Cuando los aranceles son moderados y se utilizan para complementar una agenda de inversiones internas, no necesariamente causan mucho daño; incluso pueden ser útiles. Cuando son indiscriminados y no están respaldados por políticas internas decididas, causan daños considerables, la mayor parte de ellos en el país.
CAMBRIDGE – La economía mundial espera con temor la llegada de los aranceles comerciales de Donald Trump. Es evidente que a Trump le encantan los aranceles a las importaciones y ha prometido aumentarlos para los productos procedentes de China, Europa, México e incluso Canadá. Los estragos que esto causará dependerán no sólo del alcance y la magnitud de los aranceles, sino también del propósito para el que se los aplique.
A los economistas no les gustan los aranceles por diversas razones. Como todas las barreras a los intercambios de mercado, crean ineficiencia: impiden que me vendas algo que valoro más que tú, lo que, en principio, nos deja a ambos en peor situación. La teoría económica reconoce que esta ineficiencia puede compensarse con beneficios en otras áreas. Por ejemplo, los aranceles pueden ser beneficiosos en presencia de industrias incipientes, derrames de conocimiento, poder monopólico o preocupaciones de seguridad nacional.
Incluso en ese caso, argumentan los economistas, los aranceles son un instrumento muy poco eficaz. Después de todo, un arancel a las importaciones es una combinación específica de dos políticas diferentes: un impuesto al consumo del bien importado y un subsidio a la producción para su suministro interno, a tasas iguales. Cualquier objetivo económico o no económico se puede alcanzar de manera más eficaz aplicando estas políticas por separado y a tasas personalizadas, orientándolas a los resultados deseados de manera más directa. Para los economistas, los aranceles son una pistola que se apunta al propio pie.
La visión de Trump no podría ser más diferente. En su imaginación, los aranceles son como una navaja suiza: una herramienta que puede simultáneamente solucionar el déficit comercial de Estados Unidos, mejorar su competitividad, fomentar la inversión y la innovación internas, apuntalar a la clase media y crear empleos en el país.
Esta visión es casi con certeza fantasiosa. Los aranceles tendrán efectos muy desiguales en la industria manufacturera estadounidense: beneficiarán a algunos y perjudicarán a quienes dependen de insumos importados o de los mercados extranjeros. Incluso cuando aumenten las ganancias, no hay garantía de que esto conduzca a una mayor inversión en nuevas tecnologías o a la creación de empleo. Las corporaciones que se enriquezcan pueden optar por distribuir los ingresos entre sus gerentes y accionistas en lugar de aumentar la capacidad productiva.
Si Trump insiste en su postura, la buena noticia, al menos para el resto del mundo, es que los costos económicos recaerán principalmente sobre los estadounidenses. Esa es otra idea clave de la economía: así como los beneficios de la apertura al comercio internacional se acumulan principalmente en el país, también lo hacen los costos del proteccionismo.
Por lo tanto, sería un trágico error que otros países reaccionaran exageradamente y tomaran represalias con sus propios aranceles. No hay razón para que repitan el error de Trump y aumenten el riesgo de una escalada de la guerra comercial.
Trump podría, por supuesto, adoptar una estrategia más limitada. A menudo ha defendido los aranceles de forma más limitada, como arma para arrancar concesiones de los socios comerciales. Es importante destacar que este rechazo implícito a los aranceles generalizados también parece reflejar la opinión de su candidato a secretario del Tesoro, Scott Bessent.
Por ejemplo, antes de las elecciones Trump amenazó a México y Canadá con aranceles del 25% si no “aseguraban sus fronteras”. En principio, no es necesario llevar a cabo tales amenazas si los demás países cumplen con las exigencias de Trump.
Pero no está claro si será eficaz utilizar esas amenazas para cambiar el comportamiento de otros. Es poco probable que China, India y otros países grandes se dejen influir por ellas, dados los riesgos de parecer débiles. En cualquier caso, los aranceles son una amenaza pobre, independientemente de que se los considere una pistola defectuosa o una navaja suiza. Según la visión convencional, como los aranceles son perjudiciales para la economía interna, carecen de credibilidad como castigo para otros. Según la visión alternativa de Trump, los aranceles son inherentemente deseables, lo que significa que es probable que se los utilice independientemente de lo que hagan los socios comerciales.
Existe una cuarta concepción, más realista, de los aranceles que ha resultado eficaz en algunos casos clave. Los defensores de esta perspectiva consideran que los aranceles son un escudo tras el cual pueden funcionar con mayor eficacia otras políticas, principalmente las internas. Tradicionalmente, las leyes comerciales han permitido a los países utilizar los aranceles para proteger a sectores o regiones vulnerables en condiciones específicas, complementando eficazmente la política social interna.
Un ejemplo aún más significativo es la protección de las industrias incipientes, que ha funcionado mejor cuando existe junto con otros instrumentos para incentivar a las empresas nacionales a innovar y modernizarse. Algunos casos notables incluyen los Estados Unidos de fines del siglo XIX, Corea del Sur y Taiwán después de los años 1960, y China después de los años 1990. En cada uno de estos casos, las políticas industriales fueron mucho más allá de la protección comercial, y es poco probable que las barreras arancelarias por sí solas hubieran producido los beneficios que experimentaron cada una de estas economías.
De manera similar, las políticas verdes a menudo requieren algunas barreras comerciales para que sean económica y políticamente viables, como en el caso de los aranceles al carbono de la Unión Europea y los requisitos de contenido local de la Ley de Reducción de la Inflación de los Estados Unidos. En todos estos casos, los aranceles cumplen una función de apoyo a otras políticas que sirven a un propósito más amplio y pueden ser un pequeño precio a pagar por un beneficio mayor.
Lamentablemente, Trump no ha ofrecido una agenda interna de renovación y reconstrucción económica en ninguna de estas áreas, y sus aranceles probablemente se sostendrán –y fracasarán– por sí solos. Cuando los aranceles son moderados y se utilizan para complementar una agenda de inversión interna, no necesariamente causan mucho daño; incluso pueden ser útiles. Cuando son indiscriminados y no están respaldados por políticas nacionales con un propósito definido, causan un daño considerable –y más en el país que a los socios comerciales.
Dani Rodrik, catedrático de Economía Política Internacional en la Harvard Kennedy School, es presidente de la Asociación Económica Internacional y autor de Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy (Princeton University Press, 2017).
A los economistas no les gustan los aranceles por diversas razones. Como todas las barreras a los intercambios de mercado, crean ineficiencia: impiden que me vendas algo que valoro más que tú, lo que, en principio, nos deja a ambos en peor situación. La teoría económica reconoce que esta ineficiencia puede compensarse con beneficios en otras áreas. Por ejemplo, los aranceles pueden ser beneficiosos en presencia de industrias incipientes, derrames de conocimiento, poder monopólico o preocupaciones de seguridad nacional.
Incluso en ese caso, argumentan los economistas, los aranceles son un instrumento muy poco eficaz. Después de todo, un arancel a las importaciones es una combinación específica de dos políticas diferentes: un impuesto al consumo del bien importado y un subsidio a la producción para su suministro interno, a tasas iguales. Cualquier objetivo económico o no económico se puede alcanzar de manera más eficaz aplicando estas políticas por separado y a tasas personalizadas, orientándolas a los resultados deseados de manera más directa. Para los economistas, los aranceles son una pistola que se apunta al propio pie.
La visión de Trump no podría ser más diferente. En su imaginación, los aranceles son como una navaja suiza: una herramienta que puede simultáneamente solucionar el déficit comercial de Estados Unidos, mejorar su competitividad, fomentar la inversión y la innovación internas, apuntalar a la clase media y crear empleos en el país.
Esta visión es casi con certeza fantasiosa. Los aranceles tendrán efectos muy desiguales en la industria manufacturera estadounidense: beneficiarán a algunos y perjudicarán a quienes dependen de insumos importados o de los mercados extranjeros. Incluso cuando aumenten las ganancias, no hay garantía de que esto conduzca a una mayor inversión en nuevas tecnologías o a la creación de empleo. Las corporaciones que se enriquezcan pueden optar por distribuir los ingresos entre sus gerentes y accionistas en lugar de aumentar la capacidad productiva.
Si Trump insiste en su postura, la buena noticia, al menos para el resto del mundo, es que los costos económicos recaerán principalmente sobre los estadounidenses. Esa es otra idea clave de la economía: así como los beneficios de la apertura al comercio internacional se acumulan principalmente en el país, también lo hacen los costos del proteccionismo.