros (109.000 millones de dólares) del presupuesto de defensa para este año y ha acordado enviar armas (no sólo cascos) a los combatientes ucranianos.
Además, destaca la participación de Alemania en las amplias sanciones de Occidente para aislar a Rusia e infligir el mayor costo económico posible. Y sobre todo, parece que ha abandonado por fin su doctrina arraigada que no hay trato con el Kremlin fuera del diálogo complaciente.
La voluntad alemana, aplaudida en toda Europa, no estaba garantizada. Alemania ha mantenido por décadas una estrategia geopolítica basada en el acercamiento y en la relación económica; la política alemana hacia Rusia venía siendo una extensión (desacertada) de la Ostpolitik de la República Federal durante la Guerra Fría. Esta postura se mantuvo incluso frente a actos del Kremlin como la invasión de Georgia en 2008, el derribo en 2014 del MH‑17 (un avión de pasajeros que surcaba el cielo del este de Ucrania) y el envenenamiento de opositores como Alexéi Navalni, que terminó recuperándose en un hospital alemán de un ataque con un agente neurotóxico.
Pero Alemania no fue el único país en adoptar una posición contemplativa con respecto a Rusia. El Reino Unido siempre cortejó el dinero ilícito de los oligarcas rusos. En esta línea, que haya sancionado a oligarcas como Román Abramóvich también constituye un cambio notable.
A lo largo de la historia, Alemania ha sido el centro de las tensiones políticas europeas: alteró una y otra vez el equilibrio de poderío europeo, dando lugar a conflictos y derramamientos de sangre que culminaron en la Segunda Guerra Mundial. Tras la creación en 1951 de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero que vinculó a Alemania con Francia, el papel del país se transformó.
Desde los primeros gobiernos del canciller Konrad Adenauer en los años cincuenta, hasta los del Helmut Kohl en los ochenta y noventa, defendieron que lo que redundara en beneficio del proyecto europeo redundaría en beneficio de Alemania. La integración era la única ruta concebible hacia una paz europea sostenible y duradera; y Alemania era esencial para lograrla.
Tras la reunificación en 1990, Alemania progresivamente utilizó su fortaleza y excelencia económica para asumir un poder aglutinador único que le permitió definir la agenda (y por tanto, la trayectoria) de la Unión Europea.
Pero el liderazgo de Alemania siempre fue selectivo. Usó su influencia (fortalecida por una presidencia de la UE) para impulsar la conclusión del acuerdo de inversión entre la UE y China, apenas un mes antes de la asunción del presidente de los Estados Unidos Joe Biden. (Ese acuerdo ahora está en un limbo y lejos de que lo apruebe el Parlamento Europeo.) Alemania también impulsó el Nord Stream 2, a pesar de la inquietud de sus aliados.
Sin embargo, en áreas de menor interés (por ejemplo, la unión bancaria), la UE quedó en gran medida sin timón. Esta dinámica motivó al ex ministro polaco de asuntos exteriores Radosław Sikorski a declarar en 2011 que le tenía menos miedo a la potencia de Alemania que a su inacción. De hecho, el liderazgo selectivo de Alemania impidió a la UE avanzar en el terreno estratégico y la dejó supeditada a la mediación personal de la excanciller Angela Merkel, que acabó a la vez que sus dieciséis años de mandato.
Así, paradójicamente, podríamos decir que Putin ha hecho un favor a Occidente. Al lanzar una invasión brutal y no provocada contra Ucrania y plantear una escalada nuclear, ha sacudido los fundamentos del orden de posguerra, y ha despertado a Alemania de su sueño de conseguir Wandel durch Handel (cambio a través del comercio). Si el viraje político sirve de indicación, es posible que surja una forma de liderazgo alemán más integrador y visionario.
Pero los países occidentales que impongan costes a Rusia se enfrentarán también a altos costes internos, desde una desaceleración del crecimiento hasta una subida de los precios de la energía. Es posible que en buena parte de Europa quede muy poco de la recuperación pospandemia. A medio-largo plazo, estos fenómenos (sumados al temor existencial generado por las desaprensivas amenazas nucleares de Putin) podrán presionar sobre la dirigencia europea en el sentido de buscar una normalización de la relación con Rusia, incluso una política todavía más acomodaticia. Y la coalición de gobierno alemana no será excepción.
Putin vería cualquier transformación de esa naturaleza como otra demostración de la debilidad de Occidente; una invitación a elevar cada vez más la apuesta. Por eso Occidente, con Alemania como actor central, debe mantenerse firme en la defensa de sus valores y en el rechazo de la ilegal agresión rusa. Y asumir las consecuencias. De lo contrario, tarde o temprano, nos hallaremos viviendo en el mundo que describe el famoso aforismo del historiador ateniense Tucídides, donde «los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben».
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