A pesar de la caída de los costos, la energía solar y eólica no genera suficientes ganancias para que las empresas privadas lideren la transición verde. En lugar de actuar como facilitadores del mercado tras bambalinas, los responsables de las políticas deben asumir la responsabilidad directa de producir y distribuir energía renovable.
NUEVA DELHI – La comunidad internacional reconoce desde hace tiempo la urgente necesidad de reducir la dependencia de los combustibles fósiles y pasar a las energías renovables, y en los últimos años muchos gobiernos se han comprometido a alcanzar cero emisiones netas de gases de efecto invernadero, si bien en plazos extremadamente largos. Pero nunca lo lograrán mientras traten la electricidad, que es fundamental para la transición hacia las energías limpias, como cualquier otro bien de mercado.
La transición verde está impulsada por varios factores, como la intensidad energética, los flujos de inversión, los patrones de consumo y los sistemas de distribución. Pero su éxito depende de la capacidad de la humanidad para abandonar los combustibles fósiles “sucios” y pasar a fuentes de energía limpias y renovables, en particular la solar y la eólica. Y eso exige una transformación profunda en la forma de generar, distribuir y consumir electricidad.
Los economistas y los responsables de las políticas han planteado durante mucho tiempo la transición energética como una cuestión de precios relativos. En las últimas décadas, los costos de la energía eólica y solar se han desplomado, impulsados por los avances tecnológicos, especialmente en China, donde las intervenciones gubernamentales han ayudado a ampliar las industrias verdes y reducir el llamado costo nivelado de la energía (LCOE). Según esta métrica ampliamente utilizada para comparar fuentes de energía, las energías renovables han superado consistentemente a los combustibles fósiles, incluso antes de que shocks externos como la guerra de Ucrania hicieran subir los precios del petróleo y el gas.
En teoría, estos avances deberían haber acelerado la transición mundial hacia el abandono de los combustibles fósiles. Sin embargo, en la práctica, las fuentes de energía renovables simplemente complementan el suministro total de energía. Mientras tanto, los países desarrollados y en desarrollo siguen aumentando la producción de combustibles fósiles e invirtiendo fuertemente en la exploración de nuevas reservas.
La discrepancia no puede explicarse totalmente por las fuerzas del mercado o los precios relativos. A lo largo de los años, muchos han culpado a los líderes políticos por la falta de avances en materia climática, especialmente después de que los negacionistas del cambio climático llegaran al poder en países como Estados Unidos y Argentina. Pero esta explicación también es incompleta.
Como sostiene el geógrafo económico Brett Christophers en su libro The Price is Wrong: Why Capitalism Won’t Save the Planet (El precio es incorrecto: por qué el capitalismo no salvará el planeta), el verdadero problema radica en no haber afrontado dos verdades fundamentales sobre las limitaciones de los mercados abiertos. En primer lugar, la fuerza impulsora de la inversión y la producción del sector privado no son los precios de producción, sino la rentabilidad relativa. En segundo lugar, la naturaleza de la electricidad hace que no sea adecuada para ser “gobernada por el mercado”, lo que inevitablemente conduce a resultados subóptimos en ausencia de una intervención gubernamental masiva.
La electricidad, señala Christophers, coincide con la definición de “mercancías ficticias” del historiador económico Karl Polanyi. En su obra seminal La gran transformación, Polanyi sostuvo que la tierra, el trabajo y el dinero no estaban destinados a funcionar dentro de los sistemas de mercado. A diferencia de los bienes convencionales producidos explícitamente para el comercio, la comercialización de mercancías ficticias conduce a transacciones de mercado ineficientes e inestables e inevitablemente da como resultado distorsiones económicas y sociales.
Para funcionar, estos mercados dependen de una amplia intervención pública en forma de leyes, reglamentos, normas sociales y subsidios, tanto explícitos como implícitos. Esas intervenciones crean la ilusión de un mercado funcional, aunque los precios y las ganancias están determinados en última instancia por mecanismos públicos y sociales.
Durante gran parte de su existencia, señala Christophers, la electricidad se consideraba una infraestructura pública esencial, y su producción y distribución operaban fuera del mercado. En las últimas décadas, la búsqueda de ganancias ha impulsado un impulso global para desagregar y comercializar la generación, la distribución y el consumo. Pero, a pesar de la fachada de los mercados competitivos, el sector todavía depende en gran medida de diversas formas de intervención estatal.
Las características únicas de la electricidad plantean desafíos importantes para la transición hacia una energía limpia. La energía eólica y solar son inherentemente intermitentes, lo que da lugar a fluctuaciones en la producción y volatilidad de los precios. Para agravar el problema, los subsidios públicos a las inversiones “verdes” pueden generar un exceso de capacidad durante períodos de baja demanda, mientras que su retirada suele hacer que los inversores abandonen el sector.
Además, aunque la energía renovable se ha vuelto más barata que los combustibles fósiles, las ganancias que genera son bajas y poco fiables. Christophers describe vívidamente esta dinámica autocanibalizante, destacando cómo se ha manifestado en diferentes economías, desde Estados Unidos y Noruega hasta la India.
La inestabilidad socava la “financiabilidad” de los proyectos verdes, lo que dificulta la obtención de financiación para las energías renovables. No debería sorprender, entonces, que la muy publicitada Alianza de Glasgow para el Cero Neto, lanzada en abril de 2021 en la COP26 y defendida por el exgobernador del Banco de Inglaterra y enviado especial de las Naciones Unidas para la Acción Climática y las Finanzas Mark Carney, ya haya comenzado a flaquear después de que los seis bancos más grandes de Estados Unidos se retiraran de ella en rápida sucesión. Esto fue antes de que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca desincentivara aún más esa inversión al emitir una Orden Ejecutiva que efectivamente pone fin a los esfuerzos por lograr un Nuevo Pacto Verde en Estados Unidos.
Pero la solución no es subsidiar el capitalismo verde mediante la reducción del riesgo de las inversiones, aunque esas medidas son inevitables si se quiere que la energía renovable siga siendo viable. La clave es reconocer que la electricidad no es un producto básico. Por consiguiente, debemos reestructurar todos los aspectos de la producción y distribución de energía, abarcando tanto las energías renovables como los combustibles fósiles.
Lo más importante es que, para lograr una verdadera descarbonización, los gobiernos deben adoptar una estrategia más proactiva. En lugar de actuar como facilitadores del mercado tras bambalinas, los responsables de las políticas deben asumir la responsabilidad directa de producir y distribuir energía renovable.
Este enfoque dista mucho de ser radical. Antes del ascenso del neoliberalismo, los gobiernos desempeñaban un papel fundamental en la construcción y gestión de infraestructuras críticas, incluidos los sistemas energéticos. Para facilitar la transición verde, deben recuperar esa responsabilidad. Las ganancias que se esperan del sector privado a partir de la generación de energía renovable simplemente no son suficientes para impulsar la transformación necesaria, a pesar de la urgente demanda mundial. Hasta que los responsables de las políticas asuman esta realidad, sus esfuerzos por acelerar la transición hacia las energías renovables seguirán siendo insuficientes.
Jayati Ghosh, profesora de Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst, es miembro de la Comisión de Economía Transformacional del Club de Roma y copresidenta de la Comisión Independiente para la Reforma de la Tributación Corporativa Internacional.
La transición verde está impulsada por varios factores, como la intensidad energética, los flujos de inversión, los patrones de consumo y los sistemas de distribución. Pero su éxito depende de la capacidad de la humanidad para abandonar los combustibles fósiles “sucios” y pasar a fuentes de energía limpias y renovables, en particular la solar y la eólica. Y eso exige una transformación profunda en la forma de generar, distribuir y consumir electricidad.
Los economistas y los responsables de las políticas han planteado durante mucho tiempo la transición energética como una cuestión de precios relativos. En las últimas décadas, los costos de la energía eólica y solar se han desplomado, impulsados por los avances tecnológicos, especialmente en China, donde las intervenciones gubernamentales han ayudado a ampliar las industrias verdes y reducir el llamado costo nivelado de la energía (LCOE). Según esta métrica ampliamente utilizada para comparar fuentes de energía, las energías renovables han superado consistentemente a los combustibles fósiles, incluso antes de que shocks externos como la guerra de Ucrania hicieran subir los precios del petróleo y el gas.
En teoría, estos avances deberían haber acelerado la transición mundial hacia el abandono de los combustibles fósiles. Sin embargo, en la práctica, las fuentes de energía renovables simplemente complementan el suministro total de energía. Mientras tanto, los países desarrollados y en desarrollo siguen aumentando la producción de combustibles fósiles e invirtiendo fuertemente en la exploración de nuevas reservas.
La discrepancia no puede explicarse totalmente por las fuerzas del mercado o los precios relativos. A lo largo de los años, muchos han culpado a los líderes políticos por la falta de avances en materia climática, especialmente después de que los negacionistas del cambio climático llegaran al poder en países como Estados Unidos y Argentina. Pero esta explicación también es incompleta.
Como sostiene el geógrafo económico Brett Christophers en su libro The Price is Wrong: Why Capitalism Won’t Save the Planet (El precio es incorrecto: por qué el capitalismo no salvará el planeta), el verdadero problema radica en no haber afrontado dos verdades fundamentales sobre las limitaciones de los mercados abiertos. En primer lugar, la fuerza impulsora de la inversión y la producción del sector privado no son los precios de producción, sino la rentabilidad relativa. En segundo lugar, la naturaleza de la electricidad hace que no sea adecuada para ser “gobernada por el mercado”, lo que inevitablemente conduce a resultados subóptimos en ausencia de una intervención gubernamental masiva.
La electricidad, señala Christophers, coincide con la definición de “mercancías ficticias” del historiador económico Karl Polanyi. En su obra seminal La gran transformación, Polanyi sostuvo que la tierra, el trabajo y el dinero no estaban destinados a funcionar dentro de los sistemas de mercado. A diferencia de los bienes convencionales producidos explícitamente para el comercio, la comercialización de mercancías ficticias conduce a transacciones de mercado ineficientes e inestables e inevitablemente da como resultado distorsiones económicas y sociales.
Para funcionar, estos mercados dependen de una amplia intervención pública en forma de leyes, reglamentos, normas sociales y subsidios, tanto explícitos como implícitos. Esas intervenciones crean la ilusión de un mercado funcional, aunque los precios y las ganancias están determinados en última instancia por mecanismos públicos y sociales.
Durante gran parte de su existencia, señala Christophers, la electricidad se consideraba una infraestructura pública esencial, y su producción y distribución operaban fuera del mercado. En las últimas décadas, la búsqueda de ganancias ha impulsado un impulso global para desagregar y comercializar la generación, la distribución y el consumo. Pero, a pesar de la fachada de los mercados competitivos, el sector todavía depende en gran medida de diversas formas de intervención estatal.
Las características únicas de la electricidad plantean desafíos importantes para la transición hacia una energía limpia. La energía eólica y solar son inherentemente intermitentes, lo que da lugar a fluctuaciones en la producción y volatilidad de los precios. Para agravar el problema, los subsidios públicos a las inversiones “verdes” pueden generar un exceso de capacidad durante períodos de baja demanda, mientras que su retirada suele hacer que los inversores abandonen el sector.
Además, aunque la energía renovable se ha vuelto más barata que los combustibles fósiles, las ganancias que genera son bajas y poco fiables. Christophers describe vívidamente esta dinámica autocanibalizante, destacando cómo se ha manifestado en diferentes economías, desde Estados Unidos y Noruega hasta la India.
La inestabilidad socava la “financiabilidad” de los proyectos verdes, lo que dificulta la obtención de financiación para las energías renovables. No debería sorprender, entonces, que la muy publicitada Alianza de Glasgow para el Cero Neto, lanzada en abril de 2021 en la COP26 y defendida por el exgobernador del Banco de Inglaterra y enviado especial de las Naciones Unidas para la Acción Climática y las Finanzas Mark Carney, ya haya comenzado a flaquear después de que los seis bancos más grandes de Estados Unidos se retiraran de ella en rápida sucesión. Esto fue antes de que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca desincentivara aún más esa inversión al emitir una Orden Ejecutiva que efectivamente pone fin a los esfuerzos por lograr un Nuevo Pacto Verde en Estados Unidos.
Pero la solución no es subsidiar el capitalismo verde mediante la reducción del riesgo de las inversiones, aunque esas medidas son inevitables si se quiere que la energía renovable siga siendo viable. La clave es reconocer que la electricidad no es un producto básico. Por consiguiente, debemos reestructurar todos los aspectos de la producción y distribución de energía, abarcando tanto las energías renovables como los combustibles fósiles.
Lo más importante es que, para lograr una verdadera descarbonización, los gobiernos deben adoptar una estrategia más proactiva. En lugar de actuar como facilitadores del mercado tras bambalinas, los responsables de las políticas deben asumir la responsabilidad directa de producir y distribuir energía renovable.
Este enfoque dista mucho de ser radical. Antes del ascenso del neoliberalismo, los gobiernos desempeñaban un papel fundamental en la construcción y gestión de infraestructuras críticas, incluidos los sistemas energéticos. Para facilitar la transición verde, deben recuperar esa responsabilidad. Las ganancias que se esperan del sector privado a partir de la generación de energía renovable simplemente no son suficientes para impulsar la transformación necesaria, a pesar de la urgente demanda mundial. Hasta que los responsables de las políticas asuman esta realidad, sus esfuerzos por acelerar la transición hacia las energías renovables seguirán siendo insuficientes.