STANFORD – Los Verdes y el Partido Democrático Libre, que tienen la llave para la formación de un futuro gobierno de coalición tripartito en Alemania, son partidarios de confrontar a China en relación con las violaciones a los derechos humanos en Xinjiang y la represión en Hong Kong. Pero no es probable que la asunción de Olaf Scholz, líder del Partido Socialdemócrata y candidato a suceder a la canciller saliente Angela Merkel, introduzca cambios en las políticas de Alemania favorables al régimen autoritario chino.
La razón es que la excesiva dependencia de Alemania de las exportaciones a China le impide adoptar una actitud más crítica de su terrible desempeño en materia de derechos humanos. Un tercio de los automóviles que fabrica Alemania se vende en China. En 2019, Volkswagen vendió allí un 40% de sus vehículos, y Mercedes‑Benz unas 700 000 unidades. Incluso dentro de la Unión Demócrata Cristiana de Merkel, muchos la critican por permitir que Alemania se haya vuelto tan dependiente de China para generar exportaciones, puestos de trabajo e ingresos.
Según el dicho, si uno le debe un millón al banco, el banco es dueño de uno; si le debe mil millones, uno es dueño del banco. Del mismo modo, puede decirse que por la dependencia de la economía alemana respecto de las exportaciones, China es «dueña» de la política exterior alemana. Alemania se queda con las exportaciones, y los perseguidos del régimen chino se quedan con los padecimientos.
Irónicamente, las políticas conciliadoras de Alemania hacia China también son un perjuicio para la economía alemana, porque mantienen atados a las exportaciones recursos que serían más productivos si se los destinara a inversión pública, tecnologías digitales y protección del medioambiente, áreas que Merkel descuidó. Para competir y prosperar en el siglo XXI, Alemania necesita una economía verde, digitalizada y de tecnología avanzada, pero sus políticas favorables a China facilitan un modelo mercantilista a la vieja usanza. Los Verdes son conscientes de los problemas que trae mantener un modelo de «campeón exportador» para Alemania. Pero es probable que Scholz (que al parecer prefiere una relación económica estrecha con China) tome partido por los poderosos sindicatos y los intereses empresariales tradicionales de Alemania que prefieren mantener el statu quo.
Además, dada la creciente asertividad del presidente chino Xi Jinping, la sumisión del gobierno alemán ante China obliga a sus socios en la Unión Europea a elegir entre la unidad europea y la transatlántica, y eso genera fracturas dentro de la Unión. Y los estados miembros de la UE que por solidaridad europea elijan el bando de Alemania corren el riesgo de meterse en problemas con Estados Unidos, que se ha lanzado con el presidente Joe Biden a una intensa campaña de competencia y contención en relación con China.
Por ejemplo, a fines de 2020 Francia eligió anteponer la unidad europea a la alianza transatlántica, cuando a pesar de las objeciones del equipo transicional de política exterior del todavía no asumido presidente electo Biden, apoyó el acuerdo de inversiones entre la UE y China, niña de los ojos de Merkel (después bloqueado por el Parlamento Europeo). Es posible que Francia haya pagado el precio cuando Estados Unidos, el Reino Unido y Australia anunciaron su nuevo pacto de seguridad AUKUS, por el que Australia canceló un contrato de unos cien mil millones de dólares para la compra de submarinos franceses convencionales. El ministro de exteriores de Francia, Jean‑Yves Le Drian, describió la decisión australiana de abandonar el acuerdo con Francia y preferir la compra de submarinos nucleares dentro de AUKUS como una «cuchillada por la espalda»; y se abrió entre Francia y Estados Unidos una fea fractura cuyo principal beneficiario fue China.
Luego el presidente francés Emmanuel Macron y Biden zanjaron la disputa en vísperas de la reciente cumbre de gobiernos del G20 en Roma. En un mea culpa en persona, Biden dijo que la forma en que se suscribió y anunció el acuerdo para la compra de los submarinos a través de AUKUS había sido «torpe». Y al parecer dijo en privado que iba a acompañar uno de los proyectos favoritos de Macron en materia de «autonomía estratégica»: una fuerza militar europea independiente y unificada, coexistente con el sólido compromiso de Francia (y de Europa) con la OTAN.
Este reacercamiento parcial entre París y Washington se produce en un momento en que las democracias liberales están reconsiderando sus estrategias de seguridad y el papel de la OTAN. Por un lado, está la idea de autonomía estratégica de Macron, que ahora por lo menos parece tener cierto respaldo de Estados Unidos. Por el otro, también se habla de ampliar el mandato de la OTAN para que incluya a Asia.
Entre otras cosas, extender el mandato de la alianza supondría institucionalizar la presión sobre Alemania para que abandone su política exterior prochina, por ser contraria a la OTAN. También daría a Europa una ocasión legítima para operar en el Pacífico de forma más integrada con Estados Unidos y con sus aliados regionales (Australia, Japón y Corea del Sur) y colaboradores (sobre todo la India). Esa integración puede incluso abrir la posibilidad de que se realicen nuevas ventas de armamento, en particular a países que no buscan nuclearizarse o ampliar sus capacidades nucleares más allá de la disuasión estratégica.
La larga búsqueda alemana de ablandar a China está ayudando a este país a perpetuar un sentido de impunidad respecto de las violaciones de los derechos humanos. También contribuye al mercantilismo alemán y provoca fracturas dentro de la alianza transatlántica. Por todas estas razones, la política exterior alemana en la era post‑Merkel necesita un cambio de rumbo. Fijar una nueva dirección tiene que ser alta prioridad para Scholz y para sus socios de coalición.
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