No creo exagerado calificar de sadomasoquista y codependiente la relación entre medios de comunicación y Estado. Ninguno de los dos puede vivir sin el otro. Gobernar es comunicar, para lo cual el Estado depende de los medios. Los medios viven de la información, para lo cual dependen de la fuente gubernamental que les permite hablar de los asuntos públicos, independientemente de su respectiva línea editorial. Como en buena parte de las relaciones, medios y Estado todo el tiempo se disputan el control de la relación. Guiados por el concepto de censura, ensayemos un esbozo de esta tormentosa relación que, como todas, ha tenido sus altibajos.
La censura:
De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, la censura tiene cuatro acepciones: en primer lugar, se refiere a formar un juicio de una obra o de otra cosa; también es corregir o reprobar algo o a alguien; en tercer lugar, se refiere a murmurar de algo o de alguien, vituperar; finalmente sígnica dicho del censor oficial, es decir, remite a la función del censor que impone supresiones o cambios en algo.
De acuerdo con este abanico de significados, todos somos susceptibles de ser censores u objetos de censura. Para analizar la relación medios/Estado nos centramos en la cuarta acepción de censura, que incluye la figura del dictaminador oficial.
La rebelión contra la censura:
Cansados de la férrea censura ejercida por Porfirio Díaz sobre los pocos diarios de circulación nacional que existían en los albores del siglo veinte, los entusiastas constituyentes del 1917 decretaron el fin de la censura en el artículo sexto: la manifestación de las ideas no serán objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa… el derecho de réplica será ejercido en los términos dispuestos por la ley. Para no dejar dudas sobre sus intenciones protectoras a la libertad de expresión, en el artículo séptimo remacharon: es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquiera materia. Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni exigir fianza a los autores o impresores, ni coartar la libertad de imprenta, que no tiene más límites que el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública. Lamentablemente, la realidad es rejega y no gusta de apegarse al visionario texto constitucional.
El Estado se impone a los medios:
Conforme se fue consolidando, poco a poco el Estado posrevolucionario se fue apoderando del mango del sartén en su relación con los medios. Inspirado en el texto que buscaba defender la libertad de expresión, en abril de 1926 el Estado promulgó la Ley de Comunicaciones Eléctricas, iniciándose la regulación gubernamental de la radio a través de concesiones, es decir, a través de permisos temporales para utilizar el espacio radioeléctrico para transmitir programas, primero de radio y después de televisión. Con estas concesiones que se refrendan periódicamente, el Estado se hizo de una poderosa herramienta para controlar la línea editorial de la radio y la televisión. Por ello, el fundador de Televisa, Emilio Azcárraga Milmo se proclamó soldado del PRI. Como consecuencia de este control, la discusión política desapareció en los principales medios electrónicos, pues, como decía Raúl Velasco en Siempre en Domingo, no se debía hablar de política o religión porque se divide a las familias.
En cuanto a los medios impresos, el Estado los controló mediante el monopolio del papel periódico, con el surgimiento de PIPSA, a partir de 1935. Durante muchos años, los periódicos vivieron con la amenaza de no contar con el papel necesario para imprimir sus respectivos diarios en caso de apartarse de los dictados oficiales.
Gracias a este férreo control del Estado sobre los medios se vivieron varias décadas de dictadura perfecta merced a la autocensura mediática. El resultado fue habitar un país sin disenso, discusión o polémica pública alguna. Todo era color de rosa. Si algún medio osaba salir del redil, cambiaban la dirección completa del medio, como el caso del Excélsior dirigido por Julio Scherer en 1976. Si el rebelde era un crítico en particular, simplemente lo corrían y vetaban de manera permanente en los medios de mayor alcance o circulación. Y listo, muerto el perro, se acabó la rabia.
La venganza de los medios contra el Estado:
Con la transición democrática, a la par de los ciudadanos, los medios de comunicación también se empoderaron. Con la emergencia de nuevos competidores que tenían la necesidad de ampliar y mejorar sus niveles de conocimiento e incidencia ante la ciudadanía para ganar las contiendas electorales, los medios empezaron a quitarle el mago del sartén al Estado. Solo los medios podían formar y manipular la opinión pública, a favor o en contra, de quien definiera sus clientes en turno y apoyaran sus intereses comerciales.
Televisa tuvo el sartén por el mango durante tres sexenios seguidos. Desde Fox hasta Peña, Televisa cogobernó el país. El resultado fue que los intereses de los medios predominaron en varios ámbitos. Primero, disminuyeron sustancialmente los tiempos oficiales, se refrendaron sus concesiones, les dieron permiso para operar sus casinos o tiendas de conveniencia y, por supuesto, lograron una buena tajada del presupuesto gubernamental. Con Calderón se dieron el lujo de pedir que las acciones oficiales se realizaran bajo la lógica de la televisión e, incluso, solicitaron la repetición de éstas, como en el caso de Florence Cassez, para que la televisión pudiera transmitir en vivo las heroicas acciones estatales contra la delincuencia.
En esta etapa el Estado se la pasó dando patadas de ahogado. Los funcionarios de las áreas de comunicación buscaban por teléfono a los directivos de los grandes medios de comunicación para solicitar el favor de modular la información de la gestión o de sus adversarios, de acuerdo con la coyuntura del momento. Algunas veces los medios hacían caso, en otras ni siquiera tomaban la llamada. Así, de la autocensura se pasó a una suerte de chantaje institucionalizado en la que los medios mantuvieron sometido al Estado y a los políticos que, por cierto, los hacían aparecer en programas cómicos tomando licuados de huevo para alentar sus anhelos presidenciales.
Gritos y sombrerazos:
Este control mediático terminó de la mano de su monopolio en la formación de la opinión pública con la irrupción de las redes sociales. Además, tuvieron la mala suerte de que, a su pesar, en 2018 ganó López Obrador la presidencia de México, a quien habían vencido en dos elecciones anteriores. Este nuevo contexto político y el ecosistema mediático emergente construyeron el escenario propicio para la inédita relación de gritos y sombrerazos que caracteriza a la actual relación de los conglomerados mediáticos con el Estado.
Probablemente, estos medios nunca esperaron que el nuevo presidente les cerrara la llave presupuestal y, mucho menos, que osara desafiarlos en su misma arena mediática, con su misma arma: con la información. Por ello, hoy somos testigos de una nueva relación que, más que de censura o autocensura como en el pasado, se caracteriza por una intensa, apasionada y permanente discusión pública entre el representante del Estado mexicano y los conglomerados mediáticos. Falta tiempo para conocer el saldo de esta inédita relación de gritos y sombrerazos. Hoy, las buenas conciencias y los intereses lastimados ponen el grito en el cielo, pero creo que más bien nos debemos de ir acostumbrando a esta intensa y acalorada discusión pública, propia de un régimen democrático moderno.
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