El presidente de Estados Unidos se adhiere a un tipo de aislacionismo que ha experimentado altibajos a lo largo de la historia de Estados Unidos, pero que tiene sus raíces en la Doctrina Monroe, vigente hace dos siglos. Esto es una mala noticia para casi todo el mundo, porque implica la aceptación de un orden mundial basado en esferas de influencia, como lo imaginan China y Rusia.
TEL AVIV – A Donald Trump se le ha tachado muchas veces de tirador impasible, carente de sentido estratégico o visión política. Si bien esta evaluación no es del todo errónea –sin duda es un agente de la anarquía–, es incompleta. Para bien o para mal, Trump fue uno de los presidentes más revolucionarios de Estados Unidos durante su primer mandato, y parece probable que eso sea cierto en su segundo.
En Oriente Medio, Trump inició la normalización de las relaciones árabe-israelíes. Los llamados Acuerdos de Abraham entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán en 2020-21 sentaron las bases para una arquitectura de seguridad regional sin precedentes. Trump dice que continuará este proceso durante su segundo mandato, logrando la normalización de las relaciones diplomáticas entre Israel y Arabia Saudita.
En Asia oriental, Trump rompió decisivamente con la política estadounidense de acercamiento a China, que siempre se basó en el supuesto erróneo de que la integración del país a la economía global garantizaría que siguiera siendo un actor internacional benigno y, en última instancia, conduciría a la democratización. Cabe destacar que el presidente saliente, Joe Biden, no intentó revivirla, sino que continuó por el camino trazado por Trump e incluso aumentó la presión estadounidense sobre China.
Por supuesto, no todas las “revoluciones” tienen mérito, y algunas son totalmente desastrosas. Pensemos en la retirada de Trump en 2018 del Plan de Acción Integral Conjunto que limitaba el programa nuclear de Irán. Es debido a esa decisión incompetente que Irán está ahora más cerca que nunca de convertirse en una potencia nuclear. Sin embargo, Trump, el deconstructor, también es reacio a la guerra, y probablemente trabajaría por un nuevo acuerdo nuclear con la República Islámica.
En el inicio de su segundo mandato, Trump sigue siendo tan propenso a negociar acuerdos despiadados y a alterar sin miramientos la política exterior. Por ejemplo, parece creer que la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia en 2022 justificó sus amenazas de no defender a los miembros europeos de la OTAN a menos que empiecen a pagar más por su defensa. Ahora parece decidido a mantener la presión sobre los socios europeos de Estados Unidos y a negociar un acuerdo rápido para poner fin a la guerra en Ucrania, un resultado que casi con certeza beneficiará a Rusia por sobre todas las cosas.
En Gaza, Trump estaba totalmente preparado para desatar un infierno aún mayor que el que ha estado padeciendo el enclave a menos que Hamás liberara al último de los rehenes israelíes. Afortunadamente, el acuerdo de alto el fuego recientemente aprobado entre Hamás e Israel –que Trump ayudó a sellar– significa que el pueblo asediado de Gaza tal vez no tenga que descubrir que existen círculos de infierno trumpianos peores que el que están experimentando.
Si a eso se suman las recientes sugerencias de Trump de que cambiaría el nombre del Golfo de México por el de “Golfo de América”, recuperaría el Canal de Panamá, se apoderaría de Groenlandia (quizás incluso por la fuerza militar) y se anexaría Canadá , surge un mensaje claro: Trump cree que violar normas de larga data, abandonar o renegociar acuerdos internacionales y reconsiderar alianzas es la manera más eficaz de construir un sistema global que sirva mejor a los intereses de Estados Unidos, en particular a su interés en reducir sus obligaciones externas.
Trump se adhiere a un tipo de aislacionismo que ha experimentado altibajos a lo largo de la historia de Estados Unidos, pero que tiene sus raíces en la Doctrina Monroe. En 1823, el quinto presidente de Estados Unidos, James Monroe, declaró que Estados Unidos no intervendría en los asuntos de los países europeos (ni de sus colonias y dependencias), y advirtió a esos países que no interfirieran en el hemisferio occidental, por ejemplo mediante la colonización. Cualquier violación de esta línea por parte de una potencia europea sería considerada un acto “hostil” contra Estados Unidos.
En un discurso pronunciado en 2018 en las Naciones Unidas, Trump confirmó su adhesión a la Doctrina Monroe. Esta postura está, sin duda, vinculada a la competencia entre Estados Unidos y China: Trump quiere disuadir al rival global de Estados Unidos de interferir en el “exterior cercano” de Estados Unidos.
Pero eso es precisamente lo que está haciendo China. Su ambiciosa estrategia en América Latina y el Caribe, definida en un documento de política de 2016, detalla su deseo de ampliar la cooperación en materia de seguridad en toda la región, lo que representa una intrusión en el vecindario inmediato de Estados Unidos. China también ha financiado importantes proyectos de infraestructura, algunos de los cuales son de importancia estratégica crítica. En Washington también sonaron las alarmas sobre las bases de espionaje chinas en Cuba.
El mensaje de Trump acepta implícitamente un orden mundial basado en esferas de influencia, como lo imaginan China y Rusia. Su advertencia del año pasado de que dejaría que Rusia hiciera “lo que quisiera” con cualquier miembro de la OTAN que no cumpliera con sus compromisos de gasto en defensa es otra prueba de su postura. También lo es su amenaza de tomar el control de Groenlandia. Esta isla rica en recursos no sólo está más cerca de América del Norte que de Europa, sino que también está ubicada en el Ártico, una nueva frontera de competencia estratégica con Rusia y China.
Aunque Dinamarca ha controlado Groenlandia durante siglos, el acuerdo ha evolucionado con el tiempo. La isla se convirtió en una colonia danesa en 1721, aunque fue la declaración de Estados Unidos en 1916 de que Dinamarca podía extender su control a toda Groenlandia lo que abrió el camino para el reconocimiento internacional de la soberanía danesa. Groenlandia se convirtió en un distrito de Dinamarca en 1953 antes de adoptar el autogobierno en 1979 y obtener una autonomía casi completa en 2009 (Dinamarca todavía controla dominios como la defensa).
Estados Unidos lleva mucho tiempo intentando influir en Groenlandia, donde estableció bases militares durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora que Trump amenaza con llevar esa iniciativa a otro nivel, el primer ministro de Groenlandia, Múte Egede, ha empezado a pedir la independencia total (o, como él mismo lo expresa, la eliminación de las “cadenas” del colonialismo). Pero, en una era de política de poder (como se ha visto en Ucrania, Oriente Medio y el este de Asia, y se refleja en la retórica implacablemente beligerante de Trump), ¿puede un territorio como Groenlandia decidir su destino?
Hasta ahora, los aliados de Estados Unidos sólo han desafiado simbólicamente las peligrosas declaraciones de Trump. Por ejemplo, en diciembre, el rey danés Federico X actualizó el escudo de armas real, eliminando las tres coronas que simbolizaban la Unión de Kalmar (que comprendía Dinamarca, Noruega y Suecia y duró desde 1397 hasta 1523) y dando más protagonismo al oso polar, para representar a Groenlandia, y al carnero, para las Islas Feroe.
Tales acciones no servirán para proteger a Groenlandia si Trump insiste en el tema. Uno se pregunta si ya no es cosa del pasado esperar que el líder del mundo libre lleve a cabo políticas hacia sus aliados sin recurrir a la intimidación y la guerra.
Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Relaciones Exteriores de Israel, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor de Prophets Without Honor: The 2000 Camp David Summit and the End of the Two-State Solution (Oxford University Press, 2022).
En Oriente Medio, Trump inició la normalización de las relaciones árabe-israelíes. Los llamados Acuerdos de Abraham entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán en 2020-21 sentaron las bases para una arquitectura de seguridad regional sin precedentes. Trump dice que continuará este proceso durante su segundo mandato, logrando la normalización de las relaciones diplomáticas entre Israel y Arabia Saudita.
En Asia oriental, Trump rompió decisivamente con la política estadounidense de acercamiento a China, que siempre se basó en el supuesto erróneo de que la integración del país a la economía global garantizaría que siguiera siendo un actor internacional benigno y, en última instancia, conduciría a la democratización. Cabe destacar que el presidente saliente, Joe Biden, no intentó revivirla, sino que continuó por el camino trazado por Trump e incluso aumentó la presión estadounidense sobre China.
Por supuesto, no todas las “revoluciones” tienen mérito, y algunas son totalmente desastrosas. Pensemos en la retirada de Trump en 2018 del Plan de Acción Integral Conjunto que limitaba el programa nuclear de Irán. Es debido a esa decisión incompetente que Irán está ahora más cerca que nunca de convertirse en una potencia nuclear. Sin embargo, Trump, el deconstructor, también es reacio a la guerra, y probablemente trabajaría por un nuevo acuerdo nuclear con la República Islámica.
En el inicio de su segundo mandato, Trump sigue siendo tan propenso a negociar acuerdos despiadados y a alterar sin miramientos la política exterior. Por ejemplo, parece creer que la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia en 2022 justificó sus amenazas de no defender a los miembros europeos de la OTAN a menos que empiecen a pagar más por su defensa. Ahora parece decidido a mantener la presión sobre los socios europeos de Estados Unidos y a negociar un acuerdo rápido para poner fin a la guerra en Ucrania, un resultado que casi con certeza beneficiará a Rusia por sobre todas las cosas.
En Gaza, Trump estaba totalmente preparado para desatar un infierno aún mayor que el que ha estado padeciendo el enclave a menos que Hamás liberara al último de los rehenes israelíes. Afortunadamente, el acuerdo de alto el fuego recientemente aprobado entre Hamás e Israel –que Trump ayudó a sellar– significa que el pueblo asediado de Gaza tal vez no tenga que descubrir que existen círculos de infierno trumpianos peores que el que están experimentando.
Si a eso se suman las recientes sugerencias de Trump de que cambiaría el nombre del Golfo de México por el de “Golfo de América”, recuperaría el Canal de Panamá, se apoderaría de Groenlandia (quizás incluso por la fuerza militar) y se anexaría Canadá , surge un mensaje claro: Trump cree que violar normas de larga data, abandonar o renegociar acuerdos internacionales y reconsiderar alianzas es la manera más eficaz de construir un sistema global que sirva mejor a los intereses de Estados Unidos, en particular a su interés en reducir sus obligaciones externas.
Trump se adhiere a un tipo de aislacionismo que ha experimentado altibajos a lo largo de la historia de Estados Unidos, pero que tiene sus raíces en la Doctrina Monroe. En 1823, el quinto presidente de Estados Unidos, James Monroe, declaró que Estados Unidos no intervendría en los asuntos de los países europeos (ni de sus colonias y dependencias), y advirtió a esos países que no interfirieran en el hemisferio occidental, por ejemplo mediante la colonización. Cualquier violación de esta línea por parte de una potencia europea sería considerada un acto “hostil” contra Estados Unidos.
En un discurso pronunciado en 2018 en las Naciones Unidas, Trump confirmó su adhesión a la Doctrina Monroe. Esta postura está, sin duda, vinculada a la competencia entre Estados Unidos y China: Trump quiere disuadir al rival global de Estados Unidos de interferir en el “exterior cercano” de Estados Unidos.
Pero eso es precisamente lo que está haciendo China. Su ambiciosa estrategia en América Latina y el Caribe, definida en un documento de política de 2016, detalla su deseo de ampliar la cooperación en materia de seguridad en toda la región, lo que representa una intrusión en el vecindario inmediato de Estados Unidos. China también ha financiado importantes proyectos de infraestructura, algunos de los cuales son de importancia estratégica crítica. En Washington también sonaron las alarmas sobre las bases de espionaje chinas en Cuba.
El mensaje de Trump acepta implícitamente un orden mundial basado en esferas de influencia, como lo imaginan China y Rusia. Su advertencia del año pasado de que dejaría que Rusia hiciera “lo que quisiera” con cualquier miembro de la OTAN que no cumpliera con sus compromisos de gasto en defensa es otra prueba de su postura. También lo es su amenaza de tomar el control de Groenlandia. Esta isla rica en recursos no sólo está más cerca de América del Norte que de Europa, sino que también está ubicada en el Ártico, una nueva frontera de competencia estratégica con Rusia y China.
Aunque Dinamarca ha controlado Groenlandia durante siglos, el acuerdo ha evolucionado con el tiempo. La isla se convirtió en una colonia danesa en 1721, aunque fue la declaración de Estados Unidos en 1916 de que Dinamarca podía extender su control a toda Groenlandia lo que abrió el camino para el reconocimiento internacional de la soberanía danesa. Groenlandia se convirtió en un distrito de Dinamarca en 1953 antes de adoptar el autogobierno en 1979 y obtener una autonomía casi completa en 2009 (Dinamarca todavía controla dominios como la defensa).
Estados Unidos lleva mucho tiempo intentando influir en Groenlandia, donde estableció bases militares durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora que Trump amenaza con llevar esa iniciativa a otro nivel, el primer ministro de Groenlandia, Múte Egede, ha empezado a pedir la independencia total (o, como él mismo lo expresa, la eliminación de las “cadenas” del colonialismo). Pero, en una era de política de poder (como se ha visto en Ucrania, Oriente Medio y el este de Asia, y se refleja en la retórica implacablemente beligerante de Trump), ¿puede un territorio como Groenlandia decidir su destino?
Hasta ahora, los aliados de Estados Unidos sólo han desafiado simbólicamente las peligrosas declaraciones de Trump. Por ejemplo, en diciembre, el rey danés Federico X actualizó el escudo de armas real, eliminando las tres coronas que simbolizaban la Unión de Kalmar (que comprendía Dinamarca, Noruega y Suecia y duró desde 1397 hasta 1523) y dando más protagonismo al oso polar, para representar a Groenlandia, y al carnero, para las Islas Feroe.
Tales acciones no servirán para proteger a Groenlandia si Trump insiste en el tema. Uno se pregunta si ya no es cosa del pasado esperar que el líder del mundo libre lleve a cabo políticas hacia sus aliados sin recurrir a la intimidación y la guerra.