El fracaso de los contratos sociales nacionales, combinado con un creciente cinismo y decepción por la percepción de injusticia del sistema internacional, ha alimentado el colapso del orden global. La construcción de un marco de suma positiva requiere nuevos contratos sociales basados en el progreso, la seguridad y un sentido de destino compartido.
LONDRES – “El viejo mundo está muriendo y el nuevo mundo lucha por nacer: ahora es el tiempo de los monstruos”. Esta famosa cita, a menudo atribuida a Antonio Gramsci, resulta particularmente pertinente hoy, cuando el orden internacional que ha definido el siglo pasado atraviesa un profundo cambio.
Ese orden ha sido moldeado por dos momentos históricos cruciales. El primero se produjo después de 1945, cuando se estableció el sistema internacional actual mediante la creación de las Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods. El segundo ocurrió en 1989, cuando la caída del Muro de Berlín marcó la victoria de Occidente en la Guerra Fría.
Desde entonces, vivimos en un mundo unipolar caracterizado por un alto grado de integración global. Las reglas y normas que configuraban las relaciones económicas internacionales se sustentaban en las garantías de seguridad de Estados Unidos y se basaban en la creencia de que la interdependencia económica superaría las rivalidades geopolíticas y fomentaría la prosperidad.
El mundo de hoy es muy diferente. Es un mundo multipolar, en el que China, Rusia, India, Turquía, Brasil, Sudáfrica y los Estados del Golfo desafían el viejo orden, junto con otras potencias emergentes que exigen una mayor participación en la definición de las reglas del sistema internacional. Mientras tanto, la creencia en los “valores universales” y la idea de una “comunidad internacional” se ha desvanecido, ya que muchos señalan la hipocresía de los países ricos que acaparan vacunas durante la pandemia de COVID-19 y la respuesta a la guerra de Ucrania en comparación con la incapacidad de actuar en respuesta a las crisis humanitarias en Gaza, Sudán y muchos otros lugares.
Para aumentar estas presiones, el presidente estadounidense Donald Trump ha amenazado con retirar las garantías de seguridad que han sido cruciales para Europa y Japón, abandonar muchas organizaciones internacionales e imponer aranceles comerciales a amigos y enemigos por igual. Cuando el garante del sistema se aleje de él, ¿qué sucederá después?
Tal vez estemos encaminándonos hacia un mundo de orden cero en el que las reglas sean reemplazadas por el poder, un entorno muy difícil para los países pequeños. O tal vez sea un mundo de grandes bloques regionales, en el que Estados Unidos domine su hemisferio, China prevalezca sobre el este de Asia y Rusia reafirme su control sobre los países de la ex Unión Soviética. Lo ideal sería que encontremos el camino hacia un nuevo orden basado en reglas que refleje con mayor precisión nuestro mundo multipolar.
Para llegar a ese punto, necesitamos entender mejor por qué fracasó el viejo orden. En el caso de los países en desarrollo, el sistema internacional no se adaptó para darles una voz adecuada, ya sea mediante la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU o mediante la asignación de votos en las instituciones de Bretton Woods. En las economías avanzadas, un factor que se pasa por alto es la incapacidad de los contratos sociales a nivel nacional para adaptarse a los cambios en la economía mundial. Los contratos sociales –las reglas, normas, derechos y obligaciones que sustentan la cohesión nacional y la estabilidad política– afectan a todo, desde la forma en que se organizan las familias hasta la forma en que se abordan desafíos como el desempleo, la enfermedad y el envejecimiento. El fracaso de estos acuerdos para brindar prosperidad, seguridad e identidad compartida fue particularmente agudo en las economías avanzadas que alguna vez sirvieron como arquitectos y guardianes del viejo orden.
Un cambio generacional en las expectativas
Las cuestiones sociales internas afectan al orden internacional de dos maneras importantes. En primer lugar, en un mundo interconectado, los asuntos internos y externos suelen ser una sola cosa. Los mercados laborales están determinados por los acontecimientos económicos globales, las tendencias sociales y culturales se transmiten a través de las fronteras a través de los medios de comunicación masivos, y las políticas de un país afectan los resultados de otros. En segundo lugar, las actitudes de las personas hacia el contrato social en su país afectan sus percepciones de las cuestiones internacionales. Cuando las personas se sienten prósperas y económicamente seguras, es más probable que apoyen las economías y sociedades abiertas y sean generosas con los menos afortunados, tanto a nivel nacional como global..
Paradójicamente, los países que construyeron el orden global y se beneficiaron más de él ahora experimentan la mayor tensión en sus contratos sociales y la reacción interna más fuerte contra la globalización y la cooperación internacional. Esta dinámica suele ser difícil de entender para los economistas, ya que la profesión se basa en ideas de suma positiva: los países se benefician del comercio, la competencia es buena para los consumidores y las políticas que mejoran la eficiencia mejoran la situación de las sociedades.
Los economistas son menos adeptos al pensamiento de suma cero, es decir, a la creencia de que cuando alguien gana, los demás deben perder. Ese ha sido el talón de Aquiles de las políticas recientes, que no han prestado suficiente atención a las cuestiones distributivas y no han considerado cómo mantener el apoyo político a las políticas económicas de suma positiva.
El ejemplo más revelador de nuestros desafíos actuales se encuentra en las encuestas en las que se pregunta a los padres si creen que sus hijos estarán mejor o peor que ellos. En casi todas las economías avanzadas –especialmente en Europa, Estados Unidos y Japón– los padres creen abrumadoramente que sus hijos estarán peor. En cambio, en prácticamente todos los países en desarrollo, ocurre lo contrario.
Estas expectativas están bien fundamentadas en los datos: en la mayoría de las economías avanzadas, los ingresos reales de los millennials y de la generación X apenas superan, si es que superan, a los de sus padres a la misma edad. También tienden a estar significativamente más endeudados y es menos probable que posean una vivienda.
Las personas que crecen en períodos de crecimiento económico lento y de movilidad social limitada tienen más probabilidades de desarrollar una mentalidad de suma cero. A medida que las economías avanzadas se han estancado y la movilidad social ha disminuido, el apoyo a la política de suma cero ha aumentado tanto en la izquierda como en la derecha, lo que ha impulsado el ascenso de líderes que se comprometen a proteger a sus electores de las amenazas externas percibidas.
Un estudio reciente de economistas de Harvard y la London School of Economics examina los orígenes y las implicaciones del pensamiento de suma cero en cuatro generaciones de estadounidenses. El estudio concluye que “una mentalidad más de suma cero está fuertemente asociada con un mayor apoyo a la redistribución gubernamental, a la acción afirmativa basada en la raza y el género y a políticas de inmigración más restrictivas”.
Este pensamiento se puede rastrear hasta las experiencias de los individuos y sus antepasados, incluyendo cuánta movilidad ascendente intergeneracional lograron, si inmigraron a los EE. UU. o vivieron en comunidades con mayores poblaciones de inmigrantes, y si fueron esclavizados o vivieron en regiones con mayores tasas de esclavitud.
En las encuestas en las que se pregunta a los padres si creen que sus hijos estarán mejor o peor que ellos. En casi todas las economías avanzadas –especialmente en Europa, Estados Unidos y Japón– los padres creen abrumadoramente que sus hijos estarán peor. En cambio, en prácticamente todos los países en desarrollo, ocurre lo contrario. Foto: Pixabay.
Un nuevo contrato social
No podemos construir un nuevo orden global estable y cooperativo que beneficie a todos sin reparar primero los contratos sociales internos. Cuando las personas carecen de seguridad y oportunidades en su país, se encierran en sí mismas, temiendo la competencia y la inmigración. Las sociedades divididas y ansiosas se convierten en terreno fértil para el populismo, el nacionalismo y la política del egoísmo. Por el contrario, cuando la torta económica crece, es mucho más fácil ser generosos con los desfavorecidos dentro de nuestras propias sociedades y en el resto del mundo. Las actitudes hacia la ayuda exterior y la coordinación de políticas internacionales a menudo reflejan esta dinámica, que varía según los países y a lo largo del tiempo.
Un mejor contrato social permitiría ampliar lo que Adam Smith llamó “círculos de empatía” y fomentaría un pensamiento de suma positiva. Pero ¿cómo sería ese orden? Quiero centrarme en tres temas clave: prosperidad, seguridad e identidad.
Para sostener una visión positiva del mundo, debemos creer en la posibilidad de progreso. Esta verdad fundamental es evidente en las encuestas que muestran el pesimismo de los padres sobre las perspectivas futuras de sus hijos. También explica por qué la agenda de “no crecimiento” de algunos ambientalistas es tan problemática políticamente.
El progreso puede adoptar la forma de crecimiento económico y mejoras materiales en la vida de las personas. También puede significar avances en el bienestar, como relaciones humanas más significativas, una salud física y mental más sólida, un medio ambiente más saludable y una mayor satisfacción general con la vida. Para que el contrato social funcione, es esencial que todos tengan la oportunidad de mejorar su suerte. Cabe destacar que el descontento suele ser más pronunciado en los países y regiones donde la probabilidad de movilidad ascendente es escasa o está disminuyendo.
En demasiados países hoy en día, el talento se desperdicia porque las oportunidades no están al alcance de todos. Gran parte de este potencial desperdiciado pertenece a mujeres y niños nacidos en familias o comunidades que carecen de los recursos para brindarles oportunidades. ¿Cómo podemos aprovechar mejor el talento dentro de nuestras sociedades? Además de invertir en los primeros años de vida, debemos garantizar que todos los jóvenes tengan igual acceso a la educación. Esto podría incluir una dotación vitalicia para financiar estudios universitarios o de formación profesional, preparando a las personas para lo que probablemente serán carreras mucho más largas.
Aunque la mayoría de los países han igualado el acceso a la educación para niñas y niños, las mujeres siguen estando en desventaja en el lugar de trabajo, en gran medida porque realizan dos horas más de trabajo no remunerado por día que los hombres, incluidas las tareas domésticas y de cuidado de los hijos. Una licencia parental más generosa, un mayor financiamiento público para apoyar a las familias y una división más justa del trabajo en el hogar permitirían a las sociedades hacer un mejor uso del talento femenino.
Además, en todas las sociedades es posible establecer un nivel mínimo de ingresos por debajo del cual nadie debería caer. Esto se puede lograr mediante programas de transferencia de efectivo en los países en desarrollo o créditos fiscales para los trabajadores con salarios bajos en las economías avanzadas. Dicho esto, sigo siendo escéptico sobre la posibilidad de un ingreso básico universal en cualquier país capaz de ofrecer beneficios específicos, ya que es ineficiente dar dinero a quienes no lo necesitan.
Las prestaciones mínimas deberían incluir el acceso a la atención sanitaria básica y una pensión estatal suficiente para evitar la indigencia en la vejez. También deberían cubrir las bajas por enfermedad y el seguro de desempleo, independientemente de los contratos de trabajo. En los países en desarrollo, esto exige incorporar más trabajadores al sector formal. En las economías avanzadas, significa obligar a los empleadores a proporcionar prestaciones a los trabajadores flexibles en proporción a su tiempo de trabajo.
De la misma manera, en nuestras sociedades hay demasiados riesgos que corren por cuenta de los individuos, cuando podrían ser compartidos o gestionados de manera más eficiente de manera colectiva. Por ejemplo, los empleadores podrían mantener la flexibilidad a la hora de contratar y despedir a los trabajadores en función de las condiciones del mercado si estos supieran que recibirán un seguro de desempleo y programas de capacitación que les brindarían seguridad hasta que encontraran un nuevo empleo.
Se necesita un reequilibrio similar de los riesgos en áreas como el cuidado de los niños, la atención de la salud y el cuidado de los ancianos. Por ejemplo, no está claro por qué los empleadores suelen asumir el costo de la licencia por maternidad cuando una licencia parental financiada con impuestos crearía un campo de juego más equilibrado para hombres y mujeres en el mercado laboral y reduciría la carga para las empresas, especialmente las más pequeñas.
De la misma manera, muchos riesgos para la salud pueden gestionarse de manera más eficiente si se los agrupa entre poblaciones más grandes e incentiva a las personas a mitigar problemas de salud futuros mediante la dieta y el ejercicio. La inscripción automática en planes de pensiones y seguros para personas mayores brindaría a las personas una mayor seguridad en el futuro. Japón y Alemania, que exigen que las personas tengan un seguro de asistencia social, ofrecen un modelo útil para agrupar esos riesgos relacionados con el envejecimiento.
El reordenamiento global comienza en casa
Así como los economistas no prestan suficiente atención al pensamiento de suma cero y a las cuestiones distributivas, también tienden a subestimar la importancia de la identidad. En una época creí que unas políticas económicas y sociales más inclusivas podrían volver a unir a la sociedad, una creencia que me motivó a escribir mi libro What We Owe Each Other (Lo que nos debemos unos a otros). Sin embargo, los acontecimientos recientes me han hecho cambiar de opinión sobre el papel de la identidad en la creación de un contrato social viable.
Al fin y al cabo, la identidad es el pegamento que mantiene unido el contrato social. El difunto estudioso del nacionalismo Ernest Gellner destacó la importancia de un sistema educativo compartido, la homogeneización cultural, un idioma común y la identificación nacional para forjar la identidad nacional. Países tan diferentes como Suiza y la India demuestran que es posible fomentar una identidad nacional incluso en sistemas federales con múltiples idiomas. Desarrollar una agenda positiva en torno a una identidad compartida arraigada en valores comunes es especialmente importante en sociedades diversas.
Sin duda, la identidad no es un monolito ni se limita a la etnia o la religión. Cada uno de nosotros tiene múltiples identidades moldeadas por factores como la educación, la profesión, la orientación sexual y los intereses personales. Pero el sentimiento de un destino compartido es lo que mantiene unida a la sociedad y nos motiva a asumir las responsabilidades de la ciudadanía, ya sea que eso signifique pagar impuestos, cumplir la ley o participar en la vida cívica.
Pensemos, por ejemplo, en la inmigración, probablemente el tema más destacado que plantean los políticos populistas en Europa y Estados Unidos. Aunque la mayoría de los economistas sostienen que la inmigración es, en general, buena para el crecimiento, el debate sobre la inmigración rara vez gira en torno a la economía. En cambio, se centra en la identidad: quiénes somos como sociedad y cuándo se debe permitir que quienes llegan de otros lugares participen en nuestro contrato social. Por eso, la retórica antiinmigratoria suele centrarse en el acceso de los inmigrantes o refugiados a servicios públicos como la vivienda, la educación y la atención sanitaria, que se consideran beneficios obtenidos a través de contribuciones realizadas a lo largo de varias generaciones.
Nos encontramos en medio de un reordenamiento fundamental del sistema global, cuyo resultado aún no está claro. Estoy convencida de que para lograr un orden internacional de suma positiva se necesitarán contratos sociales más sólidos a nivel de país que generen progreso, seguridad y un sentido de identidad compartida. No podemos permitir que quienes definen la identidad en términos de suma cero, excluyentes y egoístas dominen la narrativa global. Si trabajamos en estas cuestiones nacionales, podríamos aumentar la probabilidad de crear un sistema internacional más justo que ofrezca mejores resultados para todos.
Minouche Shafik, expresidenta de la Universidad de Columbia y de la London School of Economics, es miembro de la Cámara de los Lores y autora de What We Owe Each Other: A New Social Contract for a Better Society (Princeton University Press, 2021).
Ese orden ha sido moldeado por dos momentos históricos cruciales. El primero se produjo después de 1945, cuando se estableció el sistema internacional actual mediante la creación de las Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods. El segundo ocurrió en 1989, cuando la caída del Muro de Berlín marcó la victoria de Occidente en la Guerra Fría.
Desde entonces, vivimos en un mundo unipolar caracterizado por un alto grado de integración global. Las reglas y normas que configuraban las relaciones económicas internacionales se sustentaban en las garantías de seguridad de Estados Unidos y se basaban en la creencia de que la interdependencia económica superaría las rivalidades geopolíticas y fomentaría la prosperidad.
El mundo de hoy es muy diferente. Es un mundo multipolar, en el que China, Rusia, India, Turquía, Brasil, Sudáfrica y los Estados del Golfo desafían el viejo orden, junto con otras potencias emergentes que exigen una mayor participación en la definición de las reglas del sistema internacional. Mientras tanto, la creencia en los “valores universales” y la idea de una “comunidad internacional” se ha desvanecido, ya que muchos señalan la hipocresía de los países ricos que acaparan vacunas durante la pandemia de COVID-19 y la respuesta a la guerra de Ucrania en comparación con la incapacidad de actuar en respuesta a las crisis humanitarias en Gaza, Sudán y muchos otros lugares.
Para aumentar estas presiones, el presidente estadounidense Donald Trump ha amenazado con retirar las garantías de seguridad que han sido cruciales para Europa y Japón, abandonar muchas organizaciones internacionales e imponer aranceles comerciales a amigos y enemigos por igual. Cuando el garante del sistema se aleje de él, ¿qué sucederá después?
Tal vez estemos encaminándonos hacia un mundo de orden cero en el que las reglas sean reemplazadas por el poder, un entorno muy difícil para los países pequeños. O tal vez sea un mundo de grandes bloques regionales, en el que Estados Unidos domine su hemisferio, China prevalezca sobre el este de Asia y Rusia reafirme su control sobre los países de la ex Unión Soviética. Lo ideal sería que encontremos el camino hacia un nuevo orden basado en reglas que refleje con mayor precisión nuestro mundo multipolar.
Para llegar a ese punto, necesitamos entender mejor por qué fracasó el viejo orden. En el caso de los países en desarrollo, el sistema internacional no se adaptó para darles una voz adecuada, ya sea mediante la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU o mediante la asignación de votos en las instituciones de Bretton Woods. En las economías avanzadas, un factor que se pasa por alto es la incapacidad de los contratos sociales a nivel nacional para adaptarse a los cambios en la economía mundial. Los contratos sociales –las reglas, normas, derechos y obligaciones que sustentan la cohesión nacional y la estabilidad política– afectan a todo, desde la forma en que se organizan las familias hasta la forma en que se abordan desafíos como el desempleo, la enfermedad y el envejecimiento. El fracaso de estos acuerdos para brindar prosperidad, seguridad e identidad compartida fue particularmente agudo en las economías avanzadas que alguna vez sirvieron como arquitectos y guardianes del viejo orden.
Un cambio generacional en las expectativas
Las cuestiones sociales internas afectan al orden internacional de dos maneras importantes. En primer lugar, en un mundo interconectado, los asuntos internos y externos suelen ser una sola cosa. Los mercados laborales están determinados por los acontecimientos económicos globales, las tendencias sociales y culturales se transmiten a través de las fronteras a través de los medios de comunicación masivos, y las políticas de un país afectan los resultados de otros. En segundo lugar, las actitudes de las personas hacia el contrato social en su país afectan sus percepciones de las cuestiones internacionales. Cuando las personas se sienten prósperas y económicamente seguras, es más probable que apoyen las economías y sociedades abiertas y sean generosas con los menos afortunados, tanto a nivel nacional como global..
Paradójicamente, los países que construyeron el orden global y se beneficiaron más de él ahora experimentan la mayor tensión en sus contratos sociales y la reacción interna más fuerte contra la globalización y la cooperación internacional. Esta dinámica suele ser difícil de entender para los economistas, ya que la profesión se basa en ideas de suma positiva: los países se benefician del comercio, la competencia es buena para los consumidores y las políticas que mejoran la eficiencia mejoran la situación de las sociedades.
Los economistas son menos adeptos al pensamiento de suma cero, es decir, a la creencia de que cuando alguien gana, los demás deben perder. Ese ha sido el talón de Aquiles de las políticas recientes, que no han prestado suficiente atención a las cuestiones distributivas y no han considerado cómo mantener el apoyo político a las políticas económicas de suma positiva.
El ejemplo más revelador de nuestros desafíos actuales se encuentra en las encuestas en las que se pregunta a los padres si creen que sus hijos estarán mejor o peor que ellos. En casi todas las economías avanzadas –especialmente en Europa, Estados Unidos y Japón– los padres creen abrumadoramente que sus hijos estarán peor. En cambio, en prácticamente todos los países en desarrollo, ocurre lo contrario.
Estas expectativas están bien fundamentadas en los datos: en la mayoría de las economías avanzadas, los ingresos reales de los millennials y de la generación X apenas superan, si es que superan, a los de sus padres a la misma edad. También tienden a estar significativamente más endeudados y es menos probable que posean una vivienda.
Las personas que crecen en períodos de crecimiento económico lento y de movilidad social limitada tienen más probabilidades de desarrollar una mentalidad de suma cero. A medida que las economías avanzadas se han estancado y la movilidad social ha disminuido, el apoyo a la política de suma cero ha aumentado tanto en la izquierda como en la derecha, lo que ha impulsado el ascenso de líderes que se comprometen a proteger a sus electores de las amenazas externas percibidas.
Un estudio reciente de economistas de Harvard y la London School of Economics examina los orígenes y las implicaciones del pensamiento de suma cero en cuatro generaciones de estadounidenses. El estudio concluye que “una mentalidad más de suma cero está fuertemente asociada con un mayor apoyo a la redistribución gubernamental, a la acción afirmativa basada en la raza y el género y a políticas de inmigración más restrictivas”.
Este pensamiento se puede rastrear hasta las experiencias de los individuos y sus antepasados, incluyendo cuánta movilidad ascendente intergeneracional lograron, si inmigraron a los EE. UU. o vivieron en comunidades con mayores poblaciones de inmigrantes, y si fueron esclavizados o vivieron en regiones con mayores tasas de esclavitud.
Un nuevo contrato social
No podemos construir un nuevo orden global estable y cooperativo que beneficie a todos sin reparar primero los contratos sociales internos. Cuando las personas carecen de seguridad y oportunidades en su país, se encierran en sí mismas, temiendo la competencia y la inmigración. Las sociedades divididas y ansiosas se convierten en terreno fértil para el populismo, el nacionalismo y la política del egoísmo. Por el contrario, cuando la torta económica crece, es mucho más fácil ser generosos con los desfavorecidos dentro de nuestras propias sociedades y en el resto del mundo. Las actitudes hacia la ayuda exterior y la coordinación de políticas internacionales a menudo reflejan esta dinámica, que varía según los países y a lo largo del tiempo.
Un mejor contrato social permitiría ampliar lo que Adam Smith llamó “círculos de empatía” y fomentaría un pensamiento de suma positiva. Pero ¿cómo sería ese orden? Quiero centrarme en tres temas clave: prosperidad, seguridad e identidad.
Para sostener una visión positiva del mundo, debemos creer en la posibilidad de progreso. Esta verdad fundamental es evidente en las encuestas que muestran el pesimismo de los padres sobre las perspectivas futuras de sus hijos. También explica por qué la agenda de “no crecimiento” de algunos ambientalistas es tan problemática políticamente.
El progreso puede adoptar la forma de crecimiento económico y mejoras materiales en la vida de las personas. También puede significar avances en el bienestar, como relaciones humanas más significativas, una salud física y mental más sólida, un medio ambiente más saludable y una mayor satisfacción general con la vida. Para que el contrato social funcione, es esencial que todos tengan la oportunidad de mejorar su suerte. Cabe destacar que el descontento suele ser más pronunciado en los países y regiones donde la probabilidad de movilidad ascendente es escasa o está disminuyendo.
En demasiados países hoy en día, el talento se desperdicia porque las oportunidades no están al alcance de todos. Gran parte de este potencial desperdiciado pertenece a mujeres y niños nacidos en familias o comunidades que carecen de los recursos para brindarles oportunidades. ¿Cómo podemos aprovechar mejor el talento dentro de nuestras sociedades? Además de invertir en los primeros años de vida, debemos garantizar que todos los jóvenes tengan igual acceso a la educación. Esto podría incluir una dotación vitalicia para financiar estudios universitarios o de formación profesional, preparando a las personas para lo que probablemente serán carreras mucho más largas.
Aunque la mayoría de los países han igualado el acceso a la educación para niñas y niños, las mujeres siguen estando en desventaja en el lugar de trabajo, en gran medida porque realizan dos horas más de trabajo no remunerado por día que los hombres, incluidas las tareas domésticas y de cuidado de los hijos. Una licencia parental más generosa, un mayor financiamiento público para apoyar a las familias y una división más justa del trabajo en el hogar permitirían a las sociedades hacer un mejor uso del talento femenino.
Además, en todas las sociedades es posible establecer un nivel mínimo de ingresos por debajo del cual nadie debería caer. Esto se puede lograr mediante programas de transferencia de efectivo en los países en desarrollo o créditos fiscales para los trabajadores con salarios bajos en las economías avanzadas. Dicho esto, sigo siendo escéptico sobre la posibilidad de un ingreso básico universal en cualquier país capaz de ofrecer beneficios específicos, ya que es ineficiente dar dinero a quienes no lo necesitan.
Las prestaciones mínimas deberían incluir el acceso a la atención sanitaria básica y una pensión estatal suficiente para evitar la indigencia en la vejez. También deberían cubrir las bajas por enfermedad y el seguro de desempleo, independientemente de los contratos de trabajo. En los países en desarrollo, esto exige incorporar más trabajadores al sector formal. En las economías avanzadas, significa obligar a los empleadores a proporcionar prestaciones a los trabajadores flexibles en proporción a su tiempo de trabajo.
De la misma manera, en nuestras sociedades hay demasiados riesgos que corren por cuenta de los individuos, cuando podrían ser compartidos o gestionados de manera más eficiente de manera colectiva. Por ejemplo, los empleadores podrían mantener la flexibilidad a la hora de contratar y despedir a los trabajadores en función de las condiciones del mercado si estos supieran que recibirán un seguro de desempleo y programas de capacitación que les brindarían seguridad hasta que encontraran un nuevo empleo.
Se necesita un reequilibrio similar de los riesgos en áreas como el cuidado de los niños, la atención de la salud y el cuidado de los ancianos. Por ejemplo, no está claro por qué los empleadores suelen asumir el costo de la licencia por maternidad cuando una licencia parental financiada con impuestos crearía un campo de juego más equilibrado para hombres y mujeres en el mercado laboral y reduciría la carga para las empresas, especialmente las más pequeñas.
De la misma manera, muchos riesgos para la salud pueden gestionarse de manera más eficiente si se los agrupa entre poblaciones más grandes e incentiva a las personas a mitigar problemas de salud futuros mediante la dieta y el ejercicio. La inscripción automática en planes de pensiones y seguros para personas mayores brindaría a las personas una mayor seguridad en el futuro. Japón y Alemania, que exigen que las personas tengan un seguro de asistencia social, ofrecen un modelo útil para agrupar esos riesgos relacionados con el envejecimiento.
El reordenamiento global comienza en casa
Así como los economistas no prestan suficiente atención al pensamiento de suma cero y a las cuestiones distributivas, también tienden a subestimar la importancia de la identidad. En una época creí que unas políticas económicas y sociales más inclusivas podrían volver a unir a la sociedad, una creencia que me motivó a escribir mi libro What We Owe Each Other (Lo que nos debemos unos a otros). Sin embargo, los acontecimientos recientes me han hecho cambiar de opinión sobre el papel de la identidad en la creación de un contrato social viable.
Al fin y al cabo, la identidad es el pegamento que mantiene unido el contrato social. El difunto estudioso del nacionalismo Ernest Gellner destacó la importancia de un sistema educativo compartido, la homogeneización cultural, un idioma común y la identificación nacional para forjar la identidad nacional. Países tan diferentes como Suiza y la India demuestran que es posible fomentar una identidad nacional incluso en sistemas federales con múltiples idiomas. Desarrollar una agenda positiva en torno a una identidad compartida arraigada en valores comunes es especialmente importante en sociedades diversas.
Sin duda, la identidad no es un monolito ni se limita a la etnia o la religión. Cada uno de nosotros tiene múltiples identidades moldeadas por factores como la educación, la profesión, la orientación sexual y los intereses personales. Pero el sentimiento de un destino compartido es lo que mantiene unida a la sociedad y nos motiva a asumir las responsabilidades de la ciudadanía, ya sea que eso signifique pagar impuestos, cumplir la ley o participar en la vida cívica.
Pensemos, por ejemplo, en la inmigración, probablemente el tema más destacado que plantean los políticos populistas en Europa y Estados Unidos. Aunque la mayoría de los economistas sostienen que la inmigración es, en general, buena para el crecimiento, el debate sobre la inmigración rara vez gira en torno a la economía. En cambio, se centra en la identidad: quiénes somos como sociedad y cuándo se debe permitir que quienes llegan de otros lugares participen en nuestro contrato social. Por eso, la retórica antiinmigratoria suele centrarse en el acceso de los inmigrantes o refugiados a servicios públicos como la vivienda, la educación y la atención sanitaria, que se consideran beneficios obtenidos a través de contribuciones realizadas a lo largo de varias generaciones.
Nos encontramos en medio de un reordenamiento fundamental del sistema global, cuyo resultado aún no está claro. Estoy convencida de que para lograr un orden internacional de suma positiva se necesitarán contratos sociales más sólidos a nivel de país que generen progreso, seguridad y un sentido de identidad compartida. No podemos permitir que quienes definen la identidad en términos de suma cero, excluyentes y egoístas dominen la narrativa global. Si trabajamos en estas cuestiones nacionales, podríamos aumentar la probabilidad de crear un sistema internacional más justo que ofrezca mejores resultados para todos.