Con Donald Trump destruyendo el papel de Estados Unidos en el mundo, Europa debe transformarse en una potencia mundial real y autosuficiente, y rápido. Esto implica adoptar una concepción compartida de «Europa» y tomar las medidas necesarias para encarnar una voluntad política única y supranacional.
BERLÍN – Donald Trump está demostrando una extraordinaria eficacia autodestructiva. Apenas unos meses después de asumir la presidencia, ya ha destruido la alianza transatlántica entre Norteamérica y la Europa democrática. Al lanzar guerras comerciales contra aliados estadounidenses y sembrar dudas sobre la garantía de seguridad de Estados Unidos en Europa, también ha socavado la confianza en Estados Unidos durante al menos una generación. El papel de Estados Unidos en el mundo está decayendo rápidamente.
La palabra de la administración Trump es completamente inútil, como lo demuestra su traición a Ucrania, que sigue luchando por la libertad, la democracia y otros valores esencialmente occidentales. A partir de ahora, Europa estará sola al enfrentarse a su agresiva e imperial vecina, Rusia. Si no quiere correr la misma suerte que Ucrania, debe responder a algunas preguntas urgentes sin demora.
La retirada de Estados Unidos de su papel como principal potencia mundial, que mantenía el orden y garantizaba el libre comercio, conducirá a un orden mundial diferente. Este nuevo orden no girará en torno al poder estadounidense, sino en torno a la rivalidad entre los principales estados con armas nucleares. Como ya demuestra el comportamiento de Rusia, quienes poseen la bomba no dudarán en chantajear a quienes no la poseen. El orden basado en reglas ya es cosa del pasado; de ahora en adelante, el orden mundial funcionará según los caprichos del poder, si es que funciona.
Europa tiene las peores cartas en este escenario, ya que no es una verdadera potencia global, en el sentido de que no es una potencia militar capaz de defenderse. La actual estructura política europea —compuesta por Estados-nación pequeños y medianos— es incapaz de afrontar las amenazas actuales.
Lo que une a los europeos ahora es, sobre todo, un destino compartido, fruto de una situación desesperada. ¿Se unirán finalmente? ¿Aspiran siquiera a convertirse en una verdadera potencia? Las respuestas a estas preguntas determinarán el futuro del continente y de sus cientos de millones de ciudadanos.
Los europeos ahora se encuentran entre la libertad y la subyugación. Pero no está claro si aún poseen el coraje para afirmar su soberanía e independencia en materia de seguridad.
Europa debe seguir siendo el bastión del progreso y la decencia fundamental del planeta. Estos valores solo podrán preservarse si actuamos como un solo pueblo para convertirnos en una verdadera potencia mundial. Foto: Pixabay.
La administración Trump no solo pone en tela de juicio la seguridad militar de Europa, sino que también pone en duda el comercio global que sustenta la economía europea. Europa ya no puede permitirse depender tecnológicamente de grandes potencias no europeas, especialmente en la era incipiente de la IA. Lo mismo ocurre con la dependencia de las materias primas, ya que estas pueden socavar rápidamente a otros sectores y poner en peligro la seguridad nacional o regional.
Los europeos deben identificar todas las áreas en las que dependían de Estados Unidos e invertir en la autosuficiencia. Para lograr la «soberanía europea», es ahora o nunca.
Tras las dos devastadoras guerras mundiales del siglo XX, el núcleo europeo, empezando por Francia y Alemania, logró un equilibrio de intereses y cierta solidaridad. Pero Europa nunca dio el paso decisivo hacia la encarnación de una voluntad política compartida. El egoísmo nacional siempre resultó más fuerte que este imperativo, sobre todo porque el paraguas de seguridad que la presencia estadounidense proporcionó a Europa alivió su necesidad. Pero ahora, la necesidad es clarísima. Los europeos deben dar el paso final que las generaciones anteriores siempre supieron evitar.
Charles de Gaulle, el salvador de Francia en su momento más oscuro —cuando el país se enfrentó a la derrota militar a manos de la Alemania nazi— y su gran modernizador durante la década de 1960, comenzó sus memorias con estas memorables líneas: «Toda mi vida he tenido una cierta idea de Francia. Esta se inspira tanto en el sentimiento como en la razón». En 1940, era un general desconocido que transmitía su voz solitaria desde el exilio en Londres a la Francia ocupada, instando a una resistencia continua. Su idea era indestructible y, finalmente, victoriosa.
La Europa contemporánea tiene mucho que aprender del ejemplo de De Gaulle. Les guste o no, los europeos deben aprender a vivir con riesgos de seguridad incontrolables o convertirse en gaullistas. No hay una tercera vía.
Ahora, más que nunca, necesitamos un núcleo ideológico sólido: una idea compartida de Europa como un continente de libertad, derechos humanos, solidaridad y Estado de derecho. Europa debe seguir siendo el bastión del progreso y la decencia fundamental del planeta. Estos valores solo podrán preservarse si actuamos como un solo pueblo para convertirnos en una verdadera potencia mundial.
La palabra de la administración Trump es completamente inútil, como lo demuestra su traición a Ucrania, que sigue luchando por la libertad, la democracia y otros valores esencialmente occidentales. A partir de ahora, Europa estará sola al enfrentarse a su agresiva e imperial vecina, Rusia. Si no quiere correr la misma suerte que Ucrania, debe responder a algunas preguntas urgentes sin demora.
La retirada de Estados Unidos de su papel como principal potencia mundial, que mantenía el orden y garantizaba el libre comercio, conducirá a un orden mundial diferente. Este nuevo orden no girará en torno al poder estadounidense, sino en torno a la rivalidad entre los principales estados con armas nucleares. Como ya demuestra el comportamiento de Rusia, quienes poseen la bomba no dudarán en chantajear a quienes no la poseen. El orden basado en reglas ya es cosa del pasado; de ahora en adelante, el orden mundial funcionará según los caprichos del poder, si es que funciona.
Europa tiene las peores cartas en este escenario, ya que no es una verdadera potencia global, en el sentido de que no es una potencia militar capaz de defenderse. La actual estructura política europea —compuesta por Estados-nación pequeños y medianos— es incapaz de afrontar las amenazas actuales.
Lo que une a los europeos ahora es, sobre todo, un destino compartido, fruto de una situación desesperada. ¿Se unirán finalmente? ¿Aspiran siquiera a convertirse en una verdadera potencia? Las respuestas a estas preguntas determinarán el futuro del continente y de sus cientos de millones de ciudadanos.
Los europeos ahora se encuentran entre la libertad y la subyugación. Pero no está claro si aún poseen el coraje para afirmar su soberanía e independencia en materia de seguridad.
La administración Trump no solo pone en tela de juicio la seguridad militar de Europa, sino que también pone en duda el comercio global que sustenta la economía europea. Europa ya no puede permitirse depender tecnológicamente de grandes potencias no europeas, especialmente en la era incipiente de la IA. Lo mismo ocurre con la dependencia de las materias primas, ya que estas pueden socavar rápidamente a otros sectores y poner en peligro la seguridad nacional o regional.
Los europeos deben identificar todas las áreas en las que dependían de Estados Unidos e invertir en la autosuficiencia. Para lograr la «soberanía europea», es ahora o nunca.
Tras las dos devastadoras guerras mundiales del siglo XX, el núcleo europeo, empezando por Francia y Alemania, logró un equilibrio de intereses y cierta solidaridad. Pero Europa nunca dio el paso decisivo hacia la encarnación de una voluntad política compartida. El egoísmo nacional siempre resultó más fuerte que este imperativo, sobre todo porque el paraguas de seguridad que la presencia estadounidense proporcionó a Europa alivió su necesidad. Pero ahora, la necesidad es clarísima. Los europeos deben dar el paso final que las generaciones anteriores siempre supieron evitar.
Charles de Gaulle, el salvador de Francia en su momento más oscuro —cuando el país se enfrentó a la derrota militar a manos de la Alemania nazi— y su gran modernizador durante la década de 1960, comenzó sus memorias con estas memorables líneas: «Toda mi vida he tenido una cierta idea de Francia. Esta se inspira tanto en el sentimiento como en la razón». En 1940, era un general desconocido que transmitía su voz solitaria desde el exilio en Londres a la Francia ocupada, instando a una resistencia continua. Su idea era indestructible y, finalmente, victoriosa.
La Europa contemporánea tiene mucho que aprender del ejemplo de De Gaulle. Les guste o no, los europeos deben aprender a vivir con riesgos de seguridad incontrolables o convertirse en gaullistas. No hay una tercera vía.
Ahora, más que nunca, necesitamos un núcleo ideológico sólido: una idea compartida de Europa como un continente de libertad, derechos humanos, solidaridad y Estado de derecho. Europa debe seguir siendo el bastión del progreso y la decencia fundamental del planeta. Estos valores solo podrán preservarse si actuamos como un solo pueblo para convertirnos en una verdadera potencia mundial.