MELBOURNE – Novak Djokovic, el tenista mejor clasificado en el mundo, recibió una exención médica para participar en el Abierto de Australia. Djokovic, que ganó el evento nueve veces (con una victoria adicional alcanzaría el récord de 21 grandes títulos), se negó a demostrar que está vacunado, un requisito para ingresar a Australia. «No revelaré si he sido vacunado o no», dijo a Blic, un periódico serbio, y señaló que se trata de «una cuestión privada y una consulta inapropiada».
Los familiares de Dale Weeks, quien murió el mes pasado a los 78 años de edad, disentirían. Weeks estaba recibiendo un tratamiento contra la sepsis en un pequeño hospital en la zona rural de Iowa. El hospital trató de transferirlo a otro más grande para una cirugía pero, debido a un aumento de los pacientes de COVID-19 —casi ninguno de ellos vacunado—, no había camas disponibles. Conseguir la transferencia para Weeks demoró 15 días y, para ese entonces, era demasiado tarde.
Weeks se convirtió en una más de las muchas víctimas indirectas de la COVID-19: personas que nunca tuvieron el virus pero murieron porque otros que sí se contagiaron ocuparon los escasos recursos del sistema de salud, especialmente las camas de las unidades de terapia intensiva. Su hija dijo: «Lo que más me molesta es la decisión egoísta de la gente de no vacunarse y que no se den cuenta de que esto afecta a un conjunto de personas más amplio. Esa es la parte más difícil de digerir».
El mes pasado, Rob Davidson, un médico que trabaja en el sector de emergencias del hospital en Michigan, escribió un ensayo para el New York Times donde ofrecía una vívida imagen de la vida en un hospital que estuvo funcionando a plena capacidad, o casi, durante varias semanas. La abrumadora mayoría de los pacientes tenía COVID-19 y el 98 % de quienes necesitaban atención crítica no habían sido vacunados.
Lo que le pasó a Weeks también ocurría en el hospital de Davidson: no se podía transferir a otras instalaciones más grandes a quienes necesitaban tratamientos más especializados porque casi todos los hospitales en la región ya estaban saturados o a punto de estarlo. Para Davidson es imposible considerar la decisión de no vacunarse como una cuestión privada: «Fuerza a pacientes con peritonitis y fracturas de huesos a esperar durante horas en el departamento de emergencias, nos obliga a posponer las cirugías de una gran cantidad de personas, y desgasta a los médicos y enfermeros».
Ha habido una oposición considerable a la vacunación obligatoria, algo que, sostuve, está equivocado. Con las variantes iniciales, es más probable que quienes no están vacunados contagien a otros. Con la variante ómicron, más contagiosa, queda menos claro en qué grado las vacunas actuales limitan los contagios y la capacidad del virus para diseminarse, pero sabemos que la vacunación reduce la gravedad de la enfermedad y, por lo tanto, la necesidad de internación.
Hay otra solución disponible para la situación que describió Davidson y que los hijos de Weeks creen que llevó en la muerte de su padre, una que respeta las decisiones de quienes prefieren no vacunarse, pero los obliga a asumir las consecuencias de esa decisión. Los hospitales llenos o casi al límite de su capacidad debieran advertir a las poblaciones a las que sirven que, pasada cierta fecha —informada con suficiente antelación para brindar un amplio margen a la gente para que complete el esquema de vacunación— darán prioridad a los pacientes con COVID-19 vacunados frente a los no vacunados.
Después de la fecha anunciada, cuando dos pacientes con COVID-19, uno vacunado y otro no, necesiten la última cama disponible en una unidad de terapia intensiva, sería el vacunado quien debiera recibirla. Si un paciente no vacunado ocupa la última cama de la unidad de terapia intensiva porque en ese momento nadie más la necesitaba, y luego llega un paciente vacunado que la necesita en igual o mayor medida, se la debiera reasignar a este último.
El paciente no vacunado, o su familia, podrían oponerse, pero si la decisión se rige por una política anunciada previamente y todo el mundo tuvo la oportunidad de vacunarse antes de su implementación, quienes toman decisiones que probablemente perjudiquen a otros —y fueron advertidos de las consecuencias— deben asumir la responsabilidad correspondiente.
Los hospitales con capacidad suficiente deben, por supuesto, seguir atendiendo a los pacientes con COVID-19 no vacunados de la mejor manera posible. A pesar de la presión adicional que esto implica para el personal del hospital, todos debemos ser lo suficientemente compasivos para tratar de salvar vidas, incluso cuando son las de quienes tomaron decisiones tontas y egoístas.
Deben permitirse excepciones para los pocos pacientes cuya vacunación está contraindicada por cuestiones médicas, pero no para quienes afirman que la exención es por motivos religiosos. Ninguna de las grandes religiones rechaza la vacunación. Si alguien decide interpretar que sus creencias religiosas le impiden vacunarse, es esa persona —no los demás— quien debe asumir las consecuencias.
Una política de ese tipo probablemente aumente las tasas de vacunación —lo que beneficiaría tanto a quienes actualmente no están vacunados como a quienes sí lo están— y salvaría vidas (del mismo modo que la vacunación obligatoria salvó vidas al aumentar la cantidad de gente vacunada). Pero, incluso si la política no persuade a más gente para vacunarse, al menos se reduciría la cantidad de quienes tienen problemas de salud que no pueden controlar y mueren debido a que otros consideran que la vacunación es una «decisión personal» (y al rechazarla de manera egoísta usan los recursos escasos necesarios para salvar vidas).
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