SANTIAGO / BUENOS AIRES – La Argentina ha logrado un milagro en su respuesta económica a la crisis del Covid-19, afirma el Nobel en economía Joseph E. Stiglitz en una columna reciente. El príncipe valiente de esta saga es el presidente Alberto Fernández, quien heredó un caos al asumir el poder a fines de 2019 y habría reaccionado con políticas que incentivaron un alto crecimiento y una recuperación del empleo y la inversión. La actividad económica más vigorosa, junto con tasas de impuesto más altas y más progresivas, sumadas al canje de deuda en 2020, habrían saneado las finanzas públicas.
Un antiguo truco estadístico –por el cual los economistas latinoamericanos progresistas con frecuencia han reprendido, y con razón, a sus colegas conservadores– consiste en etiquetar como crecimiento lo que es solo una recuperación tras una caída masiva en la actividad económica. Esto es exactamente lo que ha sucedido en la Argentina. En 2020, su economía se contrajo en un abismante 10%, en el segundo mayor desplome de la región, luego del de Perú. Por lo tanto, la rápida recuperación que experimentó la Argentina en 2021–al igual que casi todos sus vecinos– no puede resultar sorprendente, aunque la actividad económica todavía no ha llegado al nivel que tenía antes de la pandemia.
Además, la recuperación no parece especialmente saludable ni sostenible. Ha sido impulsada en parte por proyectos inmobiliarios de baja rentabilidad, porque los inversionistas locales creen que los bienes raíces ofrecen protección frente a la alta y creciente tasa de inflación argentina. Los sectores automotor, textil y electrónico también se han recuperado, protegidos de la competencia externa no solo por las barreras a la importación, sino también por la enorme brecha entre el tipo de cambio oficial y el libre: las empresas importan sus insumos al tipo de cambio oficial, y venden el producto final a un precio que es coherente con la tasa del mercado.
A larga, dicho subsidio llegará a su fin, por lo que las perspectivas de crecimiento a largo plazo no son prometedoras. A pesar de que la inversión real en 2021 fue más alta que la de 2019, permaneció muy por debajo de los niveles de 2018, en un deslucido 17% del PIB. Al mismo tiempo, el apagón masivo que sufrió Buenos Aires hace poco pone de manifiesto las nocivas consecuencias de la inversión insuficiente en el bienestar de la ciudadanía y el desarrollo económico.
La Argentina también sufre de un stock reducido de capital humano. Las escuelas pasaron 79 semanas cerradas durante la pandemia, en comparación con solo 40 en el vecino Uruguay. La pérdida resultante en el aprendizaje probablemente será evidente cuando se den a conocer los resultados de las pruebas estandarizadas administradas en diciembre.
Desde hace tiempo que la escasez estructural de divisas frena el crecimiento de la Argentina, y el problema está empeorando. Si bien los ingresos provenientes de las exportaciones aumentaron en 2021, debido mayormente a una fuerte pero breve alza en los precios de los productos básicos, el volumen de las exportaciones todavía se encuentra por debajo del de 2019 –con excepción de las exportaciones primarias, que el año pasado se beneficiaron de un rezago excepcional acumulado en 2020, pero que se prevé disminuirán significativamente en 2022–. Las importaciones crecieron más que las exportaciones en 2021, ya que las empresas se apresuraron para adquirir –o facturar– bienes de capital e intermedios al tipo de cambio subsidiado, a costa de una marcada reducción de las reservas internacionales líquidas.
Si el propósito del canje de deuda de 2020 fue el de restablecer la solvencia crediticia de la Argentina, entonces fracasó. El spread soberano del país, actualmente por sobre 1.800 puntos básicos, es el más alto de la región después del de Venezuela, y para el gobierno la puerta a los mercados internacionales de capital permanece cerrada.
Según la narrativa de Stiglitz, las finanzas públicas también han mejorado de manera milagrosa, pero las cifras revelan un panorama más ambiguo. En 2021, los ingresos públicos siguieron en el nivel de 2019, con dos excepciones: un efímero aumento de la recaudación del impuesto a las exportaciones, que obedeció a la breve alza de los precios de los productos básicos, y los nuevos impuestos al patrimonio (uno de los cuales no se repetirá en 2022). Estos mayores impuestos produjeron un ingreso adicional equivalente a alrededor del 1% del PIB, la mitad del cual habrá desaparecido el próximo año.
Si el déficit primario argentino (que excluye el pago de la deuda) fue menor de lo esperado, ello fue en buena parte porque el año pasado el Fondo Monetario Internacional realizó una asignación de derechos especiales de giro, el activo de reserva del Fondo, que el gobierno contabilizó como ingreso primario. Además, el menor déficit refleja el aumento de la inflación del 36% en 2020 al 51% en 2021, que erosionó el valor real de las remuneraciones del sector público y, peor aún, del gasto social. Debido a que en la Argentina las pensiones y las transferencias están parcialmente indexadas a la inflación pasada, su poder adquisitivo cae cuando la inflación se acelera. Con una baja del 6% del gasto real de seguridad social, y el aumento de los subsidios energéticos que van a hogares de ingresos medios y altos, pareciera que no fueron los ricos quienes financiaron la corrección fiscal.
Más aún, los indicadores sociales de la Argentina tienen poco de milagrosos. Según la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe, en 2020 la Argentina experimentó el mayor incremento de la pobreza en la región durante la pandemia. Hoy el 40% de la población vive por debajo del umbral de pobreza. Y, con apenas uno de cada cinco trabajadores empleado formalmente en el sector privado, los trabajos de calidad escasean, y la participación del ingreso laboral en el producto bruto ha disminuido en cuatro puntos porcentuales en los dos últimos años.
La administración del expresidente Mauricio Macri cometió muchos errores de política económica, pero ello no justifica ni explica los numerosos desatinos en que han incurrido Fernández y su equipo. Tampoco es útil caracterizar la compleja situación económica de la Argentina como una batalla maniquea entre la derecha y la izquierda. Son muchas las innovaciones heterodoxas que podrían contribuir a la diversificación de las exportaciones argentinas y al reinicio del crecimiento, pero no hay mucho de innovador o progresista en lo que el actual gobierno está haciendo. Varios gobiernos populistas previos lograron primaveras de crecimiento con triquiñuelas cambiarias o desbordes fiscales, que a la larga resultaron desastrosos.
En 1982, Carlos Díaz Alejandro, posiblemente el mejor historiador de la economía argentina, escribió mordazmente acerca de “los académicos con ambiciones políticas o financieras”. Refugiados “en sus universidades del Norte, disciplinados por sus colegas, son científicos cautelosos”. Sin embargo, “durante sus visitas veraniegas a la periferia, con su libidoimperante desatada”, permiten que la ideología se imponga por sobre el análisis.
Díaz Alejandro se refería a la ortodoxia de Milton Friedman y sus discípulos, pero lo mismo se puede decir acerca de la heterodoxia de ciertos predicadores actuales del norte. Ellos no someten a sus estudiantes a argucias ni a estadísticas chapuceras. ¿Por qué habrían de tratar de manera diferente a la ciudadanía argentina?
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