MOSCÚ – Un programa revanchista, impulsado por el deseo de rectificar los errores históricos percibidos, se encuentra en el corazón de la política exterior de Rusia y proporciona la justificación para su guerra en Ucrania. Pero lo que el Presidente ruso Vladimir Putin parece haber olvidado es que reescribir la historia para servir a los intereses de los que están en el poder tiende a invitar a la disidencia y a menudo resulta contraproducente.
Los nuevos manuales de historia rusos para alumnos de décimo y undécimo grado son un buen ejemplo. Escritos por el ex ministro de Cultura Vladimir Medinsky y Anatoly Torkunov, rector del otrora renombrado Instituto de Relaciones Internacionales (MGIMO), los libros de texto reflejan el “nuevo enfoque” ruso de la historia, haciendo hincapié en la necesidad de recuperar los “territorios históricos” perdidos del país y alabando la “operación militar especial” en Ucrania.
Pero el giro de Rusia hacia el revanchismo es anterior a febrero de 2022. La propaganda estatal lleva mucho tiempo presentando a Rusia no como una potencia colonial, sino más bien como una “civilización única” que debe mantener su esencia singular y cuya desaparición podría desencadenar el caos mundial.
No cabe duda de que la cultura rusa se ha entregado con frecuencia a imaginaciones grandiosas, y el colapso de la Unión Soviética ha intensificado el anhelo de los rusos por relatos menos caóticos y más dignos, dando lugar a una industria artesanal de historias alternativas. Con Putin, sin embargo, estos relatos embellecidos han cobrado protagonismo.
La llamada “nueva cronología” del matemático y teórico de la conspiración Anatoly Fomenko, por ejemplo, afirma que los principales acontecimientos que tuvieron lugar durante los antiguos imperios griego, romano y egipcio ocurrieron en realidad durante la Edad Media y giraron en torno a Rusia. Las afirmaciones de Fomenko sobre una vasta conspiración para falsificar la historia mundial llenan sus libros, que ocuparon un lugar destacado en las librerías rusas a principios de la década de 2000.
A medida que Putin y sus aliados de los servicios de seguridad (siloviki) consolidaban su poder, las narrativas fantásticas sobre la grandeza imperial, repletas de figuras históricas que viajan en el tiempo y restauran el honor de Rusia, irrumpieron en la corriente dominante. Estos relatos, muchos de los cuales se originaron durante la tumultuosa década de 1990, a menudo describen la democracia como un complot occidental diseñado para desestabilizar a Rusia. Autores como German Romanov han presentado al zar del siglo XVIII Pedro III -conocido por haber sido derrocado por su esposa, Catalina la Grande- como un viajero en el tiempo que regresa al pasado, frustra la rebelión de Catalina y transforma Rusia en una nueva Bizancio. Otros relatos populares implican a Stalin viajando al futuro para evitar la disolución de la URSS.
En Rusia, la cultura sirve a menudo de barómetro político. En medio del prolongado estancamiento en Ucrania, las narrativas han cobrado más importancia que los hechos. Pero la ficción literaria y la propaganda televisiva tienen un límite. Así, los nuevos libros de historia pretenden adoctrinar a los jóvenes de 17 años para que crean que Rusia tuvo que invadir Ucrania para luchar contra los nazis y defenderse del invasor Occidente. Pero el Kremlin no ha tenido en cuenta una lección crucial de la era soviética.
Cuando yo crecía en el Moscú de Leonid Brézhnev, los libros de texto se reescribían constantemente para reflejar el siempre cambiante clima político. Bajo el mandato de mi bisabuelo, Nikita Jruschov, el brutal legado de Stalin -en particular las muertes y encarcelamientos injustos de millones de personas- fue objeto de un intenso escrutinio. Durante las tumultuosas décadas de 1930 y 1940, mi abuela Nina eliminó minuciosamente de las fotografías familiares las imágenes de sus amigos, ahora tildados de “enemigos del Estado”. Cuando Jruschov fue derrocado por Brézhnev en 1964, también fue borrado de las historias oficiales.
La política de glasnost (apertura) de Mijaíl Gorbachov puso al descubierto estas distorsiones históricas, pero Putin ha revivido la práctica. Al igual que en la época de Stalin, la ofensa más grave en la Rusia actual parece ser percibir la realidad tal y como es, en lugar de adherirse a la narrativa aprobada por el Kremlin.
El pasado noviembre, cuando Ucrania recuperó la ciudad de Kherson de manos rusas -apenas unos meses después de que el Kremlin declarara que “Rusia está aquí para siempre”-, Vasily Bolshakov, de Ryazan, bromeó en las redes sociales sobre la retirada de las fuerzas rusas. Posteriormente fue multado y ahora se enfrenta a una pena de hasta tres años de prisión. En la Rusia de Putin, reconocer abiertamente la realidad equivale a “desacreditar a las fuerzas armadas rusas, reducir su eficacia y ayudar a las fuerzas que se oponen a los intereses de la Federación Rusa y de sus ciudadanos”.
En sus esfuerzos por justificar la guerra, Putin ha puesto la maquinaria propagandística del Kremlin a toda máquina. En los libros de historia revisados, el uso de la fuerza por parte de Rusia se presenta como una respuesta necesaria a las amenazas a la seguridad nacional. Estas narrativas presentan a Rusia como una víctima perpetua de la hostilidad occidental, desplazando la culpa del Kremlin a adversarios externos. El subtexto es claro: independientemente de la opinión que se tenga de Putin, está protegiendo a Rusia, como hizo Stalin durante la Segunda Guerra Mundial.
De hecho, el régimen de Putin se encuentra ahora en una posición más precaria que la Unión Soviética en sus últimos días. Mientras que un inquebrantable compromiso oficial con el comunismo animó a la URSS durante más de siete décadas, el sistema de creencias de la Rusia contemporánea es una mezcolanza de “valores” en conflicto: El cristianismo en medio de un culto a la guerra, el estalinismo coexistiendo con el desprecio por Lenin (que trató de acomodar la identidad ucraniana), y sentimientos antioccidentales junto a un consumismo ostentoso. Desde el principio, Putin ha fomentado este pastiche posmoderno, reviviendo el himno nacional de la época de Stalin, enarbolando banderas del ejército soviético y comparándose con Pedro el Grande.
Los libros de texto de Medinsky y Torkunov encarnan esta incoherencia. Además de pesos pesados de la literatura como Mijaíl Shólojov, incorporan obras que critican las injusticias soviéticas, como La casa del terraplén, de Yuri Trifonov, y, sorprendentemente, incluso novelas conmovedoras sobre la Rusia contemporánea, como la Trilogía del hielo, de Vladimir Sorokin. En la época soviética, lo habría interpretado como un intento clandestino de socavar el Kremlin introduciendo sutilmente perspectivas opuestas. Hoy lo veo como un testimonio del cinismo descarado y la arrogancia delirante del régimen.
La novela de Trifonov, por ejemplo, trata de altos cargos del partido enviados repentinamente al Gulag, las mismas personas que mi abuela recortaba de sus fotografías. ¿Cómo se alinea esta historia con la afirmación oficial de que Rusia sólo ha librado guerras defensivas y nunca ha perseguido a individuos por motivos religiosos, ideológicos o étnicos?
Pues no. Y los estudiantes rusos, incapaces de diseccionar estas contradicciones en clase, probablemente las discutirán en casa, como hicieron sus padres y abuelos.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/kremlin-propaganda-reveals-putin-regime-weakness-by-nina-l-khrushcheva-2023-08
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