Los recientes ataques de Israel en Siria pueden violar el derecho internacional, pero son apenas un ejemplo entre muchas violaciones de ese tipo, y no sólo en el campo de batalla. Las ruinas del derecho internacional están por todas partes, y reflejan el colapso de la globalización, la democracia neoliberal y otros proyectos de posguerra liderados por Estados Unidos.
CHICAGO – Durante las últimas dos semanas, Israel ha atacado repetidamente a Siria, destruyendo instalaciones militares y ocupando territorio, en clara violación de la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe el uso de la fuerza militar contra estados extranjeros excepto en defensa propia o con la autorización del Consejo de Seguridad.
Mientras algunos países han condenado a Israel, Estados Unidos y la mayoría de los demás países se abstienen de hacer críticas. Probablemente temen que, si no se destruyen las armas de Siria, éstas puedan caer en manos de organizaciones terroristas. No importa que el derecho internacional no permita tales excepciones: se ha convertido en otra víctima de los acontecimientos.
Los ataques de Israel en Siria no son un ejemplo aislado. Las ruinas del derecho internacional están por todas partes. Rusia invadió Ucrania en 2014 y nuevamente en 2022, se anexionó ilegalmente territorio ucraniano, cometió atrocidades contra soldados y civiles ucranianos y ahora enfrenta acusaciones de genocidio. China ha usado la violencia para expandir su control sobre el Mar de China Meridional y ahora parece estar lista para invadir Taiwán, un resultado que nadie cree que pueda ser detenido por el derecho internacional.
Además, las intervenciones militares estadounidenses en Afganistán, Irak, Libia, Siria y otros lugares durante las últimas décadas se basaron en teorías jurídicas dudosas. Se están cometiendo crímenes internacionales en todo el mundo, en lugares asolados por conflictos como Israel y Gaza, Myanmar, Etiopía y Sudán, y en países autoritarios que están en paz.
Las guerras y la violencia no son los únicos indicios de la decadencia del derecho internacional. La misma tendencia afecta a la economía mundial. Con su órgano de apelación incapaz de funcionar, la Organización Mundial del Comercio se ha quedado de brazos cruzados mientras el mundo se vuelca al proteccionismo. Del mismo modo, los débiles antecedentes de la Corte Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional son una burla a las ambiciones de sus fundadores. Se suponía que la CIJ debía prevenir la guerra y la CPI garantizar justicia para las víctimas de crímenes de guerra, pero ninguno de los dos tribunales hace gran cosa.
Un hecho menos visible, pero igualmente importante, es que el derecho internacional de las inversiones ha provocado una reacción negativa de sus beneficiarios previstos. Se suponía que los tratados bilaterales de inversión promoverían el desarrollo económico en los países más pobres al proteger a los inversores extranjeros de la expropiación, pero hay pocas pruebas de que la ley haya ayudado a esos países a ponerse al día. En cambio, las empresas multinacionales la han utilizado para impedir que los países en desarrollo apliquen reformas económicas y normas ambientales que podrían reducir sus márgenes de beneficio.
Mientras tanto, el derecho internacional que protege a los migrantes ha provocado una reacción nativista en muchos países de destino, especialmente aquellos que han sido inundados de solicitantes de asilo. A medida que la democracia retrocede en todo el mundo, el derecho de los derechos humanos está en ruinas. Muchos gobiernos están despojando a los ciudadanos de las protecciones legales básicas, y la represión política está en aumento en países que alguna vez se creyeron en el camino hacia la libertad política. Incluso la Unión Europea, la organización internacional más exitosa, perdió el Reino Unido, ha tenido que lidiar con gobiernos iliberales en Hungría y, hasta hace poco, Polonia, y enfrenta nuevos desafíos a medida que los partidos de extrema derecha euroescépticos ganan poder en sus estados miembro.
En Estados Unidos, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales de 2024 a pesar de su desprecio por el derecho internacional (o tal vez debido a ello). En su primer mandato, Estados Unidos se retiró de más de una docena de acuerdos y organizaciones internacionales relacionados con la seguridad, los derechos humanos, el cambio climático y la migración. Ahora, Trump planea retirar a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud, una institución internacional tan benigna como las demás, el primer día de su próximo mandato. Pero Barack Obama y Joe Biden también hicieron poco por promover el derecho internacional durante sus respectivos mandatos. La renuencia de Estados Unidos ha sido bipartidista.
¿Por qué ha sucedido esto? La explicación más sencilla es que el derecho internacional es víctima de la reacción contra la globalización. La globalización fue en su día la promesa de camino hacia la libertad y la riqueza, pero hoy la gente la asocia con migraciones descontroladas, pérdida de empleos, pandemias, crisis financieras y conflictos. Los beneficios que generó para el crecimiento económico mundial no fueron lo suficientemente grandes, generalizados ni visibles como para compensar los daños reales o percibidos.
Pero se suponía que el derecho internacional debía asegurar un orden global liberal. En los años 1990, funcionarios y comentaristas sostenían que el derecho internacional se hace cumplir por sí solo: a medida que se difunde, los Estados lo internalizan a través de sus burocracias y la opinión pública lo afianza aún más. De hecho, el derecho internacional existe sólo en la medida en que los Estados –es decir, sus líderes, sus élites y su público– estén dispuestos y sean capaces de hacerlo cumplir.
La aplicación del derecho internacional es costosa para quien lo aplica, pues debe imponer sanciones, cortar relaciones diplomáticas o emprender otras acciones que pueden perjudicarlo tanto o más que al infractor. A medida que los gobiernos se fueron dando cuenta de que el derecho obstaculizaba el logro de sus objetivos, que cambian en respuesta a los cambios en las necesidades internas y las relaciones internacionales, el incentivo para mantenerlo disminuyó. No ayudó el hecho de que en los años 1990 era común afirmar que el derecho internacional había llegado a lo más profundo de las jurisdicciones tradicionales de los Estados, con disposiciones para regular las relaciones familiares, las normas religiosas, los valores culturales y la organización de la economía.
Los partidarios del derecho internacional creían que éste incitaría a los países a adoptar valores morales y políticos comunes; obviamente no ha sido así. También creían que los países se arrodillarían ante el Consenso de Washington –libre comercio e inversión, derechos de propiedad, mercados robustos, impuestos bajos–, ya que todas esas cosas parecían tener sentido en Estados Unidos y Occidente en los años 90. Pero esas políticas resultaron difíciles de imponer a otros países y –ahora lo sabemos– difíciles de sostener en el propio país. La prosperidad nacional depende de la estabilidad, y la estabilidad requiere una amplia distribución de los beneficios económicos, respeto por las culturas y normas locales y una sensación entre los ciudadanos de que sus líderes políticos les responden a ellos, no a las ONG extranjeras y las burocracias internacionales que se han convertido en cómodos balones de fútbol políticos.
En el pasado, el derecho internacional se centró en proteger la soberanía, establecer formas básicas de coordinación (como fronteras, husos horarios, normas marítimas y protocolos de comunicación) y, con un éxito más limitado, restringir las formas más extremas de violencia, especialmente en la guerra. Un buen número de Estados, y no sólo China y Rusia, han instado desde hace tiempo al mundo a volver a este enfoque modesto pero sostenible. Estados Unidos, en su calidad de defensor del internacionalismo liberal, se interpuso en el camino. Con Trump, puede sumarse a ellos.
Eric Posner, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, es autor de How Antitrust Failed Workers (Oxford University Press, 2021).
Mientras algunos países han condenado a Israel, Estados Unidos y la mayoría de los demás países se abstienen de hacer críticas. Probablemente temen que, si no se destruyen las armas de Siria, éstas puedan caer en manos de organizaciones terroristas. No importa que el derecho internacional no permita tales excepciones: se ha convertido en otra víctima de los acontecimientos.
Los ataques de Israel en Siria no son un ejemplo aislado. Las ruinas del derecho internacional están por todas partes. Rusia invadió Ucrania en 2014 y nuevamente en 2022, se anexionó ilegalmente territorio ucraniano, cometió atrocidades contra soldados y civiles ucranianos y ahora enfrenta acusaciones de genocidio. China ha usado la violencia para expandir su control sobre el Mar de China Meridional y ahora parece estar lista para invadir Taiwán, un resultado que nadie cree que pueda ser detenido por el derecho internacional.
Además, las intervenciones militares estadounidenses en Afganistán, Irak, Libia, Siria y otros lugares durante las últimas décadas se basaron en teorías jurídicas dudosas. Se están cometiendo crímenes internacionales en todo el mundo, en lugares asolados por conflictos como Israel y Gaza, Myanmar, Etiopía y Sudán, y en países autoritarios que están en paz.
Las guerras y la violencia no son los únicos indicios de la decadencia del derecho internacional. La misma tendencia afecta a la economía mundial. Con su órgano de apelación incapaz de funcionar, la Organización Mundial del Comercio se ha quedado de brazos cruzados mientras el mundo se vuelca al proteccionismo. Del mismo modo, los débiles antecedentes de la Corte Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional son una burla a las ambiciones de sus fundadores. Se suponía que la CIJ debía prevenir la guerra y la CPI garantizar justicia para las víctimas de crímenes de guerra, pero ninguno de los dos tribunales hace gran cosa.
Un hecho menos visible, pero igualmente importante, es que el derecho internacional de las inversiones ha provocado una reacción negativa de sus beneficiarios previstos. Se suponía que los tratados bilaterales de inversión promoverían el desarrollo económico en los países más pobres al proteger a los inversores extranjeros de la expropiación, pero hay pocas pruebas de que la ley haya ayudado a esos países a ponerse al día. En cambio, las empresas multinacionales la han utilizado para impedir que los países en desarrollo apliquen reformas económicas y normas ambientales que podrían reducir sus márgenes de beneficio.
Mientras tanto, el derecho internacional que protege a los migrantes ha provocado una reacción nativista en muchos países de destino, especialmente aquellos que han sido inundados de solicitantes de asilo. A medida que la democracia retrocede en todo el mundo, el derecho de los derechos humanos está en ruinas. Muchos gobiernos están despojando a los ciudadanos de las protecciones legales básicas, y la represión política está en aumento en países que alguna vez se creyeron en el camino hacia la libertad política. Incluso la Unión Europea, la organización internacional más exitosa, perdió el Reino Unido, ha tenido que lidiar con gobiernos iliberales en Hungría y, hasta hace poco, Polonia, y enfrenta nuevos desafíos a medida que los partidos de extrema derecha euroescépticos ganan poder en sus estados miembro.
En Estados Unidos, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales de 2024 a pesar de su desprecio por el derecho internacional (o tal vez debido a ello). En su primer mandato, Estados Unidos se retiró de más de una docena de acuerdos y organizaciones internacionales relacionados con la seguridad, los derechos humanos, el cambio climático y la migración. Ahora, Trump planea retirar a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud, una institución internacional tan benigna como las demás, el primer día de su próximo mandato. Pero Barack Obama y Joe Biden también hicieron poco por promover el derecho internacional durante sus respectivos mandatos. La renuencia de Estados Unidos ha sido bipartidista.
¿Por qué ha sucedido esto? La explicación más sencilla es que el derecho internacional es víctima de la reacción contra la globalización. La globalización fue en su día la promesa de camino hacia la libertad y la riqueza, pero hoy la gente la asocia con migraciones descontroladas, pérdida de empleos, pandemias, crisis financieras y conflictos. Los beneficios que generó para el crecimiento económico mundial no fueron lo suficientemente grandes, generalizados ni visibles como para compensar los daños reales o percibidos.
Pero se suponía que el derecho internacional debía asegurar un orden global liberal. En los años 1990, funcionarios y comentaristas sostenían que el derecho internacional se hace cumplir por sí solo: a medida que se difunde, los Estados lo internalizan a través de sus burocracias y la opinión pública lo afianza aún más. De hecho, el derecho internacional existe sólo en la medida en que los Estados –es decir, sus líderes, sus élites y su público– estén dispuestos y sean capaces de hacerlo cumplir.
La aplicación del derecho internacional es costosa para quien lo aplica, pues debe imponer sanciones, cortar relaciones diplomáticas o emprender otras acciones que pueden perjudicarlo tanto o más que al infractor. A medida que los gobiernos se fueron dando cuenta de que el derecho obstaculizaba el logro de sus objetivos, que cambian en respuesta a los cambios en las necesidades internas y las relaciones internacionales, el incentivo para mantenerlo disminuyó. No ayudó el hecho de que en los años 1990 era común afirmar que el derecho internacional había llegado a lo más profundo de las jurisdicciones tradicionales de los Estados, con disposiciones para regular las relaciones familiares, las normas religiosas, los valores culturales y la organización de la economía.
Los partidarios del derecho internacional creían que éste incitaría a los países a adoptar valores morales y políticos comunes; obviamente no ha sido así. También creían que los países se arrodillarían ante el Consenso de Washington –libre comercio e inversión, derechos de propiedad, mercados robustos, impuestos bajos–, ya que todas esas cosas parecían tener sentido en Estados Unidos y Occidente en los años 90. Pero esas políticas resultaron difíciles de imponer a otros países y –ahora lo sabemos– difíciles de sostener en el propio país. La prosperidad nacional depende de la estabilidad, y la estabilidad requiere una amplia distribución de los beneficios económicos, respeto por las culturas y normas locales y una sensación entre los ciudadanos de que sus líderes políticos les responden a ellos, no a las ONG extranjeras y las burocracias internacionales que se han convertido en cómodos balones de fútbol políticos.
En el pasado, el derecho internacional se centró en proteger la soberanía, establecer formas básicas de coordinación (como fronteras, husos horarios, normas marítimas y protocolos de comunicación) y, con un éxito más limitado, restringir las formas más extremas de violencia, especialmente en la guerra. Un buen número de Estados, y no sólo China y Rusia, han instado desde hace tiempo al mundo a volver a este enfoque modesto pero sostenible. Estados Unidos, en su calidad de defensor del internacionalismo liberal, se interpuso en el camino. Con Trump, puede sumarse a ellos.