NUEVA YORK – La muy pública y encarnizada ruptura entre el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su alguna vez favorito asistente, Elon Musk, sería divertida si no fuera tan aterradora. Su pueril disputa pública demostró cuán insegura —incluso desquiciada— está la persona más poderosa del mundo y la más rica.
El colapso fue rápido. El 30 de mayo, Trump se refería a Musk como “uno de los más grandes líderes empresariales e innovadores que el mundo ha producido” y le entregaba una simbólica llave dorada de la Casa Blanca. Aunque Musk dejaba su puesto como jefe del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), seguiría, según Trump, asesorando a la administración sobre la reducción del presupuesto federal.
Cuatro días después, Musk arremetía contra el “grande y hermoso” proyecto de ley de gastos de Trump, calificándolo de “abominación repugnante”, publicando una serie de capturas de pantalla de antiguas publicaciones de Trump en redes sociales pidiendo disciplina presupuestaria, y atribuyéndose el mérito de la segunda presidencia de Trump. Trump respondió acusando a Musk de oponerse al proyecto de ley porque, al eliminar los subsidios a los vehículos eléctricos, amenazaba sus intereses financieros personales.
Las cosas se volvieron aún más personales: Trump publicó que el gobierno de Estados Unidos podría ahorrar miles de millones de dólares terminando los contratos y subsidios otorgados a las empresas de Musk, y Musk replicó con una publicación que sugería que el Departamento de Justicia había estado ocultando pruebas sobre los lazos de Trump con el pedófilo convicto Jeffrey Epstein.
Estos intercambios podrían ser impactantes, pero no deberían sorprender. Si bien la magnitud del espectáculo llama la atención —una función de la tremenda influencia de Musk y su aparente falta de autocontrol (quizás en parte resultado de su documentado uso de drogas)—, ser un líder autoritario es casi siempre un trabajo solitario.
Nadie lo sabe mejor que Trump, quien tiene un largo historial de rupturas virulentas con colaboradores de mucho tiempo, como su exabogado, Michael Cohen, y su exdirector de comunicaciones, Anthony Scaramucci.
De manera similar, el presidente ruso Vladimir Putin ha abrazado y desechado a una larga lista de influyentes oligarcas durante sus décadas en el poder. Putin debe su ascenso político a Boris Berezovsky, el oligarca ruso más prominente en la primera década después del colapso de la Unión Soviética y asesor del primer presidente de Rusia, Boris Yeltsin. Berezovsky esperaba que el hosco, pero enérgico apparatchik fuera su títere, un útil protector del legado y los aliados de Yeltsin.
Berezovsky no supo apreciar que, una vez que Putin se hiciera dueño del Kremlin, tendría todas las cartas. Así, el exoficial de nivel medio de la KGB se convirtió en presidente y tomó todas las palancas del formidable aparato estatal ruso, mientras el oligarca pasó de hacedor de reyes a paria, antes de morir en el exilio en su casa a las afueras de Londres en 2013, en lo que oficialmente se dictaminó como un suicidio.
Berezovsky no fue el único. El magnate petrolero Mijaíl Jodorkovski perdió su empresa y pasó una década en prisión por tener el descaro de desafiar a Putin. El magnate de los medios Vladímir Gusinsky también fue desterrado del Kremlin después de un tiempo como aliado cercano de Putin, aunque todavía camina por las calles de Moscú.
Y no son solo oligarcas. Yevgeny Prigozhin era un criminal convicto antes de emerger como uno de los aliados más confiables de Putin. Sus contribuciones incluyeron dirigir una “granja de trolls” para difundir propaganda rusa en el extranjero y fundar la infame compañía militar privada Wagner, responsable de librar algunas de las batallas más importantes —y sangrientas— de Rusia, incluso en Ucrania.
Pero Prigozhin se volvió arrogante, criticando públicamente la estrategia de Rusia en la guerra de Ucrania. Cuando se ignoró su consejo, lideró a sus mercenarios del Grupo Wagner en una marcha amotinada hacia el Kremlin, aunque canceló la insurrección mucho antes de que llegaran a Moscú. Dos meses después, murió en un accidente aéreo “accidental”.
Todo esto proviene directamente del manual del autoritario solitario por excelencia, Josef Stalin, quien eliminó sistemáticamente a sus colaboradores cercanos, acusando a muchos de actividades contrarrevolucionarias. Su sucesor, mi bisabuelo Nikita Jruschov, reemplazó el culto a la personalidad de Stalin —que no admitía disidencia— con un “gobierno colectivo”, en el que se escuchaba cierta oposición, aunque él seguía teniendo la última palabra. Pero cuando Leonid Brézhnev le arrebató el poder a Jruschov en 1964, rápidamente socavó a los colegas que le habían ayudado a llegar allí.
Turquía ofrece más pruebas de los peligros de congraciarse con autoritarios. Durante los años de Recep Tayyip Erdoğan como primer ministro, Fethullah Gülen —uno de los líderes religiosos más prominentes del país, que presidía una vasta red de organizaciones de medios, instituciones bancarias y escuelas islamistas— estuvo entre sus socios más cercanos en la búsqueda de imponer el “islam político” a la Turquía secular.
Sin embargo, para cuando Erdoğan se convirtió en presidente en 2014, ya estaba trabajando activamente para frenar la influencia de Gülen, la cual veía como una amenaza a su autoridad. Cuando un grupo de militares descontentos orquestó un golpe fallido en 2016, Erdoğan se apresuró a culpar a Gülen, quien para entonces vivía en un autoexilio en Estados Unidos. Cuando Gülen murió el año pasado, Erdoğan lo llamó un “demonio en forma humana”.
Musk probablemente no terminará en prisión ni morirá en circunstancias sospechosas. Pero sus empresas, casi con seguridad perderán el favor del gobierno estadounidense. Y si algunos de los partidarios más fanáticos de Trump, como Steve Bannon, se salen con la suya, podría enfrentar la amenaza de deportación a su país natal, Sudáfrica. Por encima de todo, Trump necesita enviar un mensaje: nadie —ni siquiera la persona más rica del mundo— puede desafiarlo sin pagar un alto precio.
Pero otros lo intentarán, o él temerá que lo hagan. Tarde o temprano, Trump necesitará emitir otro recordatorio de quién está al mando. La única pregunta es quién será el siguiente.