NUEVA YORK – Kaori Yamaguchi, medallista olímpica de judo y miembro ejecutivo el Comité Olímpico japonés, hizo una sorprendente afirmación… es decir, sorprendente para un funcionario olímpico. Dijo que Japón había sido “arrinconado” para celebrar los Juegos de este año durante una pandemia. ¿Con qué fin y para quiénes serán estos Juegos Olímpicos? Los Juegos ya han perdido significado y se celebran solo por celebrarlos. Creo que ya perdimos la oportunidad de cancelarlos.”
No está sola. Un experto médico japonés de primer nivel advirtió que los Juegos podrían generar nuevos brotes de COVID-19 y que “no sería normal” seguir adelante en las actuales circunstancias. Más del 80% de los japoneses desean que los Juegos se pospongan o se cancelen. El periódico AsahiShimbun, auspiciador olímpico oficial, ha conminado al gobierno a que abandone el proyecto. Si los Juegos siguen adelante, como parece lo más probable, los eventos se celebrarán en estadios casi vacíos y con altos costes.
La pregunta de Yamaguchi es válida. ¿Para quién son las Olimpíadas? Los atletas ya tienen amplias posibilidades de competir en todo tipo de campeonatos internacionales. Y los japoneses no deberían pagar el precio de entretener a los televidentes. ¿Quizás son para los políticos japoneses que esperaban que el espectáculo mejorara su prestigio, o para los peces gordos del Comité Olímpico Internacional (COI), esos altos dignatarios que creen que sus gigantescos intereses están por sobre los de todos los demás?
La pregunta de qué son las Olimpíadas ha perseguido a los Juegos desde que el Barón Pierre de Coubertin los “resucitó” en Atenas en 1896. El Barón, como otros conservadores franceses de su tiempo, estaba preocupado por la virilidad nacional, especialmente tras haber perdido la guerra con Prusia en 1871. Pensaba que los deportes de competencia serían la respuesta a las insuficiencias de la masculinidad francesa.
Aparte de eso, Coubertin también esperaba que un evento deportivo internacional promovería la paz al reunir a los pueblos del mundo. Como las Ferias Mundiales y los Jamborees de los Boy Scouts, los Juegos estimularían la amistad internacional y el patriotismo. Tras una competencia limpia y justa, los exponentes más sanos de muchas naciones marcharían juntos hacia un futuro mejor.
Charles Maurras, el ideólogo de extrema derecha que se unió a la organización ultranacionalista Action française, al principio ridiculizó el idealismo de Coubertin. Despreciaba la idea de una amistad internacional. Pero entonces cambió de opinión. Competir en las pistas haría que las gentes de diferentes naciones se odiaran entre sí más todavía y eso, desde su punto de vista, era algo muy positivo.
Al final, no prevalecieron ni el idealismo de Coubertin ni el cinismo de Maurras. La paz mundial no llegó, pero las guerras difícilmente fueron causadas por el favoritismo nacionalista en los estadios deportivos. La superficialidad de las pretensiones de Coubertin se hizo patéticamente clara cuando con voz temblorosa alabó las virtudes de la amistad y la justa lid en las Olimpíadas de Berlín de 1936, mientras Hitler y Goering escuchaban sonrientes desde sus asientos de lujo.
No se puede negar que los Juegos tuvieron algunos propósitos positivos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Las Olimpíadas de Tokio de 1964 fueron enormemente importantes para los japoneses, ya que simbolizaron no solo la reactivación de su economía sino también la de su respetabilidad política. Japón ya no era un depredador militarista responsable de millones de muertes sangrientas en Asia, sino una próspera democracia abierta al mundo.
Algo similar se podría decir de las Olimpíadas de Seúl de 1988. Tras décadas de duro régimen imperial japonés, la devastadora guerra de Corea y todavía más décadas de dictadura militar, Corea del Sur había surgido como una sociedad relativamente abierta, con elecciones competitivas, una prensa ruidosamente libre y una población joven llena de orgullo y optimismo. Los coreanos se merecían estar bajo los focos del planeta y los Juegos de Seúl fueron una verdadera celebración.
Sin embargo, aparte de estas raras ocasiones, las Olimpiadas son difíciles de justificar. Los atletas uniformados, marchando mientras ondean las banderas de sus respectivos países, son un anacronismo del siglo diecinueve, todavía apreciado en lugares donde la gente no tiene el derecho a elegir a sus gobernantes, pero sí la obligación de alabarlos. Corea del Norte es el ejemplo paradigmático, pero las Olimpiadas de Invierno organizadas por Vladimir Putin en 2014 en un complejo subtropical lleno de nieve artificial fueron claramente un homenaje a su régimen autoritario. Y el tipo de nacionalismo chino exhibido en los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008 habría estado más cerca de Maurras que de Coubertin.
Los países más pobres, como Grecia en 2004, se han quedado con enormes deudas y estadios desiertos donde crece la hierba. Y pocos países realmente necesitaban extravagancias como las que se mostraron en Atlanta en 2006 o Londres en 2012, excepto tal vez como una excusa para invertir en lo que de todos modos se iba a construir.
Ciertamente, Tokio no necesita las Olimpiadas de 2021.Y, no obstante, el ejército olímpico sigue marchando, ganando inmensas cantidades de dinero incluso si algunos países quedan casi en la quiebra. El COI ganó la respetable suma de €985 millones ($1,2 mil millones) en las Olimpiadas de Atenas. Recuerdo haber visto los funcionarios del COI dándose aires en Seúl. Mientras más pobre era el país que representaban, más grandes parecían ser sus relojes de platino.
Los Juegos son un negocio gigantesco para el COI, para los auspiciadores, para las constructoras inmobiliarias, y algunas veces para políticos corruptos. Eso es para lo que son. Miles de funcionarios olímpicos abarrotarán las salas de recepción de costosos hoteles en Tokio este año. Y después de que se vayan al siguiente lugar, los grandes estadios construidos para nada seguirán siendo sitios prácticamente abandonados de un evento que nunca se debió haber realizado.