Para formular una respuesta estratégicamente eficaz a las provocaciones de Donald Trump, la Unión Europea debe reconocer primero al presidente estadounidense por lo que es: un nacionalista imperial al estilo del siglo XIX. Las opciones que podrían haber funcionado con un atlantista o aislacionista tradicional no funcionarán con él.
PARÍS – Al igual que en otras regiones, los europeos se enfrentan al desafío de discernir qué motivos subyacen a las provocaciones verbales del presidente estadounidense Donald Trump. Después de todo, muchas veces no está claro qué es lo que Trump realmente quiere, lo que dificulta diseñar una respuesta estratégicamente eficaz.
Tradicionalmente, los europeos han interpretado la política exterior estadounidense a través de una lente binaria: o bien el gobierno estadounidense es atlantista, en cuyo caso todo está bien (en su mayor parte); o bien es aislacionista, lo que augura problemas. Pero Trump no encaja en ninguna de las dos categorías.
No es ningún atlantista, porque está convencido de que la OTAN no ofrece suficientes beneficios para lo que cuesta a Estados Unidos y de que todos los europeos son oportunistas. Pero no es el primer líder estadounidense que hace esta crítica. Las quejas de Estados Unidos sobre el oportunismo europeo se remontan al menos a principios de los años cincuenta, cuando la OTAN estaba apenas tomando forma. La diferencia entre Trump y sus predecesores es que él pone un precio mucho más alto a la protección estadounidense y la considera algo que los europeos en realidad no merecen.
Pero Trump no es un aislacionista, aunque muchos comentaristas lo describan en esos términos. Trump no piensa sólo en términos burdos y transaccionales. Cree que Estados Unidos tiene derecho a todas las ventajas de la hegemonía, pero sin ninguno de los costos. Más que un aislacionista, es un nacionalista imperial, como muchos líderes estadounidenses del siglo XIX. Incluso sus instrumentos de política preferidos para inaugurar una “edad de oro”, los aranceles y la expansión territorial, recuerdan esa era.
Para los europeos, ambas cosas parecen absurdas hoy en día, pero desde un punto de vista estadounidense tienen una resonancia histórica. La guerra de independencia de Estados Unidos comenzó con un conflicto sobre los aranceles, que desde entonces se han considerado un instrumento de soberanía. Estados Unidos es uno de los pocos países del mundo cuya constitución menciona explícitamente el comercio. Aunque los aranceles tienden a perjudicar a los consumidores nacionales, cumplen una función política.
Esto se refleja en la propuesta de Trump de crear un nuevo “Servicio de Rentas Externas” que centralizaría la administración de los aranceles y serviría como depósito de los ingresos por aranceles. Con una agencia de ese tipo, Trump tendría los medios para redistribuir los ingresos entre los estados y sus clientes políticos como quisiera. Siguió una estrategia similar durante su primer mandato, cuando creó un fondo dentro del Departamento de Agricultura para compensar a los perjudicados por las medidas de represalia de China contra los exportadores estadounidenses de soja.
Estados Unidos es uno de los pocos países del mundo cuya constitución menciona explícitamente el comercio. Aunque los aranceles tienden a perjudicar a los consumidores nacionales, cumplen una función política. Foto: Wikimedia.
Pero el objetivo más importante, por supuesto, es ejercer presión mediante aranceles sobre socios que dependen especialmente del mercado estadounidense: México, Canadá y Europa. En el caso de Canadá y Groenlandia (un territorio autónomo danés), Trump también ha expresado ambiciones territoriales, deseando “conseguir Groenlandia” y convertir a Canadá en el “estado número 51”. La presión comercial es, por lo tanto, un medio para lograr una expansión territorial, tal como lo fue para Estados Unidos en el siglo XIX.
Al añorar una fortaleza geoestratégica estadounidense que se extienda desde Groenlandia hasta México, Trump está haciendo eco sin saberlo de un documento del Departamento de Estado de Estados Unidos de mediados del siglo XIX que afirmaba que la adquisición de Groenlandia “flanquearía a la América del Norte británica por miles de millas al norte y al oeste, y aumentaría enormemente sus incentivos para convertirse, pacífica y alegremente, en parte de la Unión Americana”.
Es comprensible que Europa haya quedado en estado de shock ante el proyecto geopolítico decididamente no atlantista ni aislacionista de Trump. ¿Qué se puede hacer? ¿Debemos simplemente rezar para que no suceda? Esa ha sido, más o menos, la respuesta de la nueva Alta Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Kaja Kallas. En una de sus primeras declaraciones públicas, dijo poco sobre la amenaza de Estados Unidos, porque su principal preocupación es una sola cuestión: mantener la solidaridad transatlántica para enfrentar a Rusia en Ucrania. Pero por muy loable que pueda ser este objetivo, se necesitan dos para bailar el tango.
Mientras tanto, ningún funcionario europeo se ha molestado en mencionar el Instrumento Anticoerción de la UE, que permite imponer aranceles de represalia contra cualquier estado que utilice restricciones comerciales con fines geopolíticos. Si Trump decide intensificar su presión sobre Dinamarca mediante aranceles elevados, la UE no tendrá otra opción que activar este mecanismo. Hacer lo contrario sería confirmar –y exacerbar– su propia debilidad geopolítica.
Por la misma razón, el gobierno danés se equivoca al jugar la carta del apaciguamiento. Obviamente, el equilibrio de poder no está a su favor, pero al no ocultar su temor, está invitando a Trump a ser aún más agresivo.
Si bien no tiene sentido que Europa despliegue tropas en Groenlandia (lo que parecería ridículo o crearía la posibilidad de una guerra con Estados Unidos), tampoco tiene sentido que se arrastre. Pase lo que pase, Rusia es el mayor ganador por ahora. Mientras los europeos titubean, nadie debería sorprenderse si la Casa Blanca y el Kremlin negocian el futuro de Ucrania a puertas cerradas.
Tradicionalmente, los europeos han interpretado la política exterior estadounidense a través de una lente binaria: o bien el gobierno estadounidense es atlantista, en cuyo caso todo está bien (en su mayor parte); o bien es aislacionista, lo que augura problemas. Pero Trump no encaja en ninguna de las dos categorías.
No es ningún atlantista, porque está convencido de que la OTAN no ofrece suficientes beneficios para lo que cuesta a Estados Unidos y de que todos los europeos son oportunistas. Pero no es el primer líder estadounidense que hace esta crítica. Las quejas de Estados Unidos sobre el oportunismo europeo se remontan al menos a principios de los años cincuenta, cuando la OTAN estaba apenas tomando forma. La diferencia entre Trump y sus predecesores es que él pone un precio mucho más alto a la protección estadounidense y la considera algo que los europeos en realidad no merecen.
Pero Trump no es un aislacionista, aunque muchos comentaristas lo describan en esos términos. Trump no piensa sólo en términos burdos y transaccionales. Cree que Estados Unidos tiene derecho a todas las ventajas de la hegemonía, pero sin ninguno de los costos. Más que un aislacionista, es un nacionalista imperial, como muchos líderes estadounidenses del siglo XIX. Incluso sus instrumentos de política preferidos para inaugurar una “edad de oro”, los aranceles y la expansión territorial, recuerdan esa era.
Para los europeos, ambas cosas parecen absurdas hoy en día, pero desde un punto de vista estadounidense tienen una resonancia histórica. La guerra de independencia de Estados Unidos comenzó con un conflicto sobre los aranceles, que desde entonces se han considerado un instrumento de soberanía. Estados Unidos es uno de los pocos países del mundo cuya constitución menciona explícitamente el comercio. Aunque los aranceles tienden a perjudicar a los consumidores nacionales, cumplen una función política.
Esto se refleja en la propuesta de Trump de crear un nuevo “Servicio de Rentas Externas” que centralizaría la administración de los aranceles y serviría como depósito de los ingresos por aranceles. Con una agencia de ese tipo, Trump tendría los medios para redistribuir los ingresos entre los estados y sus clientes políticos como quisiera. Siguió una estrategia similar durante su primer mandato, cuando creó un fondo dentro del Departamento de Agricultura para compensar a los perjudicados por las medidas de represalia de China contra los exportadores estadounidenses de soja.
Pero el objetivo más importante, por supuesto, es ejercer presión mediante aranceles sobre socios que dependen especialmente del mercado estadounidense: México, Canadá y Europa. En el caso de Canadá y Groenlandia (un territorio autónomo danés), Trump también ha expresado ambiciones territoriales, deseando “conseguir Groenlandia” y convertir a Canadá en el “estado número 51”. La presión comercial es, por lo tanto, un medio para lograr una expansión territorial, tal como lo fue para Estados Unidos en el siglo XIX.
Al añorar una fortaleza geoestratégica estadounidense que se extienda desde Groenlandia hasta México, Trump está haciendo eco sin saberlo de un documento del Departamento de Estado de Estados Unidos de mediados del siglo XIX que afirmaba que la adquisición de Groenlandia “flanquearía a la América del Norte británica por miles de millas al norte y al oeste, y aumentaría enormemente sus incentivos para convertirse, pacífica y alegremente, en parte de la Unión Americana”.
Es comprensible que Europa haya quedado en estado de shock ante el proyecto geopolítico decididamente no atlantista ni aislacionista de Trump. ¿Qué se puede hacer? ¿Debemos simplemente rezar para que no suceda? Esa ha sido, más o menos, la respuesta de la nueva Alta Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Kaja Kallas. En una de sus primeras declaraciones públicas, dijo poco sobre la amenaza de Estados Unidos, porque su principal preocupación es una sola cuestión: mantener la solidaridad transatlántica para enfrentar a Rusia en Ucrania. Pero por muy loable que pueda ser este objetivo, se necesitan dos para bailar el tango.
Mientras tanto, ningún funcionario europeo se ha molestado en mencionar el Instrumento Anticoerción de la UE, que permite imponer aranceles de represalia contra cualquier estado que utilice restricciones comerciales con fines geopolíticos. Si Trump decide intensificar su presión sobre Dinamarca mediante aranceles elevados, la UE no tendrá otra opción que activar este mecanismo. Hacer lo contrario sería confirmar –y exacerbar– su propia debilidad geopolítica.
Por la misma razón, el gobierno danés se equivoca al jugar la carta del apaciguamiento. Obviamente, el equilibrio de poder no está a su favor, pero al no ocultar su temor, está invitando a Trump a ser aún más agresivo.
Si bien no tiene sentido que Europa despliegue tropas en Groenlandia (lo que parecería ridículo o crearía la posibilidad de una guerra con Estados Unidos), tampoco tiene sentido que se arrastre. Pase lo que pase, Rusia es el mayor ganador por ahora. Mientras los europeos titubean, nadie debería sorprenderse si la Casa Blanca y el Kremlin negocian el futuro de Ucrania a puertas cerradas.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/how-europe-should-think-about-trump-by-zaki-laidi-2025-02