A diferencia de un Trump que despreciaba las energías renovables —como si nada hubiese cambiado desde los años de Reagan—, Biden no quiere perder terreno en la carrera por dominar las tecnologías verdes del futuro. Esta dinámica competitiva puede generar un círculo virtuoso. Si añadimos a la ecuación la creciente conciencia medioambiental de los ciudadanos, no cabe duda de que nuestros gobernantes tienen cada vez más incentivos para actuar con ambición.
Los nuevos compromisos de reducción de emisiones que muchos países han fijado ya (con la vista puesta en la COP26) son, generalmente, un reflejo de dicha ambición. Pero no habrá éxito posible a no ser que redoblemos nuestros esfuerzos. En un plano más formal, convendría también acordar indicadores comunes que permitan contrastar fácilmente los objetivos marcados por cada país, como reclamó recientemente la canciller alemana Angela Merkel.
A la vez que profundizamos en esta cooperación medioambiental que tanto ha tardado en germinar, deberíamos hacer extensivo su espíritu a otras muchas esferas. Y es que no escasean los retos globales que exigen también una acción coordinada. El ejemplo más evidente es la COVID-19, otro fenómeno que nos cogió desguarecidos pese a las múltiples llamadas de alerta, y que algunos Gobiernos han gestionado de forma excesivamente egoísta y cortoplacista.
Hace unos días, dos paneles de expertos asociados a la Organización Mundial de la Salud elogiaron la iniciativa —auspiciada por una treintena de líderes mundiales— de instaurar un tratado internacional sobre la prevención y preparación ante pandemias. Y tampoco deberíamos descuidar la dimensión económica: en la actual crisis, el G20 no ha estado a la altura, y las medidas adoptadas para aliviar la deuda de países en desarrollo han sido insuficientes. Al igual que la OMS y la Organización Mundial del Comercio, dos pilares fundamentales de la gobernanza global, el G20 está pidiendo a gritos una reforma que apuntale su legitimidad y capacidad reactiva.
Asimismo, deberíamos hacer hincapié en la regulación del ciberespacio. Las grandes potencias poseen notables capacidades ofensivas en dicho ámbito, pero su elevado grado de conectividad digital las hace vulnerables, como ha puesto de manifiesto el reciente sabotaje al mayor oleoducto de EE. UU. Es urgente que dichas potencias tomen la iniciativa de convenir una serie de normas básicas que fomenten la seguridad en el ciberespacio y atajen los efectos potencialmente perniciosos de la Inteligencia Artificial. En el marco de Naciones Unidas ya se están produciendo algunos avances al respecto.
Tanto en lo que se refiere al cambio climático como a las otras materias que requieren respuestas multilaterales, una masa crítica de países puede alterar el rumbo de los acontecimientos, para bien o para mal. Aunque nos hallemos en una era caracterizada por las tensiones geopolíticas, nunca podemos perder de vista los desafíos mayúsculos que nos acechan a todos y que nos obligan a encontrar denominadores comunes. Anticiparnos a las crisis, aislar las áreas de fricción, competir de manera saludable y cooperar en pos de intereses mutuos: esa es la receta para un siglo XXI más seguro, próspero y sostenible.
Javier Solana es miembro distinguido en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.
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