CIUDAD DE MÉXICO – Al pensar en el escritor peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel, pocas semanas antes de su fallecimiento a los 89 años, recordé un poema que se canta en el Séder de Pésaj desde el siglo IX. Titulado “Dayenu” (“habría sido suficiente”), expresa gratitud por las maravillas sucesivas que experimentaron los israelitas durante su viaje de 40 años desde la esclavitud en Egipto hasta la Tierra Prometida. Sin embargo, fuera de su contexto religioso, la canción suena más natural y permanente. Captura la gratitud acumulada que sienten los niños hacia sus padres, los estudiantes hacia sus maestros y, de hecho, los lectores hacia Vargas Llosa.
En el mismo género, destaca Tiempos recios , de Vargas Llosa , por su mirada al golpe de Estado apoyado por Estados Unidos que derrocó al presidente guatemalteco Jacobo Árbenz en 1954. Sin ese acto de incomprensión y arrogancia de Estados Unidos –reflejado en personajes que presagian a Donald Trump– no se puede explicar la deriva comunista en América Latina, que seguimos pagando.
Si Vargas Llosa nos hubiera dado solo sus novelas, habría bastado. Sin embargo, también nos dejó extraordinarias obras de no ficción. La utopía arcaica , por ejemplo, es un análisis doloroso y empático del indigenismo peruano; y su autobiografía, El pez en el agua , exorciza el legado personal de su ardua campaña presidencial peruana de 1990, un acto valiente que presagió una mayor libertad en el continente. Al ajustar cuentas consigo mismo, permitió a los lectores ver más allá de las lágrimas y el dolor de su infancia, hacia sus refugios y redenciones, y así apreciar más profundamente su pasión por la literatura y la libertad.
Si Vargas Llosa nos hubiera dejado solo sus novelas y sus libros de no ficción, eso también habría bastado. Sin embargo, también nos brindó un vasto y agudo corpus de reportajes y comentarios periodísticos. En la década de 1970, pasó de la liberación a la libertad, del universo francés, racionalista y revolucionario, al empírico y liberal inglés. Luego llegaron los años 80, cuando la Vuelta de Octavio Paz se enfrentó tanto a dictaduras de derecha como a revoluciones de izquierda. Fue allí, en las páginas de nuestra revista mensual, donde Vargas Llosa libró muchas de sus batallas, incluyendo su desgarrador reportaje sobre la masacre de Uchuraccay en 1983, donde murieron ocho periodistas peruanos.
Si Vargas Llosa nos hubiera dejado su narrativa, sus monografías y ensayos, y su periodismo, habría bastado. Pero también se dedicó a la política. Su lucha por la presidencia peruana fue el presagio de una era de libertad que ahora parece olvidada, aunque aún esperamos su regreso. En 2002, creó la Fundación Internacional para la Libertad, que reunía a pensadores liberales para promover soluciones prácticas a los problemas de la región. Con su bravuconería habitual, Hugo Chávez, el caudillo izquierdista de Venezuela, retó a Vargas Llosa a un debate público, y este, con su habitual valentía, aceptó. En el último minuto, Chávez, como era previsible, cedió.
Si a lo largo de más de medio siglo de actividad literaria e intelectual nuestros caminos nunca se hubieran cruzado, aún estaría agradecido. Pero para mi inmensa fortuna, nuestros caminos sí se cruzaron, y pude acompañar a Mario en su largo y valiente viaje liberal. A veces, lo notaba con una expresión triste, probablemente en respuesta a algún espectáculo desolador del mundo. Pero entonces, de repente y con naturalidad, asomaba una sonrisa. Había un soldado estoico en su alma, siempre dispuesto a responder al mal con imaginación, ironía, humor, inteligencia y una combatividad moral inagotable.
Casualmente, la muerte llegó la primera noche de Pésaj. Por eso, digo Dayenu en tu memoria, querido Mario. Nuestra Tierra Prometida es la literatura, tu literatura.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/mario-vargas-llosa-life-and-work-by-enrique-krauze-2025-04
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Si Vargas Llosa nos hubiera dejado solo sus obras de ficción, habría sido suficiente. Piensen en las muchas aventuras que sus novelas, cuentos y obras de teatro nos han permitido experimentar indirectamente. Cuánto debemos agradecer la sutil, audaz e innovadora construcción de sus tramas, sus inolvidables personajes y su prosa, que no es en absoluto barroca, sino más bien precisa, rica y transparente.
Recordemos su novela Historia de Mayta , con su análisis radiográfico del fanatismo guerrillero en Latinoamérica. Esta retorcida religiosidad católica, radicalizada hacia el marxismo y enamorada de su autoproclamada virtud, llenó la región de muerte, solo para que sus practicantes miraran atrás sin verdadera conciencia ni recuerdo de responsabilidad por las tragedias que causó. Vargas Llosa lo vio claramente.
O recordemos La guerra del fin del mundo , su gran epopeya tolstoiana, que pintó un lienzo digno de Bruegel o El Bosco. Lo tenía todo: asesinos brutales, bandidos legendarios, cangaceiros implacables , sacerdotes pecadores, enanos de circo, prostitutas, hombres y mujeres benditos, comerciantes conversos. Era una historia de miseria, pero también de redención.
Y no olvidemos La fiesta del Chivo , un retrato alucinante y definitivo del dictador latinoamericano por excelencia, que también es una ventana a la sociedad y al entorno que lo aplaude, y que a veces, en un grito de libertad, finalmente lo exorciza. No había nada más remoto para Vargas Llosa que la fascinación venerante por el poder, tan característica de nuestra cultura y nuestra literatura, y no había nada más notable en su obra que su capacidad para canalizar su repulsión hacia la recreación del mal.
La literatura, en sus manos, se convirtió en la mejor venganza. Pero también vio la necesidad de soñar con un mundo mejor. Tal fue el tema de El Paraíso en la otra esquina , su retrato de Flora Tristán, la activista franco-peruana del siglo XIX, estrechamente vinculada a la historia del Perú, la historia del arte y una idea —quizás enterrada en nuestro tiempo— que obsesionó a Vargas Llosa y había obsesionado a la humanidad durante 500 años: la utopía.