LIUBLIANA – Cuatro acontecimientos con mujeres como protagonistas han llegado a los titulares noticiosos durante el último mes: la victoria electoral de Giorgia Meloni en Italia, el fallecimiento y funeral de la Reina Isabel II, el estreno de la película La Mujer Rey y las protestas generalizadas en Irán tras el asesinato de Mahsa Amini por parte de la policía de la moral de ese país. Si se las toma en conjunto, esas cuatro historias reflejan rasgos esenciales del panorama político actual.
En momentos en que la izquierda no ha podido ofrecer una respuesta adecuada a la crisis de la democracia liberal, no cabe sorprenderse por el ascenso de nuevos gobiernos de derechas en Europa. Pero el papel central de las mujeres en este movimiento todavía no ha recibido la atención que se merece. Las lideresas de derechas como Meloni y Marine Le Pen en Francia se presentan como alternativas más sólidas a los tecnócratas masculinos tradicionales. Encarnan tanto la dureza derechista como características que, por lo general, se asocian con la femineidad, como el énfasis en los cuidados y la familia: un fascismo con rostro humano.
"Las mujeres de Irán no necesitamos que los políticos occidentales se corten el cabello, queremos que corten sus lazos con nuestros asesinos. Así es como se ve la verdadera solidaridad."
"Muchas adolescentes fueron asesinadas por protestar. #MahsaAmini."
pic.twitter.com/vI7noIkq9l— Masih Alinejad 🏳️ (@AlinejadMasih) October 6, 2022
Ahora pensemos en el espectáculo televisado del funeral de Isabel II, que subrayó una interesante paradoja: a medida que el estado británico se ha ido alejando de su pasado estatus de superpotencia, la capacidad de su familia real de inspirar ensueños imperiales no ha hecho más que aumentar. No deberíamos descartar esto como una ideología que enmascara relaciones de poder reales. Más bien, las fantasías monárquicas son ellas mismas parte del proceso por el cual se reproducen las relaciones de poder.
La muerte de Isabel II nos recordó la distinción moderna entre reinar y gobernar, con la primera hoy confinada únicamente a deberes ceremoniales. Se espera que el monarca irradie compasión, amabilidad y patriotismo, y que se mantenga alejado de los conflictos políticos. Como tales, los monarcas representan no la trascendencia de la ideología, sino más bien la ideología en su forma más pura. Durante siete décadas, la función de Isabel II fue ser el rostro del poder estatal. Puede que la coincidencia de su fallecimiento con el ascenso al poder de la Primera Ministra Liz Truss haya dependido mucho de la contingencia, pero también ha sido profundamente simbólica del paso de Reina al de Mujer Rey. En su nuevo cargo, Truss ha impedido en parte el crecimiento de la izquierda, al combinar subsidios energéticos con recortes tributarios para los ricos.
La Mujer Rey de Gina Prince-Bythewood también trata de la lógica política de la monarquía: una película de épica histórica sobre las agojie, una unidad de guerreras que protegió el reino africano occidental de Dahomey entre los siglos diecisiete y diecinueve. La actriz Viola Davis representa el papel de Nanisca, una general de ficción, subordinada solo al Rey Gezo, figura histórica que gobernó Dahomey de 1818 a 1859, y que participó en el comercio de esclavos africanos hasta el final de su reinado.
En la película, entre los enemigos de las agojie se encuentran comerciantes de esclavos liderados por Santo Ferreira, personaje ficticio basado vagamente en Francisco Félix de Sousa. Pero, de hecho, de Sousa fue un comerciante de esclavos brasileño que ayudó a Gezo a llegar el poder, y Dahomey fue un reino que conquistó otros estados africanos y vendió como esclavos a sus pueblos. Aunque Nanisca aparece protestando frente al rey contra el comercio de esclavos, las agojie históricas en realidad lo apoyaron.
Así, La Mujer Rey promueve una forma de feminismo preferida por la clase media liberal occidental. Al igual que las actuales feministas del #MeToo, las guerreras amazonas de Dahomey condenarán sin tapujos todas las formas de lógica binaria, patriarcado y trazas de racismo en el lenguaje cotidiano, pero se cuidarán mucho de perturbar las formas de explotación más profundas que sustentan el capitalismo global moderno y la persistencia del racismo.
Esta postura implica atenuar la importancia de dos hechos básicos acerca del esclavismo. Primero, los tratantes blancos de esclavos apenas tuvieron que pisar suelo africano, ya que los africanos privilegiados (como el reino de Dahomey) les proveían de un amplio suministro de esclavos frescos. Y, en segundo lugar, el comercio de esclavos estaba generalizado no solo en África occidental, sino también en sus áreas del este, donde los árabes esclavizaron a millones de personas y donde la institución duró más que en Occidente (Arabia Saudí no lo abolió formalmente sino hasta 1962).
En efecto, Muhammad Qutb, hermano del intelectual musulmán egipcio Sayyid, defendió intensamente el esclavismo islámico de las críticas occidentales. Argumentando que “el islam dio dignidad espiritual a los esclavos”, contrastó el adulterio, la prostitución y el sexo ocasional (“esa forma tan odiosa de animalismo”) que había en Occidente con “el vínculo puro y espiritual que une a una doncella [una chica esclava] con su amo en el islam”. Todavía se pueden escuchar esos planteamientos en algunos eruditos salafistas conservadores, como el Jeque Saleh Al-Fawzan, miembro de la más alta entidad religiosa de Arabia Saudí. Pero uno no los conocería si solo escuchara a los liberales occidentales de clase media.
Por fortuna, los vínculos históricos del islam no tienen por qué obstaculizar el potencial emancipatorio de las sociedades musulmanas. Las masivas protestas en Irán tienen una significancia histórica mundial, ya que combinan distintas luchas (contra la opresión a las mujeres, la opresión religiosa y el terrorismo de estado) en una unidad orgánica. Irán no es parte del Occidente desarrollado, y el eslogan de los y las manifestantes “Zan, Zendegi, Azadi” (“mujer, vida, libertad”) no es una mera imitación del feminismo occidental o el #MeToo. Si bien ha movilizado a millones de mujeres de a pie, habla de una lucha mucho más amplia, y rehúsa la tendencia antimasculina que suele haber en el feminismo occidental.
Los hombres iraníes que cantan “Zan, Zendegi, Azadi” saben que la lucha por los derechos de las mujeres lo es también por su propia libertad, y que la opresión de las mujeres no es más que la manifestación más visible de un sistema de terrorismo de estado más amplio. Más aún, lo que está ocurriendo en Irán es algo que todavía está por acontecer en el mundo occidental desarrollado, en que se están acelerando las tendencias hacia la violencia política, el fundamentalismo religioso y la opresión de las mujeres.
En Occidente no tenemos derecho a tratar a Irán como un país que intenta desesperadamente ponerse al día con nosotros. Más bien somos nosotros quienes tenemos que aprender de los iraníes si hemos de tener alguna posibilidad de confrontar la violencia y la opresión de derechas en Estados Unidos, Hungría, Polonia, Rusia y tantos otros países. Cualquiera sea el resultado inmediato de las protestas, lo crucial es mantener vivo el movimiento mediante la organización de redes sociales que sigan operando de forma subterránea en caso de que las fuerzas de la opresión estatal logren una victoria temporal.
No basta con expresar simpatía o solidaridad con los y las manifestantes iraníes, como si pertenecieran a una cultura exótica y distante. Todo el parloteo relativista sobre especificidades y sensibilidades culturales ha dejado de tener significancia. Podemos y debemos ver la lucha de los iraníes como sinónimo de la nuestra. No necesitamos lideresas femeninas ni Mujeres Reyes, sino mujeres que nos movilicen a todos en torno a consignas como “mujer, vida, libertad” y contra el odio, la violencia y el fundamentalismo.
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